jueves, 7 de julio de 2011

Ladislao Morán Alonso

Cuando en 1932 nació Cristy Brown, escritor y pintor irlandés aquejado de parálisis cerebral cuya biografía inspiró la película Mi pie izquierdo (1989) ya era mozo Ladislao Morán y ya llevaba unos cuantos años descontados a una trayectoria vital en la que no fue ingrediente menor el ansia de superación de las limitaciones que su tara de nacimiento le impuso. A menudo me ocurre que el acercamiento a la plasmación literaria o cinematográfica de una historia me hace plenamente consciente de mi propia mediocridad. Dicho sea sin traumas. Me contento con ser consciente de ello y saber apreciar la genialidad de otros, esto es, soy un poco como los hermanos Bobo de otro film de culto, El inglés que subió una colina pero bajo una montaña (1995), cuando afirman que “no somos tan bobos para no ver que estamos bobos”. Digo esto porque, de las múltiples notas extraídas por mí de los filandones en casa de los Sastres, así como de las largas pláticas mantenidas con el propio Lao, conversador incansable por lo demás, bien podría haber escrito alguien con suficiente talento una interesante biografía.
Sobre lo que hoy llamamos discapacidad y la sorprendente y arrojada manera que algunos tienen de enfrentarse a ella recibí numerosas lecciones del tío Lao. Para muestra un botón. Andaba yo cortejando a una moza de La Majúa (hoy mi esposa, por cierto) cuando la susodicha me propuso una excursión al puerto de merinas de Congosto en compañía de su padre y del tío Lao. Dicho y hecho, nos plantamos en Sañeo con un todoterreno y, ya a pie, tomamos el camino que se adentra en Congosto. Ya al divisar el estrechamiento de La Cueña dudé para mis adentros de la soltura en el andar de aquel paisano octogenario que caminaba un tanto trastabillado con ayuda de un cayado. Superado el obstáculo, una vereda nos condujo, tras un agradable paseo, a la Charca de Congosto. Una vez que dimos cuenta de la merienda (rajas y bollo, creo recordar) a un servidor se le ocurrió la idea de encaramarse a los 2.075 metros de la Collada de la Verderona para dar vista a las Morteras del Valle. Expuesto mi propósito, cuál fue mi sorpresa cuando el tío Lao expresó su deseo de acompañarme. La subida, regular tirando a mala, me la pasé cavilando cuanto pesaría aquel viejo al que iba a tener que bajar de la collada a cuestas. No fue el caso. ¡Cuánto nos reímos Lao y yo cuando, pasado el tiempo y con la confianza que da la amistad y la familiaridad, le relataba yo mis pensamientos de entonces!
A veces pienso a dónde habría llegado, de haber nacido unas décadas después, un persona como Ladislao, capaz de plantarse en Pola de Lena en bicicleta, cruzar por el Alto de la Cubilla hacia Asturias a buscar una yegua en medio de una intensa nevada, irse desde La Solana hasta el Alto de la Farrapona a alternar en la cantina que Salvador tenía para servicio de los empleados de las minas de hierro o desenvolverse sin apuro en El Ferrol de los años treinta cuando a algún zoquete de la caja de reclutas se le ocurrió llamarle a filas . Quizás fueran ciertos prejuicios o quizás simplemente los tiempos, porque no cuesta nada imaginárselo de maestro, empleado de banca o quién sabe qué destino aún más elevado. Si no le arredraba un físico disminuido, desde luego no habría sido por luces, que sobraban en una cabeza muy bien amueblada por lo demás. En realidad, si no fuera por su empeño en leer periódicos liberales y en no morderse la lengua en determinadas situaciones y, sobre todo, ante determinadas audiencias (inclinaciones que en la época de Franco estuvieron a punto de costarle algún disgusto) creo que hubiera hecho un cura de primera. Tal apreciación era una de las numerosas chanzas con las que gustaba yo de provocar esa sonrisa pícara cuyo recuerdo permanece fresco en mi mente.
Precisamente, sus opiniones en relación con “la cosa de los curas” (referencia resumida a su pensar respecto a la fe, la Iglesia, etcétera) han dado pie a algunas reflexiones sobre lo complejo de su personalidad que me provoca su recuerdo y que desembocan en consideraciones que desbordan ampliamente lo religioso y aún su propia persona: lo rural, la pobreza, las ideas políticas, la ética, etcétera. No es cuestión de alargarse aquí con esas divagaciones con las que a veces me regala esta cabeza mía. En la suya pude apreciar la existencia de una complicada mezcla, que no mezcolanza, de principios de gran disparidad ideológica. Llegado a las izquierdas desde la pobreza, no tenía empacho en reconocer la desconsideración al uso para con criados y pastores de veceras llegados de fuera, los auténticos parias de aquella sociedad rural. Crítico con los poderes fácticos, hizo siempre gala de una buena relación con los curas (que frecuentaban su casa y leían, quizás para escandalizarse, la prensa a la que Lao estaba suscrito). Siempre mostró gran respeto y admiración por las personas de valía. Hombre no creyente o al menos no practicante, su sentido común le urgía a reclamar el arreglo de la iglesia parroquial (decía Lao que al menos una vez se serviría de ella). Le apenaba el abandono de los bienes del común y le preocupaba la opinión que las gentes de fuera pudieran formarse de su pueblo al ver el deterioro de calles e inmuebles. Era hombre de orden, incluso anticuado en ciertas cuestiones sociales.
Lo que se dice un personaje...
Last but not least, el patriarca de los Morán Alonso, los Sastres de La Majúa, era también de carne y hueso. Ejerció de sastre, dando con ello nombre, junto con Daniela y Leonides, a la saga familiar, en una época (la posguerra) en la que las condiciones para el oficio eran complicadas, viéndose obligado suplir con ingenio la escasez de materia prima. Con tintes caseros de paños e hilaturas y otras artes venía a conseguir lo mismo que mi abuela María, capaz de cocinar, en el Madrid de los cuarenta, tortilla de patatas sin tener ni huevo ni patatas. Fue lector impenitente y viajero incansable. Tenía su genio y tenía sus manías. De entre las últimas, destacó por ser desconfiado y escogido en las cosas del comer. Seguidor fiel del principio aquel de “carne en calceta para el que la meta”, nunca quiso saber nada de conejo, pulpo, calamar y viandas por el estilo. Cuentan que una ocasión, la sola mención de un banquete a base de tejón (“bueno estaba, aunque un poco recio lo que daba contra el hueso”, decían) le causó serios problemas intestinales.
Dejó este mundo habiendo viajado en avión y probado la Coca-Cola (con el chicle no pudo) y vestido con el traje que compró para la boda de un sobrino (quizás la mía). Genio y figura, decía de aquella que lo adquirió ya con vistas a disponer de una mortaja elegante.
Con más de un año de retraso, gracias por tu amistad. STTL.

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