martes, 7 de febrero de 2012

Algunos recuerdos apresurados

   Esforzándose en ser feliz
Recuerdo bien como, con ocasión de alguna conversación sobre tal o cual conocido empeñado en enterrarse en vida tras enviudar o perder algún ser querido, mamá me decía con aquel desenfado suyo:
—Ya le he dicho a vuestro padre que, si yo falto, que no se le ocurra ni amargarse ni amargarle la vida a nadie.
Pocas veces hablé con papá de su actitud vital tras la muerte de mamá (y la posterior de Pablete). No obstante, siempre he creído saber cuáles eran los principales vectores de la misma. No por cierta infusa, sino más bien por una cierta empatía y, sobre todo, por los contenidos difusos de nuestras largas conversaciones. En algunas de ellas hablamos tanto de mi abuelo Abraham como de uno de sus libros de cabecera, las memorias de Julián Marías. Enfrentados ambos, el abuelo y el filósofo, a una circunstancia similar a la de papá (una viudez prematura tras años de amor y compenetración, de dependencia respecto a una esposa insustituible), afrontaron el resto de su existencia apelando al sentido del decoro (con una mezcla de disciplina y de voluntad de no ser un lastre emocional para los seres queridos) y a la fé. Creo que, a la postre, papá llegó a hacer sabio el consejo de mamá y, desde la serenidad, supo ocupar mucho de su tiempo con circunstancias dichosas. Para los malos ratos quedaban las visitas a la sepultura familiar (¡cuántas conversaciones hubo de tener con mamá y cuántos consejos y alientos hubo de pedirle allí o en cualquier otro lugar!) o la simple meditación. La generosidad de tal actitud es para mí motivo de orgullo y agradecimiento, más aun teniendo en cuenta que con toda seguridad le privó de algún desahogo. Por no molestar, ya se sabe…
   A las puertas del más allá
Cuando pienso en la serenidad con que papá afrontó sus últimos días de vida me viene a la mente un diálogo de las novela Las uvas de la ira, de John Steinbeck, entre Sairy (la Sra. Wilson) y Casy (el predicador). Es tal que así:
—Yo no tengo Dios —dijo él.
—Usted tiene un Dios. Da lo mismo que no sepa usted qué aspecto tiene…
De un parte, siento sana envidia de papá por haber podido afrontar esos momentos con la inestimable ayuda de la solidez de sus creencias religiosas. De la misma manera que nunca olvidaré la postrer y pequeña lágrima con la que mi hermano Pablo nos hizo ver, en sus últimos momentos, su pena por lo que dejaba tras de sí, tampoco se perderá en mi memoria la expresión de íntima satisfacción y sosiego que creí apreciar en el rostro de mi padre, por encima de los signos de deterioro físico, en el momento de recibir la extremaunción.
De otra, y aunque probablemente mi Dios sea, en cuanto difuso, más parecido al de Casy que al de papá, me siento profundamente agradecido, tanto a él como a mamá, por haber contribuido decisivamente a crear ese sólido armazón de valores que dan sentido último a mi vida.
   El saber
No siempre el personal médico se da cuenta de que los enfermos son algo más que enfermos y de que no son una masa homogénea. Creo que esto les ocurre especialmente con los viejos, a los que, sin duda sin mala intención y casi siempre con gran cariño, a menudo tratan como si fueran un tanto lelos. A uno de estos profesionales poco avispados le dedicó mi padre una de sus últimas ironías. Lástima que, por sutil, seguramente la interfecta no la percibiera como tal. La conversación fue tal que así:
—Isidro, te vamos a poner un enema. ¿Sabes lo que es un enema?
—Si, señorita.
—¿Y un edema?
—Si, señorita. Una acumulación de líquido seroso.
—¿Estudiaste medicina?
—No señorita. Derecho… y el bachillerato.
Nunca he dejado de asombrarme del bagaje cultural de mi padre y, más aún, de su inagotable ansia de saber; siendo un hombre de latines, en su esfuerzo por desenvolverse en el ámbito de lo que venimos conociendo como tecnologías de la información pude apreciar un concepto de la vejez más como circunstancia que como limitación. También en este caso me siento agradecido por una herencia de la que ya hace tiempo disfruto: más que a los estudios —que también— me refiero al haber disfrutado de un ambiente familiar que a la postre me ha proporcionado la dicha de sentir una íntima satisfacción, creo que por casi nada superada, en cada acercamiento, más o menos modesto, a la cosa del saber…

Last but not least, estos recuerdos —que no pretenden componer un panegírico, sino más bien compartir algunos retazos de esos pensamientos desordenados que ocuparon mi mente estas pasadas Navidades— se van uniendo al acervo de los Prieto Sarro, armando poco a poco un territorio para la memoria de nuestra estirpe en el que ya habitan mamá, Pablete y papá. Es una geografía del pasado familiar que habremos de esforzarnos en transmitir a nuestras generaciones venideras. No es ni mejor ni peor que la de los demás… es la nuestra. En lo que a un servidor respecta, doy gracias a mi Dios por sentirme orgulloso de los míos, de los que están y de los que se fueron.
Los Prieto Sarro —y allegados, a los que apabullaremos con nuestro verbo— nos veremos en la próxima sobremesa alborotada y ruidosa, de gentes que se desgañitan y polemizan con pasión, de chanza y mofa de lo propio y lo ajeno y de recuerdos agradecidos de correrías infantiles y juveniles. Como siempre, habrá cariño y pasión en torno a la mesa. Buena mezcla, oiga...

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