jueves, 15 de septiembre de 2011

Ensanchando pacederos (ii): reflexiones en torno a a la memoria

Hace años, me llamaba la atención lo que yo consideraba una especie de bipolaridad de la memoria de las gentes del mundo rural. Lo mismo un día les oías hablar con entusiasmo de las décadas de la primera mitad del s. XX que al siguiente te abrumaban con el relato de la acumulación de miserias que presidía la vida de entonces. Con el paso de los años y después de compartir muchas veladas con las gentes del lugar (lo que yo llamo la escuela del calecho) me he ido dando cuenta que no hay nada extraño en esa actitud.
En el caso de los emigrados, nos encontramos con una memoria bastante objetiva: se dan cuenta del diferencial en calidad de vida en que a la postre derivó su abandono del pueblo, pero echan de menos algunas de las características de la sociedad rural de antaño, en especial las referidas a los modos de relación social y al folklore.
No hay que olvidar, tampoco, que en su expresión más normal, la añoranza es propicia a primar el recuerdo de los aspectos positivos de la vida; por otra parte, aún las malas experiencias tienden, por pasadas, a edulcorarse un tanto. Es por eso que el paso de los años permite recordar con una sonrisa lo que en su día fueron sin duda dolorosos bofetones del maestro de turno. Por lo demás, no es raro que estas gentes sientan un cierto orgullo de haber participado de la épica del duro y constante enfrentamiento con el entorno que requirió la tarea de la supervivencia.
En muchos casos, los achaques de la vejez se sobrellevan mejor mediante el recurso al retorno mental a los paisajes de la infancia [1]. Se trata, por lo demás, de un viaje memorístico, aderezado a menudo con una estancia estival en el pueblo, libre de las incomodidades objetivas del retorno real.
Muy distintos son los esquemas mentales que, en torno al pasado, van armando las mentes de los que no emigraron. Muchos de ellos, gentes de edad avanzada que vivieron una sociedad plenamente operativa dentro de los parámetros de lo que hemos dado en llamar la ruralidad tradicional (para la cual se citan como vectores fundamentales la economía de autoabastecimiento y subsistencia, el comunitarismo, etcétera…) se enfrentan, en su vejez, a un panorama peculiar: si bien sus condiciones de vida han mejorado sensiblemente en muchos aspectos, la ruina de demográfica ensombrece sus puntos de vista. Nos vamos acercando a una segunda transición de estos espacios marginales: la primera fue la del éxodo rural; la segunda está siendo ya la del agotamiento poblacional. El panorama optimista que nos describe Jesús García Fernández en su conocida reflexión “Sobre el concepto de desertización y Castilla”[2] se va diluyendo por falta de una mínima base humana que sostenga ese modelo de campo tecnificado, moderno,…
No es extraño que, en tales circunstancias, la nostalgia más radical invada las cocinas. Dicen los entendidos que “…, cuando todo ‘era mejor antes’ tenemos un problema existencial. No existe armonía entre lo vivido y el ahora y el aquí. La nostalgia entonces deviene un refugio contra una realidad agobiante. Una obsesión del regreso”[3]. Siendo probablemente muy cierto lo anterior, no creo que en este caso podamos hablar de la nostalgia como patología, sino más bien como un refugio ante la incertidumbre. La situación es propicia para que, en palabras de Milan Kundera, "El crepúsculo de la desaparición lo baña[e] todo con la magia de la nostalgia". Lo falaz de los argumentos típicos de la nostalgia[4] se justifica, en este caso, por la presión difícilmente soportable del desasosiego que causa un futuro poco halagüeño. El escenario es fácilmente imaginable: un matrimonio de edad provecta, únicos habitantes de un barrio de la localidad, abrumados, cuando no angustiados, por la perspectiva de lo que podríamos denominar el “síndrome del superviviente”: ¿Qué será de aquel que sobreviva al otro?
El pensamiento de Adelaida Vaquero que Luis Mateo Díez recogió en su Relato de Babia[5], es un ejemplo de la mitificación del recuerdo a la que nos hemos referimos:
“Aquí siempre se invernaron. Yo conocí aquí abiertas veinticinco puertas, veinticinco vecinos. Se moría la gente, que es lo que hay que hacer cuando llega la hora, y se la enterraba con todas las cosas necesarias: médico, cura y lo que faltase, no se crea que nos andábamos por las ramas. El que se iba se iba con todas las bendiciones puestas […/…] Total que aquí se invernaba, la gente tan contenta y el que más y el que menos de acuerdo con lo suyo”.
Su calificación del éxodo rural como “manía de zascandiles” y también sus augurios sobre la hipótesis de un retorno forzado a la vida de antaño (“…: subimos a ese chopo hasta la cima y donde agarrarnos hay ¿no? Pero llegando a la cima tenemos que volver pa atrás”) constituye una visión claramente deformada de la realidad, quien sabe si una defensa ante la idea de una vida perdida en el mantenimiento de un mundo que desaparece sin remedio.
Last but not least, la diferencia de criterio o de percepción en la consideración del pasado entre emigrantes y resistentes no es más que otra manifestación de la quiebra de estas sociedades rurales de la que ya nos hemos ocupado en anteriores entradas. La toma de decisión tomada en su día sobre la conveniencia o necesidad de emigrar ha derivado en trayectorias vitales dispares y, a la postre, en incomprensión entre ambos colectivos y en diferencias de criterio que se manifiestan en todos los ámbitos de la vida, hasta en la memoria…
Sobre esta herida abierta bajo la línea de flotación de lo que va quedando de las sociedades rurales, generacional casi siempre, ha escrito con maestría Julio Llamazares en su libro La Lluvia Amarilla, quizás una de las expresiones literarias más sublime y triste del devenir de estas sociedades rurales de la montaña española[6].
“El ya sabía lo que yo pensaba. Se lo había dicho claramente el primer día. Si se marchaba de Ainielle, si nos abandonaba y abandonaba a su destino la casa que su abuelo había levantado con tantos sacrificios, nunca más volvería a entrar en ella, nunca más volvería a ser mirado como un hijo”[7]

[1]“A menudo esa paz [la paz interior] también se encuentra en el regreso a los contextos que nos construyeron durante la infancia y la adolescencia. En ese sentido, los pueblos, sus gentes, sus calles, sus entornos, configuran una trama de paisajes, olores, fotogramas y secuencias de nuestras andaduras ancladas en nuestro sistema emocional”
http://www.elpais.com/articulo/portada/nos/invade/nostalgia/elpepusoceps/2020110417el20pepspor_7/Tes
[2]. Jesús GARCÍA FERNÁNDEZ (1984): Sobre el concepto de "desertizacion" y Castilla. Leccion inaugural del curso 1984-85 de la Universidad de Valladolid. Valladolid, Universidad de Valladolid.
[4] “Por supuesto, es una falacia, una interesada comparación, porque ni aquellos días fueron tan increíbles, ni los de ahora son tan grises”
http://www.elpais.com/articulo/portada/nos/20invade/nostalgia/elpepusoceps/%202020110417elpepspor_7/Tes
[5] Luis Mateo DÍEZ (1991): Relato de Babia, Madrid, Espasa Calpe (en el capítulo «Adelaida Vaquero, la superviviente»).
[6] Julio LLAMAZARES (1988). La Lluvia Amarilla, Barcelona. Seix Barral.
“Parecía como si un extraño viento hubiese atravesado de repente estas montañas provocando una tormenta en cada corazón y en cada casa. Como si un día, de pronto, las gentes hubieran levantado sus cabezas de la tierra, después de tantos siglos, y hubieran descubierto la miseria en que vivían y la posibilidad de remediarla en otra parte.” (p. 77).
[7] Julio LLAMAZARES (1988). La Lluvia Amarilla, Barcelona. Seix Barral, p. 52

http://babieca.unileon.es/babieca.html

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