jueves, 15 de septiembre de 2011

Ensanchando paceros (iii): el mito de la aldea entrañable

Aún cuando puedan resultar interesantes las reflexiones de la entrada anterior, el universo de la memoria es cosa personal o al menos restringida a un conjunto de gentes que, por el motivo que sea (compartir referencias geográficas, pertenecer a un mismo grupo generacional, etcétera) crean una imagen del pasado similar. Podemos razonar acerca de los motivos que subyacen bajo las distintas formas de ver el pasado, pero nada hace pensar que las valoraciones que se siguen de ellas sean necesariamente reflejo objetivo de la realidad.
Procedería pues, analizar desde la distancia esa imagen de locus amoenus de los modos de relación y organización social y económica que, más o menos matizada, dejan entrever muchos de los escritos de aquellos que, desde el ensayo, la novela o aún la Ciencia, se han movido en los ambientes característicos de la ruralidad preindustrial. La tarea desborda claramente tanto el contexto de esta reflexión, el de un humilde blog que no aspira a superar la levedad en la escala del pensamiento, como las capacidades de un servidor. Apenas puedo yo aportar algunas opiniones que, sin ser del todo apriorísticas ni desinformadas, no están mínimamente estructuradas como para ser consideradas algo más que conversaciones de cocina. La principal de ellas es que en la literatura sobre el tema hay una corriente, no se si mayoritaria pero desde luego bien nutrida de investigadores de múltiples disciplinas, un tanto contaminada del misticismo de Adelaida Vaquero y armada a base de lugares comunes cuya expresión no resistiría los peros de un mediocre abogado del diablo. Se me antoja este un espacio de reflexión un tanto mediatizado por posiciones ideológicas irrenunciables que tienen que ver con la insatisfacción ante las contradicciones del mundo actual[1]. En cualquier caso, la amplitud y profundidad del debate sugieren dejar el tema, al menos de momento, para mentes más sesudas.
Habrá que conformarse, pues, con un acercamiento más ligero y desenfadado a algunos de los rasgos que, de manera más o menos consciente, arman la imagen buenista que, a la postre y vía marketing, ha llegado a calar en gran parte de nuestra sociedad: bonhomía, solidaridad, igualdad y sostenibilidad son algunos de los más manidos y señalados en la creación del mito de la aldea entrañable.
No está entre nosotros el abuelo Severino para hablarle de bonhomía ni preguntarle de sus peripecias cuando anduvo ocupado en tareas de guarda del común (la primera de ellas, conseguir el imprescindible certificado de “feligrés de bien” que el cura del lugar le negaba por su escaso apego a las cosas de la Iglesia). No obstante, su hijo Ardoncino, que heredó la profesión para poder contribuir así a las menguadas arcas de la economía familiar, podría escribir un tratado de picaresca acerca de las mil maneras de ensanchar un pacedero a costa de los predios del vecino. O acerca de las trifulcas en que a menudo derivaba la lectura de las prindadas (multas) en el concejo de fin de mes. En ocasiones, las cosas llegaban a mayores: algo sentí contar alguna vez acerca de el tiro en la pierna con que se resolvió una disputa por el riego en Juandín. Eso de atribuir “Afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento” (RAE, “Bonhomía”) a pueblos y comarcas era cosa del costumbrismo, por otro lado magistral, de Víctor de la Serna y otros escritores del género. Una década lleva un servidor socializando en estos pagos y ya conoce de sobra a los malos de antes y a los malos de ahora, quizás por la falta de teatralidad que imponen las estrecheces físicas y sociales[2]. En ambos casos, pasado y presente, hay malos y maldades que no son cosa de risa precisamente…
La confusión de conceptos es otro de los males que enmaraña los debates sobre estas cuestiones. Nada tiene que ver la “Adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros” (RAE, “Solidaridad”) con la implementación de un sistema de gestión comunal[3]. Algunos autores han reaccionado a la formulación del que se ha venido en llamar “mito del individuo egoísta”[4] con la implantación de otro estereotipo, el del rural altruista. En un punto medio, lugar en el que a menudo se encuentra la verdad, está la idea de que los sistemas de gestión comunal son una estrategia adaptativa que ha de estar siempre respaldada desde los ámbitos institucional y normativo[5] El hecho de que nos parezca más apropiado hablar de cooperación necesaria más que de solidaridad espontánea no quita para dejar constancia de la existencia de ciertas actitudes realmente solidarias (en la correcta acepción del término), en especial en situación de adversidad manifiesta para algún convecino. Tampoco hay que descartar la posibilidad de que que la estrechez de las comunidades rurales acreciente la sensación de interdependencia y la asunción del principio de “hoy por ti, mañana por mí”.
Hace ya algunas décadas que en la aldea hubo un serio conflicto social que recibió en su día el nombre de “los cuernos de La Majúa”. Se dividieron las gentes del lugar en nata y debura[6], entre los de casa grande y los de capital y posibles menguados. La cosa derivó incluso en enfrentamientos físicos, hasta tal punto de que a alguno pudieron haberle partido el cráneo con el astil de un manal[7]. Aquellas familias pudientes de entonces, muchas venidas a menos con el discurrir del tiempo, no mandaban a niños apenas comulgados a guardar veceras en turno ajeno. Sus miembros no segaban prado ajeno, ni se empleaban en sacar piedra de las canteras, daban estudios a la prole (si había predisposición o amplitud de miras, virtudes que no siempre acompañaban a los posibles),… Aparte de los ricos y los pobres, estaban, como ya hemos apuntado en otras ocasiones, los criados. El acceso a los recursos del común no suponía igualdad, ya que coexistía con una participación de la propiedad privada muy diferenciada. Hubo familias para las cuales la emigración de una parte de sus miembros fue un recurso más habitual o más temprano[8].
Por último, el tema de la sostenibilidad es otro de los más afectados por el recurso a lugares comunes. La presencia recurrente de algunos apriorismos sobre la relación de la ruralidad tradicional con el medio ambiente, contraponiendo la gestión comunal a la individual o estatal[9] ha generado a la postre uno de los más importantes conceptos comunitarios (de la UE) de ordenación territorial, el del “agricultor jardinero”[10]: respecto al mismo, siempre duda uno acerca de la conveniencia de calificarlo como falacia o bien como engaño. Para el presente, mis experiencias al respecto son de lo más desalentadoras, aún cuando siempre me sienta tentado a justificar determinadas actitudes por la tantas veces comentada relación desigual ciudad-campo. Por otra parte, ciertas actitudes de los gestores públicos se empeñan en dar argumentos a los de los apriorismos[11].
Last but not least, cuando releo estas últimas entradas, así como algunas otras referidas a la idiosincrasia de esta aldea que me acoge en tiempos de asueto (muchas de ellas extrapolables a la generalidad del mundo rural) me doy cuenta de que algún lector podría percibir un cierto tono de desencanto. Tal percepción no se corresponde con mis sentimientos; simplemente se trata de un cierto aire desmitificador producto de la convivencia, de la escuela del calecho y de la reflexión. Se trata de apreciar un todo, con sus virtudes y miserias. No se trata de interiorizar la literatura al uso. Es afecto, es pasión y es admiración en algunos casos. A su manera, es un aldea entrañable y para que lo sea no hacen falta quimeras ni leyendas. Para lo legendario, el filandón…

[1] “La utilización de la ideología liberal y capitalista que ilumina los procesos de desarrollo se hace evidente cuando examinamos el debate en torno a los recursos comunes. El énfasis en la necesaria transformación de la propiedad comunal en propiedad privada o estatal coincide con los intereses de tal lógica, pues es la forma de situar todos los recursos bajo la subordinación al poder y al capital. La gestión comunal es mucho menos controlable “desde arriba” pero, sin embargo, puede responder mejor a los intereses de los usuarios y asegurar el uso sostenible de los recursos. […/…,] ni la propiedad privada ni la estatal se muestran como garantes del uso sostenible del medio ambiente, mientras que hay numerosos ejemplos de formas de gestión comunal que sí lo hacen. Además, a menudo los fenómenos privatizadores pueden conducir al incremento de las desigualdades, a la depauperización de los menos favorecidos […/…,] y a la sobreexplotación de los recursos […/…,] sometiendo los recursos a la lógica del modo de producción capitalista” José PASCUAL FERNÁNDEZ (1993): «Introducción», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, p. 9.
[2] “En un pueblo, la diferencia entre lo que se sabe de una persona y lo que se desconoce de ella es mínima. Puede haber un cierto número de secretos bien guardados, pero, en general, apenas existe el engaño: es casi imposible” John BERGER, Puerca tierra, 1989, Madrid, Alfaguara, p. 25.
[3] “Esto no quiere decir que el ser humano sea altruista por naturaleza, así como tampoco egoísta, pues la cooperación puede ser simplemente una estrategia adaptativa en la que se entremezclan comportamientos y actitudes de diverso tipo, y que puede llevar al aumento de las posibilidades de supervivencia y al bienestar de las poblaciones. La racionalidad humana es muy compleja como para encorsetarla en esquemas cerrados de egoísmo o altruismo” José PASCUAL FERNÁNDEZ (1993): «Introducción», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, Federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, p. 9.
[4] El concepto se ha ido forjando a partir de los escritos de Garret HARDIN. («The Tragedy of the Commons», Science, 162, 1968, pp. 1243-1248).
[5] Es lo que Durkheim llama “solidaridad mecánica: “Una sociedad regida por la «solidaridad mecánica» se caracteriza por una total competencia de cada individuo en la mayoría de los trabajos, surgiendo una mínima diferenciación por edad o sexo. La solidaridad mecánica, propia de las sociedades primitivas, es aquella que surge de la conciencia colectiva. En estas sociedades, el derecho instalado es el represivo: el crimen es visto como ofensa a la sociedad en conjunto, al órgano de la conciencia común” http://es.wikipedia.org/wiki/%20Solidaridad_(sociolog%C3%ADa)
[6] Debura: suero que resulta del proceso de desnatado de la leche; normalmente se utilizaba como alimento para los cerdos.
[7] Manal: Apero utilizado para majar (separar el grano de la paja) cereal. Se utilizaba normalmente, en vez del trillo, cuando se quería conservar las plantas enteras para utilizarla en el techado de edificaciones. Se componía de dos astiles unidos en su extremo por una cinta de cuero.
[8] “A nuestro entender, la apropiación comunal se organizó históricamente como una forma eficiente de explotación adaptada al medio y tendente a la regulación del crecimiento demográfico a través de las casas (el elemento fundamental de organización productiva y referencia social), mediante la transferencia a éstas de los mecanismos de exclusión de los efectivos sobrantes. Esta exclusión no se hacía necesaria por unos recursos comunales exiguos, sino más bien por una limitación y una repartición desigual de las tierras de propiedad particular. Por ello, la teórica igualdad comunal se basaba en la absorción, por parte de las casas, de los conflictos inherentes a la diferenciación social” Xavier ROIGÉ VENTURA, Oriol BELTRAN COSTA y Ferran ESTRADA BONELL (1993): «Diversidad ecológica y propiedad comunal. El pueblo como organización política, económica y social en el Val D’Aran (Pirineos)», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, pp. 74-75.
[9] “Dejar el futuro en manos de estos individuos sería mantener las redes de poder que actualmente ahogan los sistemas comunales. No se pueden imponer estos sistemas; ni es posible que existan simplemente adoptando «técnicas verdes», como la agricultura orgánica, energías alternativas o un mejor transporte público, aunque todo esto sea necesario y deseable. Más bien, los sistemas comunales emergen a través de la resistencia cotidiana a los enclosures por parte de la gente corriente, y a través de sus esfuerzos para volver a alcanzar el apoyo mutuo, la responsabilidad y la confianza que mantiene los comunales” (The Ecologist, 1992). Citado en Federico AGUILERA KLINK (1993): «Economía, medio ambiente y espacios comunales», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, pp. 20-21.
[10] Ignacio PRIETO SARRO (2002): «Castilla y León ante la apuesta rural europea», en Revista de Economía y Finanzas de Castilla y León, nº 5, p.181.
[11] Un buen ejemplo es la actitud de la administración en el proceso de concentración parcelaria de La Majúa: repuebla con especies no autóctonas, ignora las indicaciones de los estudios de impacto ambiental sobre preservación de setos vegetales y muros de mampostería en los lineros de las fincas, etcétera.

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Ensanchando pacederos (ii): reflexiones en torno a a la memoria

Hace años, me llamaba la atención lo que yo consideraba una especie de bipolaridad de la memoria de las gentes del mundo rural. Lo mismo un día les oías hablar con entusiasmo de las décadas de la primera mitad del s. XX que al siguiente te abrumaban con el relato de la acumulación de miserias que presidía la vida de entonces. Con el paso de los años y después de compartir muchas veladas con las gentes del lugar (lo que yo llamo la escuela del calecho) me he ido dando cuenta que no hay nada extraño en esa actitud.
En el caso de los emigrados, nos encontramos con una memoria bastante objetiva: se dan cuenta del diferencial en calidad de vida en que a la postre derivó su abandono del pueblo, pero echan de menos algunas de las características de la sociedad rural de antaño, en especial las referidas a los modos de relación social y al folklore.
No hay que olvidar, tampoco, que en su expresión más normal, la añoranza es propicia a primar el recuerdo de los aspectos positivos de la vida; por otra parte, aún las malas experiencias tienden, por pasadas, a edulcorarse un tanto. Es por eso que el paso de los años permite recordar con una sonrisa lo que en su día fueron sin duda dolorosos bofetones del maestro de turno. Por lo demás, no es raro que estas gentes sientan un cierto orgullo de haber participado de la épica del duro y constante enfrentamiento con el entorno que requirió la tarea de la supervivencia.
En muchos casos, los achaques de la vejez se sobrellevan mejor mediante el recurso al retorno mental a los paisajes de la infancia [1]. Se trata, por lo demás, de un viaje memorístico, aderezado a menudo con una estancia estival en el pueblo, libre de las incomodidades objetivas del retorno real.
Muy distintos son los esquemas mentales que, en torno al pasado, van armando las mentes de los que no emigraron. Muchos de ellos, gentes de edad avanzada que vivieron una sociedad plenamente operativa dentro de los parámetros de lo que hemos dado en llamar la ruralidad tradicional (para la cual se citan como vectores fundamentales la economía de autoabastecimiento y subsistencia, el comunitarismo, etcétera…) se enfrentan, en su vejez, a un panorama peculiar: si bien sus condiciones de vida han mejorado sensiblemente en muchos aspectos, la ruina de demográfica ensombrece sus puntos de vista. Nos vamos acercando a una segunda transición de estos espacios marginales: la primera fue la del éxodo rural; la segunda está siendo ya la del agotamiento poblacional. El panorama optimista que nos describe Jesús García Fernández en su conocida reflexión “Sobre el concepto de desertización y Castilla”[2] se va diluyendo por falta de una mínima base humana que sostenga ese modelo de campo tecnificado, moderno,…
No es extraño que, en tales circunstancias, la nostalgia más radical invada las cocinas. Dicen los entendidos que “…, cuando todo ‘era mejor antes’ tenemos un problema existencial. No existe armonía entre lo vivido y el ahora y el aquí. La nostalgia entonces deviene un refugio contra una realidad agobiante. Una obsesión del regreso”[3]. Siendo probablemente muy cierto lo anterior, no creo que en este caso podamos hablar de la nostalgia como patología, sino más bien como un refugio ante la incertidumbre. La situación es propicia para que, en palabras de Milan Kundera, "El crepúsculo de la desaparición lo baña[e] todo con la magia de la nostalgia". Lo falaz de los argumentos típicos de la nostalgia[4] se justifica, en este caso, por la presión difícilmente soportable del desasosiego que causa un futuro poco halagüeño. El escenario es fácilmente imaginable: un matrimonio de edad provecta, únicos habitantes de un barrio de la localidad, abrumados, cuando no angustiados, por la perspectiva de lo que podríamos denominar el “síndrome del superviviente”: ¿Qué será de aquel que sobreviva al otro?
El pensamiento de Adelaida Vaquero que Luis Mateo Díez recogió en su Relato de Babia[5], es un ejemplo de la mitificación del recuerdo a la que nos hemos referimos:
“Aquí siempre se invernaron. Yo conocí aquí abiertas veinticinco puertas, veinticinco vecinos. Se moría la gente, que es lo que hay que hacer cuando llega la hora, y se la enterraba con todas las cosas necesarias: médico, cura y lo que faltase, no se crea que nos andábamos por las ramas. El que se iba se iba con todas las bendiciones puestas […/…] Total que aquí se invernaba, la gente tan contenta y el que más y el que menos de acuerdo con lo suyo”.
Su calificación del éxodo rural como “manía de zascandiles” y también sus augurios sobre la hipótesis de un retorno forzado a la vida de antaño (“…: subimos a ese chopo hasta la cima y donde agarrarnos hay ¿no? Pero llegando a la cima tenemos que volver pa atrás”) constituye una visión claramente deformada de la realidad, quien sabe si una defensa ante la idea de una vida perdida en el mantenimiento de un mundo que desaparece sin remedio.
Last but not least, la diferencia de criterio o de percepción en la consideración del pasado entre emigrantes y resistentes no es más que otra manifestación de la quiebra de estas sociedades rurales de la que ya nos hemos ocupado en anteriores entradas. La toma de decisión tomada en su día sobre la conveniencia o necesidad de emigrar ha derivado en trayectorias vitales dispares y, a la postre, en incomprensión entre ambos colectivos y en diferencias de criterio que se manifiestan en todos los ámbitos de la vida, hasta en la memoria…
Sobre esta herida abierta bajo la línea de flotación de lo que va quedando de las sociedades rurales, generacional casi siempre, ha escrito con maestría Julio Llamazares en su libro La Lluvia Amarilla, quizás una de las expresiones literarias más sublime y triste del devenir de estas sociedades rurales de la montaña española[6].
“El ya sabía lo que yo pensaba. Se lo había dicho claramente el primer día. Si se marchaba de Ainielle, si nos abandonaba y abandonaba a su destino la casa que su abuelo había levantado con tantos sacrificios, nunca más volvería a entrar en ella, nunca más volvería a ser mirado como un hijo”[7]

[1]“A menudo esa paz [la paz interior] también se encuentra en el regreso a los contextos que nos construyeron durante la infancia y la adolescencia. En ese sentido, los pueblos, sus gentes, sus calles, sus entornos, configuran una trama de paisajes, olores, fotogramas y secuencias de nuestras andaduras ancladas en nuestro sistema emocional”
http://www.elpais.com/articulo/portada/nos/invade/nostalgia/elpepusoceps/2020110417el20pepspor_7/Tes
[2]. Jesús GARCÍA FERNÁNDEZ (1984): Sobre el concepto de "desertizacion" y Castilla. Leccion inaugural del curso 1984-85 de la Universidad de Valladolid. Valladolid, Universidad de Valladolid.
[4] “Por supuesto, es una falacia, una interesada comparación, porque ni aquellos días fueron tan increíbles, ni los de ahora son tan grises”
http://www.elpais.com/articulo/portada/nos/20invade/nostalgia/elpepusoceps/%202020110417elpepspor_7/Tes
[5] Luis Mateo DÍEZ (1991): Relato de Babia, Madrid, Espasa Calpe (en el capítulo «Adelaida Vaquero, la superviviente»).
[6] Julio LLAMAZARES (1988). La Lluvia Amarilla, Barcelona. Seix Barral.
“Parecía como si un extraño viento hubiese atravesado de repente estas montañas provocando una tormenta en cada corazón y en cada casa. Como si un día, de pronto, las gentes hubieran levantado sus cabezas de la tierra, después de tantos siglos, y hubieran descubierto la miseria en que vivían y la posibilidad de remediarla en otra parte.” (p. 77).
[7] Julio LLAMAZARES (1988). La Lluvia Amarilla, Barcelona. Seix Barral, p. 52

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Ensanchando pacederos (i): la aldea entrañable

A la vista está que ciertas actividades de las que me ocupan durante mis estancias en el pueblo tienen, para bien o para mal, la propiedad de provocar en un servidor ese estado reflexivo del que suelen ser producto las entradas de este blog.
En este caso, me arreó mi suegro un sábado de estos al monte para, con el resto de la vecindad, proteger una de las plantaciones de árboles propiedad de la Cooperativa La Majugana [1]de los embates de cabras, yeguas y aún animales salvajes (corzos, por ejemplo) mediante la instalación de un cierre a base de ¡cómo no! materiales prohibidos (barras de tetracero y alambre de pinchos).
Cuando llegué a lo que queda de la parte del Camino de las Ventanas más cercana a Cospedal pude contemplar una pequeña legión de vehículos todo terreno y tractores que desde el Camino de la Musillona enfilaban hacia Cuesta Sol para para llegar al Codojal. Otros accedieron a pie, siguiendo el prmero de los caminos citado desde el barrio de La Penilla. En el Codojal la gente (jóvenes y viejos, mujeres y hombres) descargó materiales y aperos y emprendió la subida hacia las cuestas del Rebordillo [2], a la sazón paraje repoblado a proteger de los impertinentes herbívoros.
¡Horca! Que me aspen si no estamos ante una versión moderna de la inolvidable ascensión a Flynnon Garw de la película El inglés que subió una colina pero bajo una montaña (1995) [3]. Últimamente siempre me viene a la cabeza la película de marras cuando pienso en las más variadas cosas del pueblo. Por cierto que estas peculiares asociaciones de ideas no sólo me ocurren con productos del celuloide, sino también con la música: así, cuando salgo de la ciudad en dirección a la aldea se me viene a la cabeza el tema de Mark Knopfler Freeway Flyer [4]. En el monte, el tantas veces repetido paseo que empieza por las descansadas Corras del Cinto para afrontar, tras pasar la Revuelta del Cancillo, la cuesta de Cansapastores y acceder finalmente a la Veiga Murias, con su vista del Machadín, tiene para mí su banda sonora ideal en los acordes de Mount Teidi, de Mike Oldfield [5]. Aunque quizás no hay nada que supere el ambiente libre de contaminación acústica propio de la naturaleza, soy de la opinión de que los paisajes excelsos casan muy bien, sobre todo cuando se disfrutan en soledad, con la música instrumental de calidad. Rarezas de cada uno…
Volviendo al tema del largometraje citado, cualquiera que conozca mínimamente a los bardines sabrá perfectamente de su convencimiento íntimo de la centralidad de su pueblo en la comarca, la región…y el mundo. El pueblo más bonito, los mejores prados y pastos, la caza más abundante, la Virgen más románica, la gente más animada y animosa, etcétera. Vamos, que si uno te dice que Moronegro es más alto que Peña Ubiña (Orniz no cuenta, que no se ve desde el pueblo) es mejor que te la envaines. Si insistes en aclararle que la diferencia es de más de 250 metros a favor de Peña Ubiña, seguramente, con un ¡tu estás loco, mi neno! dará por zanjada tan poco productiva conversación. Ya es cosa contada que a los bardines no les sisaron la capital del ayuntamiento, sino que renunciaron a ella motu proprio, hartos de dar posada a los familiares y allegados que acudían a la localidad a realizar gestiones en la institución municipal.
¿Quien no ha oído hablar en la localidad de alguna réplica de Morgan el Chivo que causaba estragos entre las mozas del lugar, saturándolo de pelirrojos? ¿No es cosa sabida que los hijos de moza soltera salen –maldades de la genética- siempre clavados al padre? El Reverendo Jones, los hermanos Bobo, Davies Escuela, Joohnny el Conmocionado,… No me atrevo a asociar aquí caracteres galeses y bardines, que igual me corren a gorrazos, pero afinidades, haberlas hailas.
Last but not least, en el argumento de la película subyace la idea de la existencia de un sentido de la comunidad que se hace patente ante la adversidad (“A proud Welsh community finds their civic pride and sense of community threatened by a team of surveyors…” )[6]). Es así que, más allá de lo anecdótico (el ambiente local, los personajes, los motes y demás), estamos ante esa imagen amable en todos los sentidos que, armada a base de una serie de tópicos (solidaridad, igualdad, etcétera) ha presidido gran parte de la literatura ocupada en estudiar o recrear la ruralidad preindustrial. Experto, ya lo saben, en meterme en charcos, me ha dado ahora por cavilar acerca del poso de realidad que subyace a la idea de ruralidad, supuestamente hoy perdida, que parece transmitir la película. Ya saben ¡miedo me doy!

[1] La Cooperativa La Majugana nació como parte del proceso de concentración parcelaria iniciado en 1999 (DECRETO 65/1999, de 8 de abril [«B.O.C. y L.» n.º 68 de 13 de abril de 1999], por el que se declara de utilidad pública y la urgente ejecución de la Concentración Parcelaria de la Zona de La Majúa, León) en el pueblo (e inacabado a día de hoy). Determinado tipo de parcelas, de linderos difícilmente reconocibles y con escaso o nulo aprovechamiento agroganadero son excluidas del proceso de reparcelación y se agrupan bajo la titularidad de una cooperativa, procediendo la administración a ejecutar una repoblación forestal; en la cooperativa, los socios participan en función de la superficie de tierra aportada.
[2] El Rebordillo es una ladera coronada de peñas y orientada al mediodía que en su día se sembraba de cereal; con el tiempo, los predios se convirtieron en pacederos para acabar siendo abandonados y colonizados por árgomas y matas de rebollo. La geometría e igualdad en superficie de las parcelas (que se prolonga en La Ladrera, en la margen izquierda del río) sugieren que la parcelación es producto de un antiguo reparto de bienes comunales. El Camino de Las Ventanas, hoy perdido en su tramo final, daba acceso a la vecina localidad de Cospedal a través de Las Congostas. Quedan restos de una pequeña explotación de carbón (un par de galerías de corto recorrido ya derruidas y una escombrera). Hay una fuente (la Fuente de la Cuesta del Rebordillo) que nace en la grieta de una peña y mana todo el año.
[3] Acerca de esta película (The Englishman Who Went up a Hill but Came down a Mountain), puede leerse un interesante artículo en http://www.surveyhistory.org/englishman_who_went_up_a_hill.htm
[4] El tema forma parte del disco Local Hero (1983), banda sonora de la película homónima de Bill Forsyth.
[5] Del disco Five Miles Out (1982).

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martes, 2 de agosto de 2011

Paseando por La Majúa, en pachuezo, de la mano de Guzmán Álvarez

nota: lo que sigue es una transcripción del texto original en pachuezo [1] de Guzmán Álvarez [2], realizada sustituyendo la escritura fonética del original (fijada en Revista de Filología Española, II, 1915, 374-376) siguiendo, mal que bien supongo, las indicaciones del autor de aquél.
La Maxiuga [3]
Desde junta santu michanu tiran allí pa la izquierda las beigas de praus verdes llenus de choupus, cun lus camparones en su términu ya cun las barreras ya las turcidas; cun el curru y el curula, dos praus que llevan lus motes del tiu Curru y el tiu Curula, sus antiguos dueñus; están allí tamién lus praus de lus turutsones, lus del cristu, onde hubu una capilla ya lus de la corba, allí al pie del caminu donde fay una curva. En ellus naz la fuente de cauneu:, bien fría. Siguiendu valle arriba, lus de el diestru y el beneiru, ya pur encima del pueblu, la pradera del castru, la de aguilar ya la beiga las cuebas, donde hay una cueva muy grande. En lus del castru nace la fuente del pardal. Pur entre aquel verdor de choupus ya de tapín del largu valle, veinse las casas, casi todas situadas a lus laus del ríu cun sus eras individuales ya sus guertas alrededor de ellas. En este pueblu tan tsargu agrúpanse las casas en barrius: el de la gatsina, louteiru, el de la pinietsa, el de la curralada y el barriu pandorau [4]. Tres puentes atraviesan el ríu; el de el pixiachu, el puntón, el de la barcal toucinu y el puntón de las pinietsas. Al final del pueblu está la casa de Quirós cun el viechu escudu de cascu empenechau y el lema: «Después de Diós la casa de Quirós».
Resguardan el valle extensas laderas y altus montes. Principiandu pur la derecha lu primeiru es la tsadrera, una tsadera larga llena de peñascus blancus ya de batsinas cun un chanu nel altu que se llama la cerca ya cun outras explanadas pequenas que tses pusienun lus chanus. Tamién está allí la curueza, cubierta de árgumas y de gurbizus y atravesada pur una gran vallina en el centru.
Un altu, después, uscuróte, meriche ya la debesa bitsar, cubierta de roble y curunada pur la peñal cintu, tamién uscura y que baja hasta el caminu. Más arriba, zarameu, un monte cubiertu de piornus y beiga murias, un chanu cun una paré. Después lus reirones y morunegru o morrunegru, un monte muy altu ya muy prietu, límite de varius pueblos; a unu de los picus de su grandota falda le pusienun el queiseiru. Entre lus reirones ya morunegru hay un saltu en un arroyu que se chama la cascadal canalón. Allí está tamién la machada currapilas, una chanu cun chozu, y el sutadal, monte cubiertu de piornus y la cerbienza, de roble y acebus. Extiendénse, ahora, por aquellus altus varius puertus de pación pa las meirinas en el veranu: el de cungostu, donde nace el ríu, límite con Asturias, el de amarillus cun beiga redonda y beiga la sierra, dos llanus ya cun la peña sañeu. Outru chanu atravesáu pur arroyus, fasgares, ya outru, el chanu las dibisas. Después está el puertu raxiaus cun brañas de hace muchus añus. Del lugar en donde guardaban las otsas sólu queda el nombre, la utsera. Tamién tiene en su términu una laguna que se llama la tsaguna ratsiaus. Allí cerca está la cuestal tsau cun su lagu a la cimera y cun una vega, beiga seca, que nun tien más agua que la de una fuente muy fría. Después hay un monte muy picudu que se llama el altul cuernu y un picachu afiláu, el diente la puerca, ya la tsamuerga, lus funtanales, llenas de fuentes. Aparez ahora un cerru de forma cónica que tien un praderíu recuchidu en la falda; pusiérunle requeixiu. Después está la sierra de freis palombu ya el picul machadín, límite cun cuspedal; nel picul machadín hay una ladera cubierta de roble que le pusierun la debesa machadín y que tien un trozu llenu de fleitus y se llama la fulguera. Un valle cerráu, la furcada, ya mirandu al pueblu, las grandas, resequidas pul sol. En las grandas está peña furada, una peñascota cun ventanales. Hay después dos muntucus afiláus cubiertus de césped; son sucalchungu y cuguchón, y unus campares llanus, las chaniechas y el castru, un altu sin piornus ni peñascas y cun una chanu en el altu. Dumínalu la peñal águila. Pur aquellas alturas encuéntrase unu cun un pasu pa cuspedal que se chama las cungostas. Ya más abaju, outra vez al principiu del valle de la maxiuga peru del outru lau, lus carcabones en unas hundunadas y las tierras de lus caireus ya dos peñas: la peñal cuerbu ya la peñal michu.

[1] El pachuezo o patsuezu es la lengua vernácula de la montaña occidental astur-leonesa. Una descripción de la misma puede verse en http://www.xeitu.es/la_nuesa_tsingua.html
[2] Biografía de Guzmán Álvarez: http://www.xeitu.es/guzman_biografia.html
[3] Guzman Álvarez, El habla de Babia y Laciana, León, Ediciones Leonesas, 1985, pp. 28-30. (reedición de la tesis doctoral del autor, dirigida por Dámaso Alonso; el original fue publicado en 1949 por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas).
[4] Falta algún barrio: la flor, entre cárcel y el barrio de arriba (que sus habitantes llaman el barrio de los señores).
[5] Creo que hay un error o errata. La redacción correcta sería “…;el puntón del pixiachu, el de la barcal toucinu y el puntón de las pinietsas.”

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La Majúa en la historia: ¡más de mil años!

En el año 1230, una tal María Núñez fundó el monasterio cisterciense de Santa María de Otero de las Dueñas en el pueblo leonés homónimo. María Núñez era tataranieta de María Fruelaz, hija a su vez del conde asturiano Fruela Muñoz. Década arriba década abajo, se redacta el denominado Registro de Corias, un documento en el que se hace historia e inventario de propiedades del monasterio de San Juan Bautista de Corias, en Asturias.
En el primer caso [1], la muy devota María Núñez entregó en el acto de fundación los documentos que acreditaban la propiedad de los bienes que donaba. Entre éstos se encuentran dos, de 1028 y 1045, en los que se hace referencia a este pueblo babiano de La Majúa: en el primero se habla de Amagua y en el segundo, de A Maguba in Vadapia.
Con todo, es muy posible que sea anterior la referencia que encontramos en el Registro de Corias [2], en el cual se relatan las maniobras los condes Piniolo Jiménez y Aldonza Muñoz a fin de establecer el patrimonio fundacional del Monasterio de Corias. Cabe pensar que, habiendo sido fundado el monasterio en 1032, los condes ocuparan unos cuantos años en sus gestiones previas. Leemos en el documento que “El susodicho conde dio igualmente a Ildoncia Ordóñez, mujer del conde Pelayo Fruela, sus heredades en el territorio de Vabia, en Fogio y en la Maixuva [3] a cambio de la villa de Varcena sobre el río Narcea” [4].
Registro de Corias.
Párrafo en el que se menciona La Majúa [2] [4].
Hete aquí que a principios del siglo XI ya tenemos una Majúa con dueños que utilizaban el pueblo, que seguramente nunca hubieran visitado, como moneda de cambio en sus transacciones: Fruela como dote y prueba de amor a su segunda esposa Gontrodo [5] y Piniolo y Aldonza como muestra de devoción y quizás de búsqueda de buen cartel en el viaje al más allá. No parece aventurado pensar el pueblo de La Majúa existiera décadas e incluso siglos antes.
Nada sabemos del periodo que va desde la Edad del Bronce, momento al que corresponde el ajuar encontrado por un Avencio ocupado en las cosas de la labranza en Las Cortinas, hasta ese momento de la Alta Edad Media en el que se fechan los documentos a los que nos hemos referido. Si nos movemos a la dimensión de los tiempos geológicos, más difícil resulta aún aventurar nada acerca del periodo en el que el valle del río de La Majúa estuvo ocupado por una gran lengua glaciar alimentada por circos situados en Arrajadines, Congosto y el entorno de Moronegro.
De los habitantes de época prerromana, integrados en lo que se ha venido en denominar la cultura castreña, tenemos, aparte del mencionado tesorillo de Las Cortinas, evidencias toponímicas diversas (en el entorno de la Peña del Águila [6], en la Devesa del Villar y en los prados del Castro o Praos Viejos), así como la constatación de la existencia de un castro el poniente del pueblo que pudo ser, según los entendidos, encerradero de ganado, lugar de refugio en caso de hostilidades, un puesto de vigilancia o, quizás menos probablemente, lugar de habitación permanente [7].
Del paso de los romanos (que pasar pasaron por estos lares) nada sabemos tampoco, aunque a buen seguro debieron cambiar de manera notable el modo de vida de estas gentes. Posiblemente pusieron orden en el batiburrillo de tribus y clanes rivales, acabando con la belicosidad de unos y otros y haciendo innecesarios los asentamientos elevados que dieron nombre a su cultura. Sobre los árabes, tampoco no es posible saber si su avance imparable hacia el Norte provocó la despoblación de estas tierras (tal como sostiene Sánchez Albornoz, que habló en su día de una especie de desierto demográfico al Norte del Duero).
Fuera como fuese, lo cierto es que cuando menos al cambio de milenio y sus temores debieron asistir los pobladores o repobladores de una Majúa identificable ya como lugar de habitación permanente con personalidad y entidad jurídica propias.
¡Más de mil años, pues!
Entre medias, unos cuantos enigmas por resolver para alguien práctico en la investigación histórica (lo cual no es el caso de un servidor): el papel de los Quirós en el devenir bajomedieval del pueblo (especialmente de ese tal Diego de Miranda, de la rama bastarda, cuyas andanzas parecen dignas de romance); el significado de la desaparecida ermita del Cristo de las Polvorosas (cuyos restos cuentan que sirvieron para la construcción de la casa de Las Muelas), quizás último vestigio de un antiguo poblado o barrio; el momento en que algún desmadre demográfico o la presión impositiva de diezmos, votos, cientos, alcabalas, sisas y quien sabe cuánto recurso de mantenidos obligó al común de vecinos a recurrir al reparto de suertes de terreno comunal en El Rebordillo y La Ladrera; la existencia de un antiguo colegio o preceptoría en algún lugar del hoy casi perdido Camino del Colegio, tal como parece sugerir la tradición oral que aún mantienen los más provectos del lugar; los verdaderos motivos por los cuales el pueblo dejó de ser capital municipal; etcétera.
Last but not least, no creo que La Majúa llegue a ser, como la aldea oscense de Ainielle protagonista de la novela La Lluvia Amarilla de Julio Llamazares, un montón de ruinas. Pero el futuro no es muy halagüeño. A día de hoy, la cuenta de las casas abiertas en La Majúa durante todo el año casi se hace con los dedos de las manos; dos en el Barrio de Arriba, una en Entre Cárcel, otra en Pandorado, ninguna en Corralada, una en El Otero, ninguna en La Gallina, ninguna en La Flor, ninguna en el Corral de La Pacheca, tres en La Penilla y otras tres aquí y allá. Si no me fallan las cuentas, una docena, como los Apóstoles.
Vamos, que por poco nos pilla el último cambio de milenio y sus temores (que no se referían aquí a la cosa del fin del mundo, sino el colapso cibernético) con un pueblo ocupado sólo en temporada estival. ¿Habrá que recuperar, si se da el caso, la vieja tradición vaqueira del vecindeiro? La idea puede parecer un chascarrillo, pero no lo es. Recuerdo que hace unos años, los vecinos de otro pueblo leonés, Millaró, disputaban entre ellos desde sus retiros invernales si era conveniente o no despejar la carretera de acceso cuando la nieve se adueñaba de ella impidiendo el paso de vehículos; algunos pensaban que las quitanieves no harían sino facilitar la tarea a los ladrones…

[1] Alfonso García Leal, El Archivo de los condes Fruela Muñoz y Pedro Flaínez, León, Universidad de León, 2010.
[2] Alfonso García Leal, «Toponimia leonesa en el Registro de Corias», Veleia, nº 18-19, 2001-2002, pp. 373-397.
[3] En el artículo citado de A. García Leal (pp. 388-89) pueden leerse algunas consideraciones sobre el origen del topónimo La Majúa.
[4] El origin en latín reza así:
        "DE/5 VARZENA:
        Similiter dedit / predictus comes Ildoncie Ordonii, / uxori comitis Pelagii Froile, here/ditates suas in territorio Vabia, in / Fogio  in illa Maiua pro illa uilla /10 de Varzena super flumen Narceie"
[5] La susodicha Gontrodo debía ser lista y bien consciente de la costumbre varonil de pensar con los bajos; mientras que el conde le dona un cuanto de propiedades, la enamorada le corresponde regalándole un alifafe alfaneque (creo que algo así como una tienda de campaña). Quizás lo hizo para que el conde no tuviera que dormir al raso si en alguna ocasión alguna riña por cualquier nimiedad lo expulsaba del lecho conyugal.
[6] Contra la Peña del Águila hay un pago que llaman El Castro: en esa cimera dicen que hubo una torre de defensa-vigilancia. Cuentan que por allí había una fuente y que la gente hablaba de un tesoro. Según los naturales, con piedras de la torre se hizo un cerramiento (El Corralón).
[7] José Avelino Gutiérrez González, Poblamiento antiguo y medieval en la Montaña Central Leonesa, Institución "Fray Bernardino de Sahagún". Excma. Diputación Provincial de León. C.S.I.C. (C.E.C.E.L.), León, 1985.

miércoles, 27 de julio de 2011

Forasteros: churras, merinas y entrefinas

El hecho de que en más de una ocasión me haya ocupado del tema de los forasteros puede sugerir que sufro algún síndrome parecido al que a menudo padecen aquellos que los naturales de sendas regiones de España, a la sazón País Vasco y Cataluña, conocen de manera despectiva como maquetos o charnegos. No es el caso. Aquí en Babia, el desconocimiento de lo que queda del pachuezo por parte de los de fuera es más motivo de chanza que de otra cosa. Por lo demás mi interés tiene más que ver con la curiosidad sobre los temas de antropología social que ha ido adueñándose poco a poco de las entradas de esta blog. Tampoco me preocupa en exceso cual pueda ser el rol que me corresponda en este pequeño universo social de La Majúa, aunque si me intriga, la verdad.
Antaño sin duda la cuestión era más sencilla. Las gentes llegadas de fuera (cónyuges, menores llegados a llenar la casa de unos tíos sin descendencia, criados o criadas a la postre asentados en el lugar, etcétera) se incorporaban a la rutina del lugar: campesinos eran y campesinos seguían siendo. El avecindamiento era cuestión perfectamente regulada en las ordenanzas concejiles, en las cuales la naturalización se solía resolver con el pago de unos azumbres de vino. En el caso de gentes de otra ocupación, como curas o maestros, el respeto y la obligación debida primaban sobre cualquier otra consideración; cobraban su sueldo, o sus diezmos, y dejaban un recuerdo más o menos afortunado en la memoria colectiva del lugar. Algo parecido ocurría, pero sin respeto ni obligación, en el caso de otras gentes que se empleaban como criados o pastores.
Hoy en día la cosa ha cambiado sustancialmente; primero fue el éxodo rural, con una legión de campesinos obligados a dejar su pueblo y cambiar de aires y de oficio. Cosas del destino, con el paso de los años van siendo legión los que vuelven al pueblo a pasar los periodos vacacionales o los habitantes de las ciudades que adquieren una propiedad en el pueblo, seducidos por las supuestas bondades de la vida en el campo.
Desde el punto de vista de los que vuelven en la actualidad sus ojos hacia los ámbitos rurales hay diversidad de actitudes: merinas, churras y entrefinas, diría yo.
Al igual que en su tiempo debieron formarse algunos rebaños de piaras, el rebaño de las churras empezó a armarse con la escusa formada por los del haiga, vueltos a su tierra natal mirando por encima del hombro a gentes tan poco civilizadas como sus paisanos. Siguen hoy llegando gentes que no quieren, o no pueden, adaptar sus esquemas mentales urbanos a la realidad de las sociedades rurales.
Las merinas, ganado menguante hoy en día, son también escasas en el ámbito metafórico en el que nos movemos. Lo que se ha venido en conocer como neorrurales son gentes llegadas a los pueblos con intención de integrarse en la sociedad de los mismos. Rara vez campesinos, generalmente se ocupan en trabajos relacionados con la artesanía, el turismo rural, etcétera. Su aceptación por parte de los naturales depende de diversos factores; en algunos casos, una actitud participativa, respetuosa y solidaria para con los viejos —dice mi padre, octogenario, que él no es de la tercera edad, que es viejo y a mucha honra— en muchos casos necesitadas de compañía y ayuda hace que sean adoptados con entusiasmo por la comunidad. En otros, cierta extravagancia en el vestir y en las costumbres, ciertas actitudes poco flexibles (como un ecologismo de principios inamovibles) o, simplemente, la ausencia de una voluntad de relación conducen a una demonización (que si fuma porros, que si no se lava ni el día de Nuestra Señora,…) o, cuando menos, a la ignorancia mutua.
Por lo que respecta al hato de las entrefinas lo integran aquellos fijos discontinuos a los que de verdad les gusta lo rural, aunque no procedan de este mundo y que llegan al pueblo o bien con una cierta predisposición para la aculturación o bien con la intención, más pragmática, de guiarse por la máxima de que “donde fueres, haz lo que vieres”.
Hecha la taxonomía, un tanto borgiana para no perder la costumbre (por mezclar criterios dispares, como la actitud o el tiempo de permanencia), de aquellos que vienen a alterar ese remanso de paz de la aldea bardina, vamos a intentar reflexionar acerca de la posición de los forasteros en la sociedad rural. Los del haiga y descendientes o los demasiado alternativos, enemigos declarados, ya no impresionan. Los indiferentes, sean de raza churra o merina, ni fu ni fa. ¿Y el resto? ¿Son amigos para el dicho [1], en el sentido aquí de ser considerados integrantes plenos de la comunidad? No lo creo. ¿Es malo que sean considerados forasteros? Tampoco lo creo.
Me sigue molestando sobremanera que a veces, tras mucho tiempo devanándome los sesos intentando sintetizar algo y enunciar alguna proposición que arroje luz sobre ese algo, una lectura determinada me quite ese privilegio del que innova. Es entonces cuando sólo me consuela la sabiduría de los hermanos Bobo [2] y, honrado como soy, me veo obligado a hacer partícipes a los lectores de la entrada del pensamiento de otro más vivo que yo, en este caso, como no, John Berger [3]. Para mí que o bien el susodicho no sólo anduvo de filandón por estas tierras sino que residió en ellas largo tiempo, o bien va a resultar que a veces los árboles nos impiden ver el bosque, esto es, que realmente hay una especie de globalidad rural más allá de ciertos matices locales. Un inciso. De momento me han podido razonamientos de este peculiar pensador marxista más o menos asépticos desde el punto de vista ideológico, pero “no digas de esta agua no beberé y este cura no es mi padre”. Vade retro
“Los campesinos suelen estar interesados en el mundo allende los límites del pueblo. Y, sin embargo, es muy raro que un campesino pueda trasladarse de un sitio a otro sin dejar de ser campesino. No puede escoger su residencia. Por consiguiente, parece lógico que trate el lugar en donde ha nacido como el centro del mundo. Por el hecho de no pertenecer a ese centro, el forastero será siempre forastero”
“No obstante, con tal de que sus intereses no entren en conflicto con los de sus vecinos (y es muy probable que esto suceda en cuanto compre tierra o construya) y con tal de que pueda reconocer el retrato ya existente (y eso implica algo más que el mero reconocimiento de los nombres y las caras), el también puede contribuir al mismo [se refiere aquí Berger al cotilleo, al retrato comunal], modestamente, pero de un modo que le es único. Y uno debe tener siempre presente que la realización de ese continuo retrato comunal no es simple vanidad o pasatiempo; es un aparte orgánica de la vida del pueblo”
“En la continua realización del retrato, al que cada testigo añade un comentario o una faceta nueva, también puede contribuir, bajo ciertas circunstancias, aquel forastero que sea asimismo testigo. ¿Qué respuesta dará él, el forastero, a aquellas cuestiones que permanecen abiertas?”
Amén.
La línea que separa a los forasteros a secas de los forasteros integrados en la comunidad en el sentido de J. Berger es casi imperceptible; esta integración se arma base de pequeñas cuestiones que reflejan circunstancias notables. Primeramente dejan de mofarse de ti a base de evidencias, como la de la dentadura de arriba de las vacas. En seguida dejan también de sonreírse al usar determinadas palabras o expresiones del pachuezo (estruchar, suétano, bruñío, enguichaperros, “es de terrecer”), más o menos cuando se dan cuenta de que ya las conoces y no pones cara de bobo al oírlas. Más adelante comienzan a mencionar lugares (“estuvimos segando en el Rebordillo”) sin verse obligados a explicar su situación geográfica. Por último, van asociando a tu persona circunstancias y rasgos (andariego y montuno, “sabe encontrar los mojones con un aparato” [4], peculiar en el vestir, no bebe). De manera a veces imperceptible, su actitud hacia tu persona va cambiando: te consideran útil para echar una mano en ciertas faenas del campo, no te sacan la vajilla del obispo cuando comes o tomas café en su casa, etcétera. Pasan a considerarte digno de entrar a formar parte del retrato comunal en cuanto actor más o menos activo de la vida del pueblo y en el filandón sigues siendo preferentemente oyente pero poco a poco va ganando peso tu aportación.
Last but not least, sigues siendo forastero. Tu mentalidad sigue siendo distinta a la de los naturales en muchos aspectos que tienen que ver con el medio ambiente, las relaciones sociales,… Ellos lo saben y tú lo sabes. No obstante, resuelves tu relación con ellos mediante una solución de compromiso que implica flexibilidad mutua.
Epílogo:
Suena el móvil, interrumpiendo la para mí sagrada costumbre de la siesta.
—Bájate a casa que tomamos un café rápido y nos vamos a empacar pitando al Diestro, que en seguida se mete el otanu en Moronegro y se reviene la hierba. Mañana nos meten el agua en lo segado, así que hay que acabar hoy como sea.
Dos centenares de alpacas en las tenadas después, llega la hora de la cena y la conversación sobre lo divino y lo humano,… del retrato comunal.
—¡Pues vaya planazo, dirán algunos!
Quizás sea por estos y otros ratos por los que servidor, aún forastero, va teniendo un sitio especial en su corazón para estos bardines. Lo de la siesta no se lo consiento yo a cualquiera…

[1] Se atribuye al falangista José Antonio Girón la popularización de la consigna que reza: “al amigo, hasta el culo; al enemigo, por culo y al indiferente, la legislación vigente”.
[3] John Berger, Puerca tierra, 1989, Madrid, Alfaguara, pp.18-28.
[4] Cuando pienso en ese cierto rol de hechicero que, de calecho en calecho, me han ido asignando las gentes del lugar no puedo por menos que sonreírme. La pátina de brujería me viene de estar práctico en cosa tan nimia como buscar mojones con ayuda de un GPS. Bien es cierto que para algunos estas habilidades no tienen parangón, ni fiabilidad, a la luz de las enseñanzas del antiguo maestro del lugar, el cual, como es lógico, enseñaba los principios de la agrimensura de acuerdo con el estado del arte de su tiempo. Y cuando me percato del escepticismo que deja entrever la mirada de algún osado que ha tenido la ocurrencia de preguntarme acerca de los principios de los Sistemas de Posicionamiento Global no puedo por menos que recordar la escena de la película El inglés que subió una colina y bajó una montaña en la cual uno de los hermanos Bobo le hace a Reginald, el más joven de los dos cartógrafos ingleses, ocupado en explicar a la gente algunas técnicas topográficas básicas, la pregunta del millón:
—¿Y quien midió la primera colina?


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miércoles, 20 de julio de 2011

De filandones y calechos (ii): ¿Se juega o no se juega?

Cuando entramos en la cocina de los Sastres, la televisión nos regala con un programa de esos infumables en los que se destripan las privacidades más inconfesables de unos invitados bien remunerados. Sí, uno de esos que nadie ve…
— Ardoncino, apaga la tele que nos atrona [1]—dice Nisa con voz de pocos amigos y tono de reproche dirigiéndose a este nuestro santo Job—.
Me siento al lado de Nisa y como no podía ser menos, si no se calla revienta:
— ¿Todavía te duran las alpargatas mi neno? Aún recuerdo esos pies grandes y negros, esos pelos y esos pantalones cortos que gastabas el primer día que te vi sentado en uno de los poyos del corral. ¡Oh madre!, pensé, mira lo que nos trae a casa esta sobrina nuestra… ¿será gitano?
Otra que no se aguanta, Daniela, echa más leña al fuego:
— ¿De verdad Cecilia que le pusiste ese remiendo que trae en los pantalones? Bueno, no dirán nada en el pueblo porque ya le conocen...
Así, mientras la gente se reparte entre el escaño y las sillas, el filandón ya ha comenzado a base de lugares comunes y de retranca, para no variar. Como voy siendo perro viejo en estas lides, saco la artillería pesada de las alusiones a ciertas proezas de la tía Nisa: que si “mí singular predilecta” (encabezamiento empalagoso de una carta de alguno que pretendía cortejar en su día a la tía Nisa); que si “lo que son son lobos” (sentencia de la propia Nisa ante la vista de unos cánidos mientras guardaba la vacas con su sobrino Alfredo), que si “qué significa enguichaperros” (calificativo [2] con el que la regaló Ardoncino en un lance de la brisca),...
La tía Nisa y un servidor ya hace que nos vamos conociendo: se hace la ofendida, se ríe y me hace los reproches de rigor. Yo le respondo siempre preguntándome en voz alta sobre si será o no la susodicha la más perversa del lugar y sobre si habrá manera de que se le pegue algo bueno de la virgencilla que estos días para, con su hornacina, en el corredor. Es como cuando a sus preguntas, a veces algo fuera del ámbito de la discreción, yo le respondo siempre a la gallega inquiriéndola si quiere la respuesta corta o la larga o despachándola con un encogimiento de hombros pretendidamente exagerado (tu barruntar barruntas, canalla, pero no sueltas prenda —me dice siempre).
Como es tiempo de verano, Daniela apremia a Ardoncino a cerrar las contras. De abrir la ventana, ni hablar, que se llena la cocina de paparratsos [3]. Unos se quejan de calor (que lo hace, se lo aseguro) y yo me acuerdo del tío Lao (camiseta, camisa y chaqueta de punto) y de lo que se echa de menos su sonrisa pícara, sus bufidos y sus historias.
— ¿Por dónde anduviste hoy? —me pregunta Ardoncino.
— Fui con Pepe a la Casa Mieres y desde allí no asomamos a Navares y acabamos dando vista, desde un collado y hacia el Oeste, a los alrededores de La Majúa: el Machadín, el Villar, Fispalombo… El pueblo no se veía porque nos lo tapaba La Ladrera. Se veían Robledo y Huergas al fondo. Hemos quedado en bajar otro día, siguiendo las veredas, a dar a Añaz y a Puente Orugo.
Mis explicaciones sobre cómo estaba el pasto y sobre el ganado que vimos sólo parece interesar a Ardoncino y a Alfredo, por lo cual las mujeres hacen un aparte.
— ¿La nenina lo pasa bien? –pregunta Daniela. Se refiere a Elena, nieta, sobrina nieta y sobrina de los presentes. Es la benjamina de la saga, objeto de las atenciones y carantoñas de todos.
Cuando alguien comenta su afición a los animales y a las cuadras, las conversaciones vuelven a refundirse en una sola.
— La nena lo mismo se divierte pisando charcos que tirando piedras al río o intentando en vano hacer sonar un chiflo —dice Bri.
Del chiflo a las gaitas, de las gaitas a los verrones y de los verrones al turuchón [4] que Aladro hacía sonar desde El Oteiro para llamar a la vecera. Cuando, poco versado en estos vocablos típicos de la zona, pregunto por la naturaleza de estos instrumentos, los babianos se ríen de mi ignorancia y yo me mofo de sus palabros. Ardoncino me explica cómo se fabricaban estos rudimentarios instrumentos musicales de factura vegetal (algunos hechos con ramas de un árbol, el verdenace, especie imaginaria y ajena a la clasificación de Linneo producto de la retranca de Ardon).
— Y el tal Aladro, ¿era de fuera? —pregunto.
— Bajó un día, ya de noche, por la peñas de La Penilla y llamó en casa de mi tío Emilio. La tía le hizo una cazuela de sopas con sebo y pan que traía en la bolsa. Decía mi tío que nunca vio comer a nadie con tanta ansia —dice Nisa.
— Pero, ¿era de por aquí?
— Quien sabe mi neno. Dicen que si había andado de pastor en San Félix, pero vete tú a saber de dónde venía. Aquí paró como pastor de la vecera, durmiendo y comiendo en cada casa el número de días que tocara según los animales que se echaban al rebaño. Cuando paraba aquí en casa dormía en la cocina y eran de terrecer [5] las ventosidades que traía el hombre consigo de amanecida.
Definitivamente, la conversación se mueve en el tiempo y entra en el ámbito de los sucedidos de antaño. Aladro es uno de esos personajes ocupados en oficios típicos de un mundo rural ya desaparecido. Eran gentes de fuera, criados, pastores, teitadores [6], etcétera, que formaban parte un tiempo más o menos dilatado de la cotidianeidad del lugar para luego desaparecer. En muchos casos, nadie recuerda ya de dónde vinieron ni adónde marcharon. Como ya he anotado en alguna ocasión, Lao me hizo ver, en una de sus sorprendentes reflexiones [7], lo poco bien que se trataba a aquellas gentes. Yo todavía conocí a un personaje de este tipo, al que llamaban El Gafas o El Vidrios, que, hace unos años, dormía en la escuela y se empleaba allí donde hubiera un jornal.
— En cierta ocasión —cuenta Ardoncino— los mozos le hicieron creer que un carnicero tenía la intención de montar una fábrica de embutidos al pie de la Cascada del Canalón. En esa fábrica, le decían, entrarán los cerdos vivos por un lado y saldrán los chorizos por el otro. Si los chorizos no están al gusto no hay problema, se invierte el sentido de las máquinas y vuelven a salir los cerdos.
— Era más bien corto, el pobre —responde Alfredo a mi pregunta sobre su inteligencia.
— ¿Nunca oíste decir a la gente de La Majúa “estás como Aladro”? Pues ya puedes imaginarte de dónde venía el dicho —apostilla Bri.
— En cierta ocasión en que se lamentaba de su soledad y se dejó decir que le gustaría cortejar a alguna moza del lugar —cuenta Alfredo— Castro le explicó que era costumbre andar calle arriba calle abajo con un campanillo al cuello. Dos días anduve yo con el campanillo este entre Cospedal y La Majúa, le dijo el susodicho señalándole un campanillo todo entiznado colgado de un clavo en la fragua. Ya te puedes imaginar la burla que harían de Aladro rondando con el campanillo…
— Mucho le hicieron sufrir al pobre con las historias de los calibanes [8] —comenta Nisa—. Lo mismo lo acorralaban y amedrentaban de noche a cuento de los calibanes que lo engañaban con historias de tesoros.
Mientras reflexiono sobre la crueldad de la que en el pasado fueron objeto fatos, tartamudos, sordomudos y demás gentes a las que hoy consideraríamos con respecto discapacitados, la conversación abandona la desdichada historia de Manuel Aladro para volverse al presente.
— ¿Y tú que hacías en el huerto de María la de Constante? —interroga Daniela a Bri.
Pueblo largo donde los haya, un cuarto de legua de puente a puente, en La Majúa las noticias y los chismes viajan más rápido que las personas y aún los vehículos a motor. Es así que Bri se ve obligada a contar a Daniela, que no ha salido en todo el día de La Gallina, que andaba arrancando unos hierbajos que le salen a las junturas del puente.
— ¡Estás loca, mi nena! No te imaginas las culebras que crían en ese huerto —se escandaliza entre grandes aspavientos Daniela—. Dice María que le aborrece sembrarlo porque es de terrecer las culebras que salen al desbrozarlo.
— Ándate con ojo que mira lo que le pasó el otro día a ese de Huergas al que segando le picó una culebra —interviene Nisa—. Para morirse está el pobre, que lo han tenido que operar de la cabeza.
— Dicen algunos que además hipnotizan a la gente —digo yo en tono burlón.
— Pues contaba mi padre, y mi padre no mentía, que en cierta ocasión vio a una culebra quedarse mirando a un pájaro que volaba en círculos hasta que el pajarillo se bajo al suelo y ¡zas! se lo zampó. Que sepas que en cierta ocasión —continua Nisa— estaba yo guardando en Feisgayoso y acerté a sentarme justo al lado de un montón de culebras, cientos habría, todas enroscadas, que dicen que se enroscan para darse calor. Veces había que a Bri, que era una nenina, no nos atrevíamos a bajarla del carro en Veiga las Cuevas cuando íbamos a la hierba, que aquello estaba infestao [9] de culebras.
Culebras haberlas hailas en estos parajes, la verdad. Otra cosa es que la cosa se mitifique un tanto. A veces hay que porfiar con algún apunte algo más objetivo, pero tampoco conviene pasarse. En cualquier caso, vete tú a dejar por mentiroso al paisano que en ca Rubén jura y perjura que vio a un helicóptero tirar sacos repletos de ratos [10] y culebras para dar de comer a las águilas…
Definitivamente, cuando la cosa va de reptiles y roedores, Nisa se adueña de la conversación.
— Es como cuando este modorro (otra vez a faltar a nuestro santo Job) dejó un costal de farina abierto y cuando metí la lata para cebar se me subió un rato por la manga. Me creo que los gritos se oyeran en el Barrio de Arriba.
El revoltijo de brazos con que Nisa ilustra el viaje del rato por las entretelas (menos mal, dice, que gastaba la bata aquella con cinto y no se pasó para abajo) me recuerda un poco a las maniobras del baile chano [11]. Tras alguna historia mil veces contada sobre lagartijas y mozos revoltosos en Las Cuartas, la conversación languidece.
— ¿Se juega o no se juega? —interviene Cecilia, mi suegra favorita, a la sazón jugadora empedernida de cartas.
— Servidor se marcha –digo, poco interesado en el asunto de la brisca.
— ¿Pero dónde vas, mi neno? –pregunta Nisa. Juega una partida.
— Jugaría con gusto si no fuera la brisca el juego más aburrido que conozco. Que si un pequeno [12], que si brisca, que si echa tantos,… ¡vaya diversión! Todavía los que llevan el juego algo hacen, pero el resto…
— ¡Chacho! Estás loco mi neno. Anda, da la luz no vayas a caer por la escalera, me dice, como si fuera nuevo en la casa.
Les dejó en torno a la mesa jugándose la honra. Cuando acaben, alguna pasta u otra vianda aderezada quizás con algún chisme sobre lo desenfigurao que está tal o cual vecino (por haber enflacao o engordao, por estar arrugao de la cara…) pondrán fin a la velada.

[1] Ensordece.
[2] Persona que azuza a dos perros para que peleen entre sí. En sentido amplio, persona que malmete.
[3] Polillas.
[4] El turuchón de Aladro parece ser que era una concha.
[5] Eran de temer
[6] Techadores, generalmente gallegos, al igual que lo canteros.
[7] Dice John Berger (en el libro ya citado en la primera parte de esta entrada) que “…, los comentarios, que se añaden a la historia, pretenden ser una respuesta personal de quien los hace, a la luz de este suceso concreto, al enigma de la existencia” En algunos casos, los comentarios van implícitos en la historia y son expresados de manera más o menos inconsciente; en otros, tienen una formulación más reflexiva y lúcida. Tal era el caso de Lao, en quien algunas muletillas (“será verdad, hombre, será verdad”), no eran un dar la razón como a los burros, sino un reconocimiento de su apertura a otras opiniones y posibilidades.
[8] Deduzco que la burla de los calibanes (quizás deformación de caníbales) era similar a la de los gamusinos.
[9] Lleno, plagado.
[10] Ratones.
[11] Baile típico de Babia y Laciana.
[12] Pequeño

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De filandones y calechos (i): Más allá de Babia

Vuelvo a casa rumiando sobre el filandón de hoy en casa de los Sastres. Garabateo unas notas apresuradas sobre lo escuchado y me voy a la cama, no sin antes haber releído “Contar y escuchar” y “Filandón”, dos de los capítulos del peculiar Relato de Babia de Luis Mateo Díez [1]. Como de camino a casa he pasado por casa de Manolo y Maribel y no me he resistido, como de costumbre, a acompañar la charla con un par de tazas de café, la cama se convierte de nuevo en solar para unas reflexiones que al día siguiente trato de ordenar con la pluma.
No sabría decir si el filandón es una forma de relación social, un entretenimiento o un evento de mayor significación en el ámbito de las sociedades rurales. Quizás un poco de todo lo dicho. Desde luego, es algo más que una “Reunión nocturna de mujeres para hilar y charlar”, acepción académica que a todas luces parece pecar de simplista. Dice Luis Mateo, en el libro antes citado, que el filandón “…es el momento de contar, de escuchar, de remover la memoria vecinal que, como un viejo arcón, guarda los sucesos, las anécdotas, los cuentos, las leyendas, los romances, las canciones, el patrimonio de las pobres cosas de la vida y de su sabiduría” [2]
La reflexión más lúcida que yo he encontrado sobre el tema es, sin duda, la de John Berger en su obra Puerca tierra, más en concreto en el capítulo titulado “Una explicación” [3]. Lástima que la traductora haya elegido la palabra cotilleo para traducir al español el original referido a “La sutil observación del inventario de los sucesos y encuentros cotidianos, combinada con el conocimiento mutuo e inmemorial,…” La verdad es que desconozco el término inglés utilizado por J. Berger, pero a buen seguro que el autor no valora el retrato comunal del que habla como chisme o cotilleo. Más bien lo universaliza y lo eleva a la categoría de ingrediente fundamental de las sociedades rurales de aquí y de allá.
“…, el retrato que cada pueblo hace de sí mismo no está construido con piedras, sino con palabras, habladas y recordadas: con opiniones, historias, relatos de testigos presenciales, leyendas, comentarios y rumores. Y es un retrato continuo; nunca se deja de trabajar en él”
“Hasta hace relativamente poco tiempo, los únicos materiales de que disponían un pueblo y sus habitantes para definirse a sí mismos eran sus propias palabras habladas. El retrato que el pueblo hacía de sí mismo, aparte de los logros físicos fruto del trabajo de cada uno, era lo único que reflejaba el sentido de su existencia. Sin ese autorretrato —y el cotilleo, que es la materia bruta del mismo— el pueblo se hubiera visto obligado a dudar de su propia existencia. Todas las historias y todos los comentarios que ellas desencadenan, que no hacen sino probar que tales historias han sido presenciadas, contribuyen al retrato y confirman la existencia del pueblo”
Amén.
Desde el punto de vista formal me inclino a considerar el término en sentido amplio; según mi humilde parecer, allá donde hay congregación de vecinos en un cierto ambiente de intimismo vecinal y agregación de discursos hay filandón o calecho [4]. Los hay en las cocinas, en La Pedrona, en ca Rubén [5], con los varones del lugar formando círculo en torno a la conversación, en la casa de La Solana en el reposar colectivo de un frite o en los poyos de casa de Ulpiano, en La Penilla, cuando unos cuantos ociosos coinciden por azar y matan el tiempo charlando bajo la atenta mirada de Áurea, que reposa sus más de cien años en el quicio de la puerta.
El filandón se ha reinventado con el paso de los años, plantándole cara a la abrumadora cultura audiovisual del presente. Sigue habiendo gente que cuenta, aunque cada vez hay menos viejos para transmitir los sucedidos de antaño, y gente que escucha, aunque cada vez hay menos jóvenes que valoren la grandeza de lo que cuentan los viejos. ¿Hasta cuándo? El tiempo lo dirá, pero un servidor no es optimista. Cuando en otoño ca Rubén cierre sus puertas para siempre, los de La Majúa alternarán en San Emiliano, territorio ajeno, y ya no habrá círculo, sino corrillos en los que la memoria vecinal ya no será protagonista. Cuando las calles vayan quedando desiertas también en el estío el azar ya no formará calecho en La Penilla. Cuando nos dejen las gentes de edad provecta a cuyas cocinas acudimos algunos en busca de sentir, como dice Luis Mateo Díez, la “…emoción de la palabra como instrumento narrador” entonces nos abandonaremos a lo escrito, en el mejor de los casos. De hecho, quizás de aquella ya no haya mucho que contar o que agregar al autorretrato continuo en el que nunca se deja de trabajar del que habla John Berger.
Last but not least,  no me atrevo a aventurar si este filandón que hoy todavía nos emociona será capaz de reinventarse y hacerse un hueco en el ámbito de las TIC´s. Aunque personalmente estimo que morirá a la par que la estructura social que empezó a desmantelarse a mediados de la pasada centuria con el llamado éxodo rural, quizás migrará de las cocinas a las redes sociales. ¿De calecho en Twiter? Sonar suena raro, la verdad…

[1] Luis Mateo Díez, Relato de Babia, 1991, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, p. 135
[2] Lástima que, en mi humilde parecer, el filandón que ¿transcribe? L.M. Díez parezca ser un metafilandón o un filandón erudito imposible de vivir en cocina babiana alguna y que, por lo demás, pone en solfa las palabras despectivas del autor de la introducción para con el costumbrismo de Gil y Carrasco. 
[3] John Berger, Puerca tierra, 1989, Madrid, Alfaguara, pp.18-28.
[4] Aunque a menudo se considera que calecho y filandón son una misma cosa, al menos en La Majúa se dice filandón de la reunión que se produce después de la cena y calecho del resto de ocasiones en que varias personas se reúnen con finalidad similar.
[5] ca: casa (dicen aquí ca Rubén, ca Piti o ca Delia); generalmente se aplica a bares, comercios, etcétera.