domingo, 22 de julio de 2018

Manuel Rodríguez, el magisterio y la memoria de Babia

Siempre he pensado que, tanto para escribir un panegírico como para componer una diatriba, es conveniente dejar pasar un tiempo prudencial para que la memoria de las personas o los hechos objeto atención se despoje de los defectos de apreciación a los que conduce el juicio apresurado. Por otra parte, también pienso que el tiempo, en demasía, también juega en contra del equilibrio del elogio o la censura, imposibilitando la viveza del relato que posibilita una cierta inmediatez a lo contado.
En este caso, han pasado unas semanas desde que aquel pájaro de mal agüero —el mismo que en otras ocasiones es alegoría de la esperanza para el habitante rural en problemas— hizo sospechar a los bardines que algo no iba bien… Al menos en mi caso, tiempo suficiente para olvidarme del mal invierno que sumió a Manuel en tardes postrado en el escaño rumiando malos augurios para el porvenir. Tiempo suficiente también para renunciar al peligroso ejercicio de hacer evocación de los presentimientos propios, consideración de los ajenos —ya se sabe que, a toro pasado, tomos somos Manolete— y cábalas acerca de los de aquel que nos dejó. Y tiempo suficiente, por último, para, desde el espacio de confort que templa el enojo de la pérdida, evita el olvido y focaliza el recuerdo en lo esencial, componer unos párrafos en recuerdo de un gran amigo, algo familia política y mucha familia en el sentir y, sobre todo, un maestro, uno de mis mentores en mi atrevida intención de empatizar con Babia y lo babiano.
Amante de lo rural como vivencia y conocimiento, con el tiempo me he dado cuenta de que el magisterio está en los lugares y circunstancias más insospechados: en la charla causal con un pastor de merinas en El Queixeiro, en la participación en las labores comunales —como la refacción de los cierres de los puertos— en el frite que recompensa tales tareas en La Solana y en la tertulia de estómagos ahítos que sigue al festín, etcétera. Y en filandones y calechos
Todavía a finales de la primavera, charlando en la cocina sobre el interminable deshielo y la exuberancia de ríos y arroyos y asomados a esa ventana norteña que nos deja ver, desde el halago del calor de la bilbaína, si Moronegro esta nidio o desnevio, me hizo partícipe Manuel de una última pincelada de sabiduría popular:
Cuando la peña en La Gualta mana, es que ya ha llovido bastante y el terreno ya no lleva más agua.
Consciente de que, a pesar de mis esfuerzos por saberlo todo del país bardín, me falta conocer mucho de los entresijos de la relación secular de los naturales con su entorno, me voy quedando huérfano de magisterio.
En las interminables conversaciones de aquella cocina también aprendí mucho sobre la relación —en la toponimia y en el habla diaria— entre el patsuezu y el español: aprecié en la práctica fenómenos como la diglosia de las bombillas que se hunden o la ultracorrección del Morronegro por Moronegro.
También tuve oportunidad de darme cuenta de que Manuel es buen ejemplo de la última generación de babianos que participó de dos modos de vida ya extintos: el de sus padres y abuelos —secular y finiquitado a mediados del siglo XX— y el de su propia generación, que reinventó su relación con el territorio —con mecanización, producción láctea, genciana o trabajos ajenos al sector primario— para no rendirse al éxodo rural. En la actualidad, formaba parte —en su caso junto a Maribel— de la sufrida y reducida clase de los supervivientes, guardianes heroicos de la Babia invernal dejada de la mano de Dios…
Mi hermano era muy miedoso. De guajes, guardábamos la vecera de las novillas en la Cuesta Lao. Subíamos de tarde en la burra para hacernos cargo del ganado en La Chamuerga. Tras el recuento, cenábamos de la fardela que nos mandaba madre y, a la hora de dormir, trabábamos la puerta, que no tenía cierre, con unas piedras. A menudo los vientos de la noche abrían la puerta, lo que sobresaltaba a mi hermano, que se acurrucaba, asustado, contra mí.
—¿Pero tu cuantos años tenías de aquella?
Pues nueve…
Rápidamente hecho la cuenta y resulta que Miro tenía, de aquella, ¡siete años! Convendrán conmigo que resulta imposible imaginar en tal circunstancia a un crío de esa edad de nuestros tiempos.
Mientras yo sea alcalde, la casa de La Chamuerga no se cae.
No es de extrañar que Manolo se resistiera a dejar desaparecer uno de los símbolos de la vida que le tocó vivir; lo mismo le ocurría con la báscula, la casa de la limpiadora, las escuelas, la iglesia… Desde su puesto de alcalde se empeñó, con gran esfuerzo personal, con una honradez exquisita en el manejo de los dineros y a menudo sufriendo la crítica ignorante e injusta de los indolentes, en evitar la decadencia de su pueblo. Sólo siento que, a pesar de los esfuerzos de Manuel y de otros babianos de valía, no parece que haya mucho margen para la esperanza...
Last but not least, aunque era un buen hombre, tenía sus defectillos. Entre los más irritantes estaba esa manía tan suya, tan de bardín, de creer que su pueblo, La Majúa,  era un algo singular —un universo privilegiado y sin parangón posible— y de afear mi condición de forastero. Mucho nos reímos a cuento de los chascarrillos con los que nos mortificábamos día sí y día también. La burla, la chanza y la ironía eran parte de nuestras refriegas: se mofaba de cuando la tía Nisa se asustó de mi aspecto y mi vestimenta la primera vez que caí por La Majúa —¡Un gitano, la Bri ha traído un gitano!—, hizo escarnio de mí ante todo el pueblo cuando atollé en Veiga Redonda por bajar del vehículo a hacer una foto —después, eso sí, de acudir presto al rescate— y se hartó de reír a mi costa preguntando a mis sobrinos, de aquella párvulos, sobre si habían notado algo raro en el comportamiento de su tío… Como la venganza es un plato que se sirve frío, no hace mucho que enseñé, a todo el que la quiso ver, la foto en la cual le sorprendí, con las manos entrelazadas y cara de seminarista, en actitud de sumisión y reverencia junto a la figura del Obispo —que había acudido a oficiar la misa en la fiesta del pueblo—.
En el fondo sabía bien que no le asistía la razón, que lo mejor con lo que la vida le había premiado era una forastera —a la que sólo Dios sabe cómo convenció para pasar de Gazoy para acá— y la hija que aquella le dio —ergo, de sangre medio gentil y no bardina vieja—.
Hace tiempo que estoy convencido que más allá ha de haber una especie de calecho de los que nos han dejado. Sin duda que se habrá incorporado del escaño, como en los viejos tiempos, para recriminar a mi mujer por haber traído al pueblo a uno con ideas tan disparatadas…
La noche antes de que nos dejara hubo calecho en aquella cocina. Apareció por allí el enojo y la venganza de don Juan cuando le metieron una oveja en la iglesia. Se habló de las mil y una cosas, cercanas y lejanas, que componen la charla espontánea que arma las veladas. Nada que ver con el improbable filandón de Luis Mateo Díez en Relato de Babia.
Como siempre, Manuel cumplió con el ritual de hacerme burla por oler el aguardiente y no catarlo. Antes de irse a la cama templó el estómago con unas sopas de leche. Maribel, Bri y un servidor nos retiramos aquella noche con la satisfacción de que, siquiera por un rato, Manuel había sido nuestro Manuel: ocurrente, siempre guasón, porfiado no pocas veces... Si a mayores de aquello evocamos la figura de un hombre honrado, emotivo y de lágrima fácil cuando tocaba, siempre hospitalario, familiar y amigo de sus amigos, compuesto está el retrato del hombre que quiero recordar.
Manuel Rodríguez Márquez, d.e.p.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Pequeñas historias del país bardín (i): haciendo de la burla arte

No se recordaba otra igual por estos pagos desde que al pobre Aladro los mozos de La Majúa le hicieron creer que un carnicero tenía la intención de montar una fábrica de embutidos al pie de la Cascada del Canalón. En esa fábrica –le decían– entrarán los cerdos vivos por un lado y saldrán los chorizos por el otro. Si los chorizos no están al gusto no hay problema, se invierte el sentido de las máquinas y vuelven a salir los cerdos. Lo de Aladro era ingenuidad y lo demás cuento: entre calibanes y campanillos de cortejar le traía mártir una mocedad falta de divertimentos y también un poco sobrada de crueldad[1].
La verdad es que, en cuanto a simpleza y puerilidad, cerca le anduvo uno que se dice familiar de la nobleza el día en que bajó del monte anunciando que el Pozo Lao se había secado pasando a ser un chaguazo de reducidas dimensiones. Por cierto que, al saber de tal insensatez, que fue merecedora de unas sentidas y celebradas coplas [2], los mayores del lugar hicieron memoria del sucedido en torno a esta charca hace ya décadas: parece ser que los bardines tuvieron la idea de agrandar el desagüe natural de la charca para incrementar el caudal del río y hacer más holgado el riego aguas abajo. Enterados de lo cual parece que protestaron y gallearon, amagando pleito, los vecinos de no se que pueblo vecino según los cuales el agua de la charca avenaba subterráneamente hacia una de sus fuentes; parece ser que la amenaza paralizó sine die la ejecución de tamaña obra de ingeniería. Pero eso es otra historia…
No digas de esta agua no beberé y este cura no es mi padre. Sabias palabras, sin duda. Tras meses de hacer mofa inmisericorde del hermano del noble, resulta que a la postre un conocido mío pasará a hacerle compañía en la lista de los pardillos que han sido víctimas de las mofas de los naturales del país bardín. Ya se sabe: que si te preguntan por la dentadura de arriba de las vacas, que si se lamentan de lo mal que han colocado este año la Peña del Cinto
En su caso se la metieron doblada con lo del gocho.
Enterados unos cuantos desocupados de su intención de avecindarse en la localidad, pronto empezaron a maquinar la manera de celebrar como Dios manda su inclusión en el padrón. Como quiera que aquí forastero es más o menos sinónimo de ingenuo, inocente, candoroso, crédulo, cándido, simple y aun tonto, bobo, memo, zoquete o mentecato, algunos eran partidarios de la chanza de los gamusinos o los calibanes (más local esta última).
— ¡Tais peor que Aladro! —dijo una voz autorizada que invitó a desechar tales burlas por muy nombradas y demasiado simples.
— ¡Orca! ¡La del gocho de las ordenanzas! —apuntó otro que, al ver la aceptación de su idea, comenzó a pergeñar el plan. Razonó que el forastero se interesaba a menudo por las cosas de la tradición, siendo así que, además de algo preguntón, era el único al que parecían agradar las batallitas de los abuelos.
De gancho, alguien de su familia política, que seguro que se la cuela mejor. Me juego lo que sea a que el tío Domingo no le hace ascos a la farsa —dijo alguien.
Dicho y hecho. A la primera oportunidad —una porfía de las habituales sobre si el chorizo está o no pasado de pimiento—, el tío Domingo encauzó el calecho y lo encarriló a dominios propicios para el enredo.
Desde luego que el embutido ya no es sombra de lo que era. Para mí que el problema es que ya no hiela como antes —empezó diciendo Domingo.
Aunque también puede ser —se corrigió a si mismo— cosa de la alimentación. Bien recuerdo cuando, de críos, éramos los encargados de llenar un costal de ortigas[3], corrulluela[4] o garbazas[5] para completar el menú de los gochos: harina de centeno, tercerilla[6], deburas[7], cocimientos de mondas y sobras… Por cierto, que cosa curiosa fue sin duda lo bien que les fue a los cerdos la época de la Guerra...estrecheces para los bardines y opulencia para aquéllos a costa de las sobras de los militares que paraban en los puestos de Feisgayoso y el Alto de La Cerca.
Ciertamente no sería mal menú —añadió alguien— si no fuera porque era como la última comida del condenado…
Hablando de animal tan poco noble pero de tan sabroso aprovechamiento, sobrino, habrás de buscar fecha y matachín para lo del gocho —le dijo el anciano como de pasada a su sobrino político— que los de la casa ya no tenemos edad de andar hincando el cuchillo.
¿Para qué del gocho? —preguntó ingenuo mi amigo sin darse cuenta de que se estaba condenando…
El tío Domingo le explicó solícito que, según las ordenanzas, el concejo proporcionaba al nuevo avecindado “seis celemines de huerto para sembrar hortaliza y un gocho bien cebado para el tiempo de la Inmaculada”. Todo ello con la intención de aliviar los inconvenientes de asentarse y abrir casa nueva y de mostrar buena voluntad al recién llegado.
¿Se acuerdan Ustedes de la escena de la película Recluta con niño, en la que Miguel Cañete (José Luis Ozores) pretendía entregarle un pollo al sargento Palomares (Manolo Morán)? Pues eso…
Pasado el bochorno de lo que vino despuésde ajustar matarife, invitar a parientes y comprar pimiento y tripa, resultó ser que en las ordenanzas de antaño si que se estipulaba que los nuevos avecindados habían de convidar a los naturales con una cántara de vino,… dos según la ordenanza bufa si el susodicho evidenciaba sin sombra de dudas la cualidad de pardillo.
Cara le ha salido a mi conocido la intención de ahorrase algunos cuartos del pago de tributos, tasas y gravámenes de todo tipo, cargas más livianas aquí que en la gran ciudad.
Mira que hay que andar con pies de plomo con estas gentes del país bardín

[2] http://www3.unileon.es/personal/wwgerips/Romance.rar
[3] DRAE: “1. f. Planta herbácea de la familia de las Urticáceas, con tallos prismáticos de seis a ocho decímetros de altura, hojas opuestas, elípticas, agudas, aserradas por el margen y cubiertas de pelos que segregan un líquido urente, flores verdosas en racimos axilares y colgantes, las masculinas en distinto pie que las femeninas, y fruto seco y comprimido. Es muy común en España”.
[4] Debía ser correhuela, Convolvulus arvensis.
[5] Debía ser carbaza, Rumex crispus, planta que en algunos lugares conocen como engordapuercos
[6] DRAE: “Salvado: 1. m. Cáscara del grano de los cereales desmenuzada por la molienda”.
[7] Leche de la que se ha separado la nata. Leche desnatada. Deburar. es “Separar la nata de la leche. Extraer la nata para dejar la debura sola y de ella, sacar la mantequilla. Se puede hacer de dos maneras: dejar reposar la leche en la olla para que se decante la nata en la parte superior, o bien de forma más moderna, mecánica-manual, con unas rudimentarias máquinas centrifugadoras, llamadas desnatadoras”.

martes, 24 de julio de 2012

#ElOsoEnLaChamuerga

Va a resultar que a veces conviene hacer cosas un tanto descabelladas para ir al encuentro del destino. Como por ejemplo, subir a La Solana a comer la merienda una tarde que, aún siendo veraniega, nos regalaba con todo tipo de meteoros más propios de otras estaciones: frío, lluvia, niebla… La disculpa, subir a ver si las yeguas de Manolo paraban en Veiga Redonda o bien, como es su costumbre, habían emigrado a terrenos del vecino pueblo de Torre.
El crepúsculo es buena hora para ver todo tipo de animales que, tras pasar el día encamados entre la vegetación, se desperezan para empezar su particular jornada y satisfacer sus necesidades alimenticias. En nuestro bajar de los puertos, tras dar buena cuenta de la pitanza, y llegando ya a la Cruz de los Caminos, Manolo nos alerta de algo que se mueve en el piornal.
— ¡Pedazo de jabalí!
Pues va a ser que no; el bicho se yergue y nos mira fugazmente para dejarse caer de nuevo sobre sus cuartos delanteros y perderse en las profundidades del piornal.
— ¡Los cojones jabalí! ¡Es un oso!
Al día siguiente, esos escasos segundos en los que tuvimos el raro privilegio de ver al oso se convierten rápidamente en el trending topic de este comienzo de verano en el país bardín. No en vano son muchos los paisanos que, ya octogenarios y fartos de monte y de veceras, nunca tuvieron ocasión de ver al oso.
Se rememoran viejas anécdotas. Al día siguiente, Paulino me cuenta como en cierta ocasión en que guardaba las magüetas en la Cuesta Lao, un par de ellas se le metieron en el abedular.
Entré a buscarlas y me encontré de bruces con una osa acompañada de dos oseznos. ¡No me alcanzaba el perro!
No le entiendo muy bien en lo del perro, hasta que me aclara la cosa.
Vamos, que si la osa alcanza a alguien, que no fue el caso de que le diera por perseguirnos, hubiera sido al perro o a las magüetas, que lo que es a mí…
Ardoncino, por su parte, insiste en preguntarme por el hocico del bicho. Afirman algunos naturales que hay un grupo de osos de focico alargado que son formigueros. Me hago el loco por no entrar en polémicas. Para mí pienso, eso sí, en esa peculiar mitología local armada en torno a algunas cuestiones faunísticas, en especial en lo referido a las serpientes, bien sea las que hipnotizan pájaros, las que ruedan por las laderas hermanadas formando grandes bolas o las que arrojan los ecologistas desde helicópteros para servir de alimento a las aves rapaces.
Va a ser que conviene no mofarse de estos saberes populares por cuanto que muchos de ellos guardan una relación, más o menos laxa, más o menos alejada, con verdades reconocidas como tales en el ámbito de las ciencias. Vamos, que gentes más doctas que un servidor en lo relacionado con el Ursus arctos, enterados de la distinción popular entre dos estirpes de osos, hormigueros y mieleros, no hacen mofa de tales creencias sino más bien motivo de reflexión sobre la evolución de la especie[1].
Se polemiza con pasión sobre si el bicho en cuestión estaría rondando las yeguas de Secundino (esperando ser subidas a los puertos en la cimera de Veiga las Cuevas) o las vacas de Manolo y Maribel, aposentadas en la parte bajera del mismo pago. En general la gente piensa en el oso como más amigo de arándanos y otros frutos silvestres, de carroñas y, eso sí, de destrozar truébanos. La escasa fijación del oso con los ganados parece ser consecuencia de la persecución secular, por parte de los naturales, de los ejemplares más carnívoros y agresivos; el predominio de la estirpe vegetariana y esquiva es a su vez la causa de que la gente tenga a este plantígrado en mejor consideración que al vilipendiado lobo [2].
El hecho de que el osu, tímido, huidizo y precavido en su relación con los humanos, se deje ver por estos pagos del país bardín evidencia el aumento de los parajes, cada vez más cercanos al pueblo, “…excluidos de la geografía cotidiana de La Majúa”[3]. El oso se pasea por La Chamuerga, el lobo se atreve a merodear por el pueblo, atacando a un potro en el corral de la casa del tío Juan, la zorra… bueno, lo de la raposa es cosa bien distinta, que siempre fue animal osado en el esquilmo de gallineros…
Last but not least, siempre me acaban pudiendo esas reflexiones acerca de lo imposible del tránsito en muchas zonas del país tomadas por una vegetación arbórea y arbustiva cada vez más exuberante. Al cabo de unos días del encuentro con el plantígrado me entra la morriña esa tan mía de que dentro de poco no habrá quien entre en Guzpilera. De otro lado, pienso (con bastante poco juicio) en la posibilidad de encontrar restos de la presencia del plantígrado al que ya he bautizado como Magüeto (aunque pudiera ser hembra, Magüeta, en ese caso) en forma de excrementos o marcas en capudres, guindales o arandaneras. Ya se sabe que el hombre es el único animal tropieza dos veces en la misma piedra…
Dicho y hecho. Subo por lo que queda del camino del Valle hasta Gazoy y de ahí a El Machadín, peleándome ya de inicio con el robledal que se empeña en frenar mi ascenso. En bajando al Llano de la Pulga, encasquillo, como todos los años, en el brezal y a punto estoy de hacer noche en Guzpilera. En las turberas del mencionado llano me encuentro a las xatas de los asturianos, me reviento los tobillos caminando por este terreno almohadillado y traidor y al final llegó a El Carril aprovechando las veredas del ganado.
Cuando me preguntan por el periplo voy y lo casco. Ya se sabe, carne de mofa y filandón…

[1] Anthony P. CLEVENGER y Francisco J. PURROY (2007): El oso pardo. Un gigante amenazado. León, EDILESA, pp. 34-35
[2] El oso pardo…, ob. cit, pp. 34-35.

jueves, 19 de julio de 2012

Le tocó a La Cervienza

La Pedrona es casi siempre parada obligada para las gentes de edad tras su paseo matutino o vespertino. Es el sitio en el que con más probabilidad puede uno encontrarse a algún prójimo que, no estando apurado por faena alguna que no sea la de controlar la llegada del panadero mientras contribuye al sostenimiento del muro de Rolenda, esté deseoso de pegar la hebra un rato. La conversación suele iniciarse, siempre que no haya de por medio algún deceso u otra circunstancia que se salga de la rutina diaria, esto es, las más de las veces, con algún decir tópico sobre el tiempo y los meteoros más destacados de la semana y sobre el clima de antaño si alguno de aquéllos da pie, circunstancia ésta nada inusual por lo demás.
Siempre hubo tardes estivales con la touca puesta en la cima de Moronegro, o lo que es lo mismo, con el otano echando el frío valle abajo, pero antes los veranos eran veranos y de San Juan adelante calentaba y se podía meter la yerba con ligereza. De un tiempo a esta parte, o le da por llover a destiempo o se ponen días fríos que revienen la yerba para desesperación de los pocos que todavía se ocupan en llenar de alpacas las tenadas.
Cuando las gentes de edad provecta se adentran en el territorio de la nostalgia la conversación se mueve con agilidad por el argumentario variado del ¡qué tiempos aquellos!. Tanto si el paseante tomó el camino de Las Ventanas como si se decantó por el más descansado de las Las Chombas se hablará sin duda acerca del Rebordillo y de la progresiva expansión de un robledal que los viejos del lugar conocieron apretado contra la Peña del Águila en los tiempos en los que aquellas cuestas estaban pobladas de centenos. Lo de que el monte se vaya apropiando de lo que fueron primero sembrados y luego pacederos no lo suelen llevar bien las gentes que en su día se pegaron con los predios con la única ayuda para dar brío al arado de una pareja de vacas.
Sin embargo, algunos bardines ven con buenos ojos que aquéllos pazcones que se van abandonando, malacos por lo demás, vayan siendo poblados por matorrales (yo por mi parte me cagüen las árgumas, aunque también sean Naturaleza, porque su presencia casa mal con mi inveterada costumbre de calzar sandalias y no cubrir las zancas con zajones o similares en mis andanzas por estos montes)[1] y robles[2]. Si sólo lo piensan no hay problema, pero cuando lo dicen, pues se monta el lío.
— Tu dirás lo que quieras, pero da gusto ver la Devesa (se refiere al Villar, lugar al que señala con la cayada) cada vez más cerrada de roble.
— Pues mírala bien que igual de otoñada le pego fuego.
Orca ¡No me jodas! No se que te molesta a ti.
— Pues que no hay quien ande por el monte.
— ¿Pero tu a que vas al monte?...
(La respuesta, tratándose de un prójimo octogenario y que se sepa nada aficionado al senderismo, es evidente y va expresada con la sutileza en el verbo que sólo años de práctica tenaz proporcionan …)
— ¡Tas peor que Aladro! ¡No te jode con el veraneante! ¡Pues a quemar!
Hasta hace no mucho este tipo de conversaciones me provocaban hilaridad cuando pensaba en la peculiar idiosincrasia de algunas de estas gentes. Ahora ya no.
Cuando algún lugareño le pegó fuego al Cuguchón se abrió la veda. Primero estuvieron a punto de liarla y meter el fuego en El Machadín y aún en terrenos del vecino pueblo de Cospedal. Al año siguiente el fuego se movió durante un par de días desde La Machadina hasta las Corras del Cinto, asolando a su paso Los Reirones y Zarameo. De otro golpe a punto estuvo de arder la Devesa del Villar.
Por fin, esta última primavera algún prójimo se entretuvo en pegarle fuego a La Cervienza; lo hizo con saña, chiscando a la altura del río (en las proximidades del paso del río donde en su día estuvo el Pontón de las Piniechas) y por encima del camino: además de los abedules, robles y acebos de La Cervienza se quemó el piornal de La Solana.
Quien fuera se ha cargado de un plumazo una de las joyas botánicas de La Majúa[3], echando por tierra los esfuerzos seculares del común por preservar las pequeñas pero significativas extensiones arboladas[4]. Supongo que el día que le peguen fuego a la Devesa del Machadín se habrán acabado mis días en La Majúa. No me veo yo sentado en el muro del Prao Mateo contemplado un panorama similar al que hoy ofrece La Cervienza
Last but not least, y como quiera que conviene siempre hacer de la necesidad virtud, aproveché el desastre ambiental para acercarme a la Solana Vieja. Era uno de los pocos lugares del país bardín que todavía no había visitado; lo había curioseado con los prismáticos desde Arrajaos, desde Amarillos, desde Veiga la Sierra… Pese a estar a muy poca distancia del camino me daba pereza pelearme con el piornal para llegarme hasta el llano. El pirómano me lo puso en bandeja.
La llanada, protegida al oriente por una impresionante mole de piedra, constituye un paisaje singular del que casi han desaparecido los restos de su rol ganadero en los ya casi finiquitados tiempos de la trashumancia: apenas unas piedras de la horma de un chozo y otras pocas del encerradero de ganado. Ni siquiera los nonagenarios del pueblo conocieron la Solana Vieja haciendo las funciones de majada del puerto homónimo[5].
Lástima que la recreación mental en blanco y negro de los tiempos[6] en que el poderoso convento de El Paular pagaba al común de La Majúa 820 reales de vellón para apacentar sus merinas en las 40 fanegas de este puerto, sea hoy inviable por mor de la corrupción paisajística que, hacia poniente, ensucia los verdes del pasto y los amarillos del matorral en flor con un primer plano grisáceo y triste de las cuestas calcinadas envolviendo al gris verdoso de las cheras
A mayor abundamiento, veo desde el llano el otro abedular, el de la Cuesta Lao, y me entra una desazón y un tembleque de calandracas… que ríete tu de las ensoñaciones pastoriles… Vamos, que lo que no puede ser no puede ser y además es imposible…

[1] “Matorrales (aulagares) calcícolas espinosos, dominados por Genista hispanica subsp. occidentalis con pastizales vivaces basófilos crioturbados […/…] Este tipo de vegetación mixto, aulagar-pastizal, es bastante corriente y puede aumentar aún más si el abandono de las prácticas ganaderas, mediante pastoreo con ganado ovino y caprino, continúan. Eso favorecerá la invasión de los pastizales por parte de la Genista occidentalis y otras especies arbustivas del aulagar, lo que perjudicará sobre todo a los pastizales psicroxerófilos, que verán su área reducida paulatinamente” Emilio PUENTE et al. (2005): Memoria. Espacio Natural del Valle de San Emiliano. Cartografía Detallada de Hábitats del Anexo I de la directiva 92/43/CEE a Escala 1:10.000 en Diversos Espacios Incluidos en la Red Natura 2000, Valladolid, Universidad de Salamanca - Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Castilla y León, pp. 198-99.
[2] “Bosques caducifolios (melojares) acidófilos con matorrales (piornales) silicícolas, supramediterráneos y supratemplados de suelos profundos […/…] Los melojares o rebollares de Quercus pyrenaica, son uno de los bosques que más extensión territorial potencial tendrían en la zona, en suelos profundos ácidos del horizonte supratemplado inferior submediterráneo, húmedo e hiperhúmedo. La utilización tradicional del territorio para pastos y la tala de estos robles para utilizarlos como combustible, han diezmado sus áreas y hacen que, en muy pocos casos, estos bosques hayan adquirido gran desarrollo. Lo normal es encontrar bosquetes de melojos de baja talla y grosor. Los cambios recientes (calefacción de gasoil) han llevado a que las talas hayan disminuido mucho. Si a esto unimos el abandono de la ganadería y por tanto una menor presión ganadera, encontramos la explicación para los muchos casos encontrados de áreas en las que está rebrotando el melojo. Esto augura buenas perspectivas para su recuperación” (Memoria…, ob. cit., pp. 269-270).
[3] “Bosques caducifolios (abedulares) silicícolas orocantábricos del Betulion fontqueri-celtibericae (Luzulo henriquesii- Betuletum celtibericae) […/…] De no existir talas abusivas y dado que la presión ganadera parece estar disminuyendo, deberían ir a más y no existirían grandes problemas para su conservación” (Memoria…, ob. cit., p. 282).
[4] En el Catastro de Ensenada (1752) tenemos ya noticia de la escasez de árboles del término. Se menciona en la documentación un gasto del común de “…veintte y quattro reales de la leña que compran a los lugares ymmediattos” (Respuestas Generales), más detalladamente, “Ytem paga estte comun a los lugares de Quiros y Teberga veintte y quattro reales por corte de madera para la refaccion de las casas que sacan de los monttes de sus términos” (Libro 1º seglares).
[5] Por lo que voy descubriendo, todos los puertos tuvieron en otros tiempos majadas más cimeras que debieron ser abandonadas, antes del nacimiento de los que hoy son los mayores del lugar, en beneficio de localizaciones mas bajeras, no se si por ser más fáciles de abastecer desde las roperías, por comodidad de los pastores, por permitir a éstos socializar algo con los pastores de majadas vecinas o por mejor acomodo y defensa del ganado.
[6] 1752, Catastro de Ensenada.

martes, 7 de febrero de 2012

Algunos recuerdos apresurados

   Esforzándose en ser feliz
Recuerdo bien como, con ocasión de alguna conversación sobre tal o cual conocido empeñado en enterrarse en vida tras enviudar o perder algún ser querido, mamá me decía con aquel desenfado suyo:
—Ya le he dicho a vuestro padre que, si yo falto, que no se le ocurra ni amargarse ni amargarle la vida a nadie.
Pocas veces hablé con papá de su actitud vital tras la muerte de mamá (y la posterior de Pablete). No obstante, siempre he creído saber cuáles eran los principales vectores de la misma. No por cierta infusa, sino más bien por una cierta empatía y, sobre todo, por los contenidos difusos de nuestras largas conversaciones. En algunas de ellas hablamos tanto de mi abuelo Abraham como de uno de sus libros de cabecera, las memorias de Julián Marías. Enfrentados ambos, el abuelo y el filósofo, a una circunstancia similar a la de papá (una viudez prematura tras años de amor y compenetración, de dependencia respecto a una esposa insustituible), afrontaron el resto de su existencia apelando al sentido del decoro (con una mezcla de disciplina y de voluntad de no ser un lastre emocional para los seres queridos) y a la fé. Creo que, a la postre, papá llegó a hacer sabio el consejo de mamá y, desde la serenidad, supo ocupar mucho de su tiempo con circunstancias dichosas. Para los malos ratos quedaban las visitas a la sepultura familiar (¡cuántas conversaciones hubo de tener con mamá y cuántos consejos y alientos hubo de pedirle allí o en cualquier otro lugar!) o la simple meditación. La generosidad de tal actitud es para mí motivo de orgullo y agradecimiento, más aun teniendo en cuenta que con toda seguridad le privó de algún desahogo. Por no molestar, ya se sabe…
   A las puertas del más allá
Cuando pienso en la serenidad con que papá afrontó sus últimos días de vida me viene a la mente un diálogo de las novela Las uvas de la ira, de John Steinbeck, entre Sairy (la Sra. Wilson) y Casy (el predicador). Es tal que así:
—Yo no tengo Dios —dijo él.
—Usted tiene un Dios. Da lo mismo que no sepa usted qué aspecto tiene…
De un parte, siento sana envidia de papá por haber podido afrontar esos momentos con la inestimable ayuda de la solidez de sus creencias religiosas. De la misma manera que nunca olvidaré la postrer y pequeña lágrima con la que mi hermano Pablo nos hizo ver, en sus últimos momentos, su pena por lo que dejaba tras de sí, tampoco se perderá en mi memoria la expresión de íntima satisfacción y sosiego que creí apreciar en el rostro de mi padre, por encima de los signos de deterioro físico, en el momento de recibir la extremaunción.
De otra, y aunque probablemente mi Dios sea, en cuanto difuso, más parecido al de Casy que al de papá, me siento profundamente agradecido, tanto a él como a mamá, por haber contribuido decisivamente a crear ese sólido armazón de valores que dan sentido último a mi vida.
   El saber
No siempre el personal médico se da cuenta de que los enfermos son algo más que enfermos y de que no son una masa homogénea. Creo que esto les ocurre especialmente con los viejos, a los que, sin duda sin mala intención y casi siempre con gran cariño, a menudo tratan como si fueran un tanto lelos. A uno de estos profesionales poco avispados le dedicó mi padre una de sus últimas ironías. Lástima que, por sutil, seguramente la interfecta no la percibiera como tal. La conversación fue tal que así:
—Isidro, te vamos a poner un enema. ¿Sabes lo que es un enema?
—Si, señorita.
—¿Y un edema?
—Si, señorita. Una acumulación de líquido seroso.
—¿Estudiaste medicina?
—No señorita. Derecho… y el bachillerato.
Nunca he dejado de asombrarme del bagaje cultural de mi padre y, más aún, de su inagotable ansia de saber; siendo un hombre de latines, en su esfuerzo por desenvolverse en el ámbito de lo que venimos conociendo como tecnologías de la información pude apreciar un concepto de la vejez más como circunstancia que como limitación. También en este caso me siento agradecido por una herencia de la que ya hace tiempo disfruto: más que a los estudios —que también— me refiero al haber disfrutado de un ambiente familiar que a la postre me ha proporcionado la dicha de sentir una íntima satisfacción, creo que por casi nada superada, en cada acercamiento, más o menos modesto, a la cosa del saber…

Last but not least, estos recuerdos —que no pretenden componer un panegírico, sino más bien compartir algunos retazos de esos pensamientos desordenados que ocuparon mi mente estas pasadas Navidades— se van uniendo al acervo de los Prieto Sarro, armando poco a poco un territorio para la memoria de nuestra estirpe en el que ya habitan mamá, Pablete y papá. Es una geografía del pasado familiar que habremos de esforzarnos en transmitir a nuestras generaciones venideras. No es ni mejor ni peor que la de los demás… es la nuestra. En lo que a un servidor respecta, doy gracias a mi Dios por sentirme orgulloso de los míos, de los que están y de los que se fueron.
Los Prieto Sarro —y allegados, a los que apabullaremos con nuestro verbo— nos veremos en la próxima sobremesa alborotada y ruidosa, de gentes que se desgañitan y polemizan con pasión, de chanza y mofa de lo propio y lo ajeno y de recuerdos agradecidos de correrías infantiles y juveniles. Como siempre, habrá cariño y pasión en torno a la mesa. Buena mezcla, oiga...

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jueves, 15 de septiembre de 2011

Ensanchando paceros (iii): el mito de la aldea entrañable

Aún cuando puedan resultar interesantes las reflexiones de la entrada anterior, el universo de la memoria es cosa personal o al menos restringida a un conjunto de gentes que, por el motivo que sea (compartir referencias geográficas, pertenecer a un mismo grupo generacional, etcétera) crean una imagen del pasado similar. Podemos razonar acerca de los motivos que subyacen bajo las distintas formas de ver el pasado, pero nada hace pensar que las valoraciones que se siguen de ellas sean necesariamente reflejo objetivo de la realidad.
Procedería pues, analizar desde la distancia esa imagen de locus amoenus de los modos de relación y organización social y económica que, más o menos matizada, dejan entrever muchos de los escritos de aquellos que, desde el ensayo, la novela o aún la Ciencia, se han movido en los ambientes característicos de la ruralidad preindustrial. La tarea desborda claramente tanto el contexto de esta reflexión, el de un humilde blog que no aspira a superar la levedad en la escala del pensamiento, como las capacidades de un servidor. Apenas puedo yo aportar algunas opiniones que, sin ser del todo apriorísticas ni desinformadas, no están mínimamente estructuradas como para ser consideradas algo más que conversaciones de cocina. La principal de ellas es que en la literatura sobre el tema hay una corriente, no se si mayoritaria pero desde luego bien nutrida de investigadores de múltiples disciplinas, un tanto contaminada del misticismo de Adelaida Vaquero y armada a base de lugares comunes cuya expresión no resistiría los peros de un mediocre abogado del diablo. Se me antoja este un espacio de reflexión un tanto mediatizado por posiciones ideológicas irrenunciables que tienen que ver con la insatisfacción ante las contradicciones del mundo actual[1]. En cualquier caso, la amplitud y profundidad del debate sugieren dejar el tema, al menos de momento, para mentes más sesudas.
Habrá que conformarse, pues, con un acercamiento más ligero y desenfadado a algunos de los rasgos que, de manera más o menos consciente, arman la imagen buenista que, a la postre y vía marketing, ha llegado a calar en gran parte de nuestra sociedad: bonhomía, solidaridad, igualdad y sostenibilidad son algunos de los más manidos y señalados en la creación del mito de la aldea entrañable.
No está entre nosotros el abuelo Severino para hablarle de bonhomía ni preguntarle de sus peripecias cuando anduvo ocupado en tareas de guarda del común (la primera de ellas, conseguir el imprescindible certificado de “feligrés de bien” que el cura del lugar le negaba por su escaso apego a las cosas de la Iglesia). No obstante, su hijo Ardoncino, que heredó la profesión para poder contribuir así a las menguadas arcas de la economía familiar, podría escribir un tratado de picaresca acerca de las mil maneras de ensanchar un pacedero a costa de los predios del vecino. O acerca de las trifulcas en que a menudo derivaba la lectura de las prindadas (multas) en el concejo de fin de mes. En ocasiones, las cosas llegaban a mayores: algo sentí contar alguna vez acerca de el tiro en la pierna con que se resolvió una disputa por el riego en Juandín. Eso de atribuir “Afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento” (RAE, “Bonhomía”) a pueblos y comarcas era cosa del costumbrismo, por otro lado magistral, de Víctor de la Serna y otros escritores del género. Una década lleva un servidor socializando en estos pagos y ya conoce de sobra a los malos de antes y a los malos de ahora, quizás por la falta de teatralidad que imponen las estrecheces físicas y sociales[2]. En ambos casos, pasado y presente, hay malos y maldades que no son cosa de risa precisamente…
La confusión de conceptos es otro de los males que enmaraña los debates sobre estas cuestiones. Nada tiene que ver la “Adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros” (RAE, “Solidaridad”) con la implementación de un sistema de gestión comunal[3]. Algunos autores han reaccionado a la formulación del que se ha venido en llamar “mito del individuo egoísta”[4] con la implantación de otro estereotipo, el del rural altruista. En un punto medio, lugar en el que a menudo se encuentra la verdad, está la idea de que los sistemas de gestión comunal son una estrategia adaptativa que ha de estar siempre respaldada desde los ámbitos institucional y normativo[5] El hecho de que nos parezca más apropiado hablar de cooperación necesaria más que de solidaridad espontánea no quita para dejar constancia de la existencia de ciertas actitudes realmente solidarias (en la correcta acepción del término), en especial en situación de adversidad manifiesta para algún convecino. Tampoco hay que descartar la posibilidad de que que la estrechez de las comunidades rurales acreciente la sensación de interdependencia y la asunción del principio de “hoy por ti, mañana por mí”.
Hace ya algunas décadas que en la aldea hubo un serio conflicto social que recibió en su día el nombre de “los cuernos de La Majúa”. Se dividieron las gentes del lugar en nata y debura[6], entre los de casa grande y los de capital y posibles menguados. La cosa derivó incluso en enfrentamientos físicos, hasta tal punto de que a alguno pudieron haberle partido el cráneo con el astil de un manal[7]. Aquellas familias pudientes de entonces, muchas venidas a menos con el discurrir del tiempo, no mandaban a niños apenas comulgados a guardar veceras en turno ajeno. Sus miembros no segaban prado ajeno, ni se empleaban en sacar piedra de las canteras, daban estudios a la prole (si había predisposición o amplitud de miras, virtudes que no siempre acompañaban a los posibles),… Aparte de los ricos y los pobres, estaban, como ya hemos apuntado en otras ocasiones, los criados. El acceso a los recursos del común no suponía igualdad, ya que coexistía con una participación de la propiedad privada muy diferenciada. Hubo familias para las cuales la emigración de una parte de sus miembros fue un recurso más habitual o más temprano[8].
Por último, el tema de la sostenibilidad es otro de los más afectados por el recurso a lugares comunes. La presencia recurrente de algunos apriorismos sobre la relación de la ruralidad tradicional con el medio ambiente, contraponiendo la gestión comunal a la individual o estatal[9] ha generado a la postre uno de los más importantes conceptos comunitarios (de la UE) de ordenación territorial, el del “agricultor jardinero”[10]: respecto al mismo, siempre duda uno acerca de la conveniencia de calificarlo como falacia o bien como engaño. Para el presente, mis experiencias al respecto son de lo más desalentadoras, aún cuando siempre me sienta tentado a justificar determinadas actitudes por la tantas veces comentada relación desigual ciudad-campo. Por otra parte, ciertas actitudes de los gestores públicos se empeñan en dar argumentos a los de los apriorismos[11].
Last but not least, cuando releo estas últimas entradas, así como algunas otras referidas a la idiosincrasia de esta aldea que me acoge en tiempos de asueto (muchas de ellas extrapolables a la generalidad del mundo rural) me doy cuenta de que algún lector podría percibir un cierto tono de desencanto. Tal percepción no se corresponde con mis sentimientos; simplemente se trata de un cierto aire desmitificador producto de la convivencia, de la escuela del calecho y de la reflexión. Se trata de apreciar un todo, con sus virtudes y miserias. No se trata de interiorizar la literatura al uso. Es afecto, es pasión y es admiración en algunos casos. A su manera, es un aldea entrañable y para que lo sea no hacen falta quimeras ni leyendas. Para lo legendario, el filandón…

[1] “La utilización de la ideología liberal y capitalista que ilumina los procesos de desarrollo se hace evidente cuando examinamos el debate en torno a los recursos comunes. El énfasis en la necesaria transformación de la propiedad comunal en propiedad privada o estatal coincide con los intereses de tal lógica, pues es la forma de situar todos los recursos bajo la subordinación al poder y al capital. La gestión comunal es mucho menos controlable “desde arriba” pero, sin embargo, puede responder mejor a los intereses de los usuarios y asegurar el uso sostenible de los recursos. […/…,] ni la propiedad privada ni la estatal se muestran como garantes del uso sostenible del medio ambiente, mientras que hay numerosos ejemplos de formas de gestión comunal que sí lo hacen. Además, a menudo los fenómenos privatizadores pueden conducir al incremento de las desigualdades, a la depauperización de los menos favorecidos […/…,] y a la sobreexplotación de los recursos […/…,] sometiendo los recursos a la lógica del modo de producción capitalista” José PASCUAL FERNÁNDEZ (1993): «Introducción», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, p. 9.
[2] “En un pueblo, la diferencia entre lo que se sabe de una persona y lo que se desconoce de ella es mínima. Puede haber un cierto número de secretos bien guardados, pero, en general, apenas existe el engaño: es casi imposible” John BERGER, Puerca tierra, 1989, Madrid, Alfaguara, p. 25.
[3] “Esto no quiere decir que el ser humano sea altruista por naturaleza, así como tampoco egoísta, pues la cooperación puede ser simplemente una estrategia adaptativa en la que se entremezclan comportamientos y actitudes de diverso tipo, y que puede llevar al aumento de las posibilidades de supervivencia y al bienestar de las poblaciones. La racionalidad humana es muy compleja como para encorsetarla en esquemas cerrados de egoísmo o altruismo” José PASCUAL FERNÁNDEZ (1993): «Introducción», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, Federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, p. 9.
[4] El concepto se ha ido forjando a partir de los escritos de Garret HARDIN. («The Tragedy of the Commons», Science, 162, 1968, pp. 1243-1248).
[5] Es lo que Durkheim llama “solidaridad mecánica: “Una sociedad regida por la «solidaridad mecánica» se caracteriza por una total competencia de cada individuo en la mayoría de los trabajos, surgiendo una mínima diferenciación por edad o sexo. La solidaridad mecánica, propia de las sociedades primitivas, es aquella que surge de la conciencia colectiva. En estas sociedades, el derecho instalado es el represivo: el crimen es visto como ofensa a la sociedad en conjunto, al órgano de la conciencia común” http://es.wikipedia.org/wiki/%20Solidaridad_(sociolog%C3%ADa)
[6] Debura: suero que resulta del proceso de desnatado de la leche; normalmente se utilizaba como alimento para los cerdos.
[7] Manal: Apero utilizado para majar (separar el grano de la paja) cereal. Se utilizaba normalmente, en vez del trillo, cuando se quería conservar las plantas enteras para utilizarla en el techado de edificaciones. Se componía de dos astiles unidos en su extremo por una cinta de cuero.
[8] “A nuestro entender, la apropiación comunal se organizó históricamente como una forma eficiente de explotación adaptada al medio y tendente a la regulación del crecimiento demográfico a través de las casas (el elemento fundamental de organización productiva y referencia social), mediante la transferencia a éstas de los mecanismos de exclusión de los efectivos sobrantes. Esta exclusión no se hacía necesaria por unos recursos comunales exiguos, sino más bien por una limitación y una repartición desigual de las tierras de propiedad particular. Por ello, la teórica igualdad comunal se basaba en la absorción, por parte de las casas, de los conflictos inherentes a la diferenciación social” Xavier ROIGÉ VENTURA, Oriol BELTRAN COSTA y Ferran ESTRADA BONELL (1993): «Diversidad ecológica y propiedad comunal. El pueblo como organización política, económica y social en el Val D’Aran (Pirineos)», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, pp. 74-75.
[9] “Dejar el futuro en manos de estos individuos sería mantener las redes de poder que actualmente ahogan los sistemas comunales. No se pueden imponer estos sistemas; ni es posible que existan simplemente adoptando «técnicas verdes», como la agricultura orgánica, energías alternativas o un mejor transporte público, aunque todo esto sea necesario y deseable. Más bien, los sistemas comunales emergen a través de la resistencia cotidiana a los enclosures por parte de la gente corriente, y a través de sus esfuerzos para volver a alcanzar el apoyo mutuo, la responsabilidad y la confianza que mantiene los comunales” (The Ecologist, 1992). Citado en Federico AGUILERA KLINK (1993): «Economía, medio ambiente y espacios comunales», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, pp. 20-21.
[10] Ignacio PRIETO SARRO (2002): «Castilla y León ante la apuesta rural europea», en Revista de Economía y Finanzas de Castilla y León, nº 5, p.181.
[11] Un buen ejemplo es la actitud de la administración en el proceso de concentración parcelaria de La Majúa: repuebla con especies no autóctonas, ignora las indicaciones de los estudios de impacto ambiental sobre preservación de setos vegetales y muros de mampostería en los lineros de las fincas, etcétera.

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Ensanchando pacederos (ii): reflexiones en torno a a la memoria

Hace años, me llamaba la atención lo que yo consideraba una especie de bipolaridad de la memoria de las gentes del mundo rural. Lo mismo un día les oías hablar con entusiasmo de las décadas de la primera mitad del s. XX que al siguiente te abrumaban con el relato de la acumulación de miserias que presidía la vida de entonces. Con el paso de los años y después de compartir muchas veladas con las gentes del lugar (lo que yo llamo la escuela del calecho) me he ido dando cuenta que no hay nada extraño en esa actitud.
En el caso de los emigrados, nos encontramos con una memoria bastante objetiva: se dan cuenta del diferencial en calidad de vida en que a la postre derivó su abandono del pueblo, pero echan de menos algunas de las características de la sociedad rural de antaño, en especial las referidas a los modos de relación social y al folklore.
No hay que olvidar, tampoco, que en su expresión más normal, la añoranza es propicia a primar el recuerdo de los aspectos positivos de la vida; por otra parte, aún las malas experiencias tienden, por pasadas, a edulcorarse un tanto. Es por eso que el paso de los años permite recordar con una sonrisa lo que en su día fueron sin duda dolorosos bofetones del maestro de turno. Por lo demás, no es raro que estas gentes sientan un cierto orgullo de haber participado de la épica del duro y constante enfrentamiento con el entorno que requirió la tarea de la supervivencia.
En muchos casos, los achaques de la vejez se sobrellevan mejor mediante el recurso al retorno mental a los paisajes de la infancia [1]. Se trata, por lo demás, de un viaje memorístico, aderezado a menudo con una estancia estival en el pueblo, libre de las incomodidades objetivas del retorno real.
Muy distintos son los esquemas mentales que, en torno al pasado, van armando las mentes de los que no emigraron. Muchos de ellos, gentes de edad avanzada que vivieron una sociedad plenamente operativa dentro de los parámetros de lo que hemos dado en llamar la ruralidad tradicional (para la cual se citan como vectores fundamentales la economía de autoabastecimiento y subsistencia, el comunitarismo, etcétera…) se enfrentan, en su vejez, a un panorama peculiar: si bien sus condiciones de vida han mejorado sensiblemente en muchos aspectos, la ruina de demográfica ensombrece sus puntos de vista. Nos vamos acercando a una segunda transición de estos espacios marginales: la primera fue la del éxodo rural; la segunda está siendo ya la del agotamiento poblacional. El panorama optimista que nos describe Jesús García Fernández en su conocida reflexión “Sobre el concepto de desertización y Castilla”[2] se va diluyendo por falta de una mínima base humana que sostenga ese modelo de campo tecnificado, moderno,…
No es extraño que, en tales circunstancias, la nostalgia más radical invada las cocinas. Dicen los entendidos que “…, cuando todo ‘era mejor antes’ tenemos un problema existencial. No existe armonía entre lo vivido y el ahora y el aquí. La nostalgia entonces deviene un refugio contra una realidad agobiante. Una obsesión del regreso”[3]. Siendo probablemente muy cierto lo anterior, no creo que en este caso podamos hablar de la nostalgia como patología, sino más bien como un refugio ante la incertidumbre. La situación es propicia para que, en palabras de Milan Kundera, "El crepúsculo de la desaparición lo baña[e] todo con la magia de la nostalgia". Lo falaz de los argumentos típicos de la nostalgia[4] se justifica, en este caso, por la presión difícilmente soportable del desasosiego que causa un futuro poco halagüeño. El escenario es fácilmente imaginable: un matrimonio de edad provecta, únicos habitantes de un barrio de la localidad, abrumados, cuando no angustiados, por la perspectiva de lo que podríamos denominar el “síndrome del superviviente”: ¿Qué será de aquel que sobreviva al otro?
El pensamiento de Adelaida Vaquero que Luis Mateo Díez recogió en su Relato de Babia[5], es un ejemplo de la mitificación del recuerdo a la que nos hemos referimos:
“Aquí siempre se invernaron. Yo conocí aquí abiertas veinticinco puertas, veinticinco vecinos. Se moría la gente, que es lo que hay que hacer cuando llega la hora, y se la enterraba con todas las cosas necesarias: médico, cura y lo que faltase, no se crea que nos andábamos por las ramas. El que se iba se iba con todas las bendiciones puestas […/…] Total que aquí se invernaba, la gente tan contenta y el que más y el que menos de acuerdo con lo suyo”.
Su calificación del éxodo rural como “manía de zascandiles” y también sus augurios sobre la hipótesis de un retorno forzado a la vida de antaño (“…: subimos a ese chopo hasta la cima y donde agarrarnos hay ¿no? Pero llegando a la cima tenemos que volver pa atrás”) constituye una visión claramente deformada de la realidad, quien sabe si una defensa ante la idea de una vida perdida en el mantenimiento de un mundo que desaparece sin remedio.
Last but not least, la diferencia de criterio o de percepción en la consideración del pasado entre emigrantes y resistentes no es más que otra manifestación de la quiebra de estas sociedades rurales de la que ya nos hemos ocupado en anteriores entradas. La toma de decisión tomada en su día sobre la conveniencia o necesidad de emigrar ha derivado en trayectorias vitales dispares y, a la postre, en incomprensión entre ambos colectivos y en diferencias de criterio que se manifiestan en todos los ámbitos de la vida, hasta en la memoria…
Sobre esta herida abierta bajo la línea de flotación de lo que va quedando de las sociedades rurales, generacional casi siempre, ha escrito con maestría Julio Llamazares en su libro La Lluvia Amarilla, quizás una de las expresiones literarias más sublime y triste del devenir de estas sociedades rurales de la montaña española[6].
“El ya sabía lo que yo pensaba. Se lo había dicho claramente el primer día. Si se marchaba de Ainielle, si nos abandonaba y abandonaba a su destino la casa que su abuelo había levantado con tantos sacrificios, nunca más volvería a entrar en ella, nunca más volvería a ser mirado como un hijo”[7]

[1]“A menudo esa paz [la paz interior] también se encuentra en el regreso a los contextos que nos construyeron durante la infancia y la adolescencia. En ese sentido, los pueblos, sus gentes, sus calles, sus entornos, configuran una trama de paisajes, olores, fotogramas y secuencias de nuestras andaduras ancladas en nuestro sistema emocional”
http://www.elpais.com/articulo/portada/nos/invade/nostalgia/elpepusoceps/2020110417el20pepspor_7/Tes
[2]. Jesús GARCÍA FERNÁNDEZ (1984): Sobre el concepto de "desertizacion" y Castilla. Leccion inaugural del curso 1984-85 de la Universidad de Valladolid. Valladolid, Universidad de Valladolid.
[4] “Por supuesto, es una falacia, una interesada comparación, porque ni aquellos días fueron tan increíbles, ni los de ahora son tan grises”
http://www.elpais.com/articulo/portada/nos/20invade/nostalgia/elpepusoceps/%202020110417elpepspor_7/Tes
[5] Luis Mateo DÍEZ (1991): Relato de Babia, Madrid, Espasa Calpe (en el capítulo «Adelaida Vaquero, la superviviente»).
[6] Julio LLAMAZARES (1988). La Lluvia Amarilla, Barcelona. Seix Barral.
“Parecía como si un extraño viento hubiese atravesado de repente estas montañas provocando una tormenta en cada corazón y en cada casa. Como si un día, de pronto, las gentes hubieran levantado sus cabezas de la tierra, después de tantos siglos, y hubieran descubierto la miseria en que vivían y la posibilidad de remediarla en otra parte.” (p. 77).
[7] Julio LLAMAZARES (1988). La Lluvia Amarilla, Barcelona. Seix Barral, p. 52

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