miércoles, 27 de julio de 2011

Forasteros: churras, merinas y entrefinas

El hecho de que en más de una ocasión me haya ocupado del tema de los forasteros puede sugerir que sufro algún síndrome parecido al que a menudo padecen aquellos que los naturales de sendas regiones de España, a la sazón País Vasco y Cataluña, conocen de manera despectiva como maquetos o charnegos. No es el caso. Aquí en Babia, el desconocimiento de lo que queda del pachuezo por parte de los de fuera es más motivo de chanza que de otra cosa. Por lo demás mi interés tiene más que ver con la curiosidad sobre los temas de antropología social que ha ido adueñándose poco a poco de las entradas de esta blog. Tampoco me preocupa en exceso cual pueda ser el rol que me corresponda en este pequeño universo social de La Majúa, aunque si me intriga, la verdad.
Antaño sin duda la cuestión era más sencilla. Las gentes llegadas de fuera (cónyuges, menores llegados a llenar la casa de unos tíos sin descendencia, criados o criadas a la postre asentados en el lugar, etcétera) se incorporaban a la rutina del lugar: campesinos eran y campesinos seguían siendo. El avecindamiento era cuestión perfectamente regulada en las ordenanzas concejiles, en las cuales la naturalización se solía resolver con el pago de unos azumbres de vino. En el caso de gentes de otra ocupación, como curas o maestros, el respeto y la obligación debida primaban sobre cualquier otra consideración; cobraban su sueldo, o sus diezmos, y dejaban un recuerdo más o menos afortunado en la memoria colectiva del lugar. Algo parecido ocurría, pero sin respeto ni obligación, en el caso de otras gentes que se empleaban como criados o pastores.
Hoy en día la cosa ha cambiado sustancialmente; primero fue el éxodo rural, con una legión de campesinos obligados a dejar su pueblo y cambiar de aires y de oficio. Cosas del destino, con el paso de los años van siendo legión los que vuelven al pueblo a pasar los periodos vacacionales o los habitantes de las ciudades que adquieren una propiedad en el pueblo, seducidos por las supuestas bondades de la vida en el campo.
Desde el punto de vista de los que vuelven en la actualidad sus ojos hacia los ámbitos rurales hay diversidad de actitudes: merinas, churras y entrefinas, diría yo.
Al igual que en su tiempo debieron formarse algunos rebaños de piaras, el rebaño de las churras empezó a armarse con la escusa formada por los del haiga, vueltos a su tierra natal mirando por encima del hombro a gentes tan poco civilizadas como sus paisanos. Siguen hoy llegando gentes que no quieren, o no pueden, adaptar sus esquemas mentales urbanos a la realidad de las sociedades rurales.
Las merinas, ganado menguante hoy en día, son también escasas en el ámbito metafórico en el que nos movemos. Lo que se ha venido en conocer como neorrurales son gentes llegadas a los pueblos con intención de integrarse en la sociedad de los mismos. Rara vez campesinos, generalmente se ocupan en trabajos relacionados con la artesanía, el turismo rural, etcétera. Su aceptación por parte de los naturales depende de diversos factores; en algunos casos, una actitud participativa, respetuosa y solidaria para con los viejos —dice mi padre, octogenario, que él no es de la tercera edad, que es viejo y a mucha honra— en muchos casos necesitadas de compañía y ayuda hace que sean adoptados con entusiasmo por la comunidad. En otros, cierta extravagancia en el vestir y en las costumbres, ciertas actitudes poco flexibles (como un ecologismo de principios inamovibles) o, simplemente, la ausencia de una voluntad de relación conducen a una demonización (que si fuma porros, que si no se lava ni el día de Nuestra Señora,…) o, cuando menos, a la ignorancia mutua.
Por lo que respecta al hato de las entrefinas lo integran aquellos fijos discontinuos a los que de verdad les gusta lo rural, aunque no procedan de este mundo y que llegan al pueblo o bien con una cierta predisposición para la aculturación o bien con la intención, más pragmática, de guiarse por la máxima de que “donde fueres, haz lo que vieres”.
Hecha la taxonomía, un tanto borgiana para no perder la costumbre (por mezclar criterios dispares, como la actitud o el tiempo de permanencia), de aquellos que vienen a alterar ese remanso de paz de la aldea bardina, vamos a intentar reflexionar acerca de la posición de los forasteros en la sociedad rural. Los del haiga y descendientes o los demasiado alternativos, enemigos declarados, ya no impresionan. Los indiferentes, sean de raza churra o merina, ni fu ni fa. ¿Y el resto? ¿Son amigos para el dicho [1], en el sentido aquí de ser considerados integrantes plenos de la comunidad? No lo creo. ¿Es malo que sean considerados forasteros? Tampoco lo creo.
Me sigue molestando sobremanera que a veces, tras mucho tiempo devanándome los sesos intentando sintetizar algo y enunciar alguna proposición que arroje luz sobre ese algo, una lectura determinada me quite ese privilegio del que innova. Es entonces cuando sólo me consuela la sabiduría de los hermanos Bobo [2] y, honrado como soy, me veo obligado a hacer partícipes a los lectores de la entrada del pensamiento de otro más vivo que yo, en este caso, como no, John Berger [3]. Para mí que o bien el susodicho no sólo anduvo de filandón por estas tierras sino que residió en ellas largo tiempo, o bien va a resultar que a veces los árboles nos impiden ver el bosque, esto es, que realmente hay una especie de globalidad rural más allá de ciertos matices locales. Un inciso. De momento me han podido razonamientos de este peculiar pensador marxista más o menos asépticos desde el punto de vista ideológico, pero “no digas de esta agua no beberé y este cura no es mi padre”. Vade retro
“Los campesinos suelen estar interesados en el mundo allende los límites del pueblo. Y, sin embargo, es muy raro que un campesino pueda trasladarse de un sitio a otro sin dejar de ser campesino. No puede escoger su residencia. Por consiguiente, parece lógico que trate el lugar en donde ha nacido como el centro del mundo. Por el hecho de no pertenecer a ese centro, el forastero será siempre forastero”
“No obstante, con tal de que sus intereses no entren en conflicto con los de sus vecinos (y es muy probable que esto suceda en cuanto compre tierra o construya) y con tal de que pueda reconocer el retrato ya existente (y eso implica algo más que el mero reconocimiento de los nombres y las caras), el también puede contribuir al mismo [se refiere aquí Berger al cotilleo, al retrato comunal], modestamente, pero de un modo que le es único. Y uno debe tener siempre presente que la realización de ese continuo retrato comunal no es simple vanidad o pasatiempo; es un aparte orgánica de la vida del pueblo”
“En la continua realización del retrato, al que cada testigo añade un comentario o una faceta nueva, también puede contribuir, bajo ciertas circunstancias, aquel forastero que sea asimismo testigo. ¿Qué respuesta dará él, el forastero, a aquellas cuestiones que permanecen abiertas?”
Amén.
La línea que separa a los forasteros a secas de los forasteros integrados en la comunidad en el sentido de J. Berger es casi imperceptible; esta integración se arma base de pequeñas cuestiones que reflejan circunstancias notables. Primeramente dejan de mofarse de ti a base de evidencias, como la de la dentadura de arriba de las vacas. En seguida dejan también de sonreírse al usar determinadas palabras o expresiones del pachuezo (estruchar, suétano, bruñío, enguichaperros, “es de terrecer”), más o menos cuando se dan cuenta de que ya las conoces y no pones cara de bobo al oírlas. Más adelante comienzan a mencionar lugares (“estuvimos segando en el Rebordillo”) sin verse obligados a explicar su situación geográfica. Por último, van asociando a tu persona circunstancias y rasgos (andariego y montuno, “sabe encontrar los mojones con un aparato” [4], peculiar en el vestir, no bebe). De manera a veces imperceptible, su actitud hacia tu persona va cambiando: te consideran útil para echar una mano en ciertas faenas del campo, no te sacan la vajilla del obispo cuando comes o tomas café en su casa, etcétera. Pasan a considerarte digno de entrar a formar parte del retrato comunal en cuanto actor más o menos activo de la vida del pueblo y en el filandón sigues siendo preferentemente oyente pero poco a poco va ganando peso tu aportación.
Last but not least, sigues siendo forastero. Tu mentalidad sigue siendo distinta a la de los naturales en muchos aspectos que tienen que ver con el medio ambiente, las relaciones sociales,… Ellos lo saben y tú lo sabes. No obstante, resuelves tu relación con ellos mediante una solución de compromiso que implica flexibilidad mutua.
Epílogo:
Suena el móvil, interrumpiendo la para mí sagrada costumbre de la siesta.
—Bájate a casa que tomamos un café rápido y nos vamos a empacar pitando al Diestro, que en seguida se mete el otanu en Moronegro y se reviene la hierba. Mañana nos meten el agua en lo segado, así que hay que acabar hoy como sea.
Dos centenares de alpacas en las tenadas después, llega la hora de la cena y la conversación sobre lo divino y lo humano,… del retrato comunal.
—¡Pues vaya planazo, dirán algunos!
Quizás sea por estos y otros ratos por los que servidor, aún forastero, va teniendo un sitio especial en su corazón para estos bardines. Lo de la siesta no se lo consiento yo a cualquiera…

[1] Se atribuye al falangista José Antonio Girón la popularización de la consigna que reza: “al amigo, hasta el culo; al enemigo, por culo y al indiferente, la legislación vigente”.
[3] John Berger, Puerca tierra, 1989, Madrid, Alfaguara, pp.18-28.
[4] Cuando pienso en ese cierto rol de hechicero que, de calecho en calecho, me han ido asignando las gentes del lugar no puedo por menos que sonreírme. La pátina de brujería me viene de estar práctico en cosa tan nimia como buscar mojones con ayuda de un GPS. Bien es cierto que para algunos estas habilidades no tienen parangón, ni fiabilidad, a la luz de las enseñanzas del antiguo maestro del lugar, el cual, como es lógico, enseñaba los principios de la agrimensura de acuerdo con el estado del arte de su tiempo. Y cuando me percato del escepticismo que deja entrever la mirada de algún osado que ha tenido la ocurrencia de preguntarme acerca de los principios de los Sistemas de Posicionamiento Global no puedo por menos que recordar la escena de la película El inglés que subió una colina y bajó una montaña en la cual uno de los hermanos Bobo le hace a Reginald, el más joven de los dos cartógrafos ingleses, ocupado en explicar a la gente algunas técnicas topográficas básicas, la pregunta del millón:
—¿Y quien midió la primera colina?


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miércoles, 20 de julio de 2011

De filandones y calechos (ii): ¿Se juega o no se juega?

Cuando entramos en la cocina de los Sastres, la televisión nos regala con un programa de esos infumables en los que se destripan las privacidades más inconfesables de unos invitados bien remunerados. Sí, uno de esos que nadie ve…
— Ardoncino, apaga la tele que nos atrona [1]—dice Nisa con voz de pocos amigos y tono de reproche dirigiéndose a este nuestro santo Job—.
Me siento al lado de Nisa y como no podía ser menos, si no se calla revienta:
— ¿Todavía te duran las alpargatas mi neno? Aún recuerdo esos pies grandes y negros, esos pelos y esos pantalones cortos que gastabas el primer día que te vi sentado en uno de los poyos del corral. ¡Oh madre!, pensé, mira lo que nos trae a casa esta sobrina nuestra… ¿será gitano?
Otra que no se aguanta, Daniela, echa más leña al fuego:
— ¿De verdad Cecilia que le pusiste ese remiendo que trae en los pantalones? Bueno, no dirán nada en el pueblo porque ya le conocen...
Así, mientras la gente se reparte entre el escaño y las sillas, el filandón ya ha comenzado a base de lugares comunes y de retranca, para no variar. Como voy siendo perro viejo en estas lides, saco la artillería pesada de las alusiones a ciertas proezas de la tía Nisa: que si “mí singular predilecta” (encabezamiento empalagoso de una carta de alguno que pretendía cortejar en su día a la tía Nisa); que si “lo que son son lobos” (sentencia de la propia Nisa ante la vista de unos cánidos mientras guardaba la vacas con su sobrino Alfredo), que si “qué significa enguichaperros” (calificativo [2] con el que la regaló Ardoncino en un lance de la brisca),...
La tía Nisa y un servidor ya hace que nos vamos conociendo: se hace la ofendida, se ríe y me hace los reproches de rigor. Yo le respondo siempre preguntándome en voz alta sobre si será o no la susodicha la más perversa del lugar y sobre si habrá manera de que se le pegue algo bueno de la virgencilla que estos días para, con su hornacina, en el corredor. Es como cuando a sus preguntas, a veces algo fuera del ámbito de la discreción, yo le respondo siempre a la gallega inquiriéndola si quiere la respuesta corta o la larga o despachándola con un encogimiento de hombros pretendidamente exagerado (tu barruntar barruntas, canalla, pero no sueltas prenda —me dice siempre).
Como es tiempo de verano, Daniela apremia a Ardoncino a cerrar las contras. De abrir la ventana, ni hablar, que se llena la cocina de paparratsos [3]. Unos se quejan de calor (que lo hace, se lo aseguro) y yo me acuerdo del tío Lao (camiseta, camisa y chaqueta de punto) y de lo que se echa de menos su sonrisa pícara, sus bufidos y sus historias.
— ¿Por dónde anduviste hoy? —me pregunta Ardoncino.
— Fui con Pepe a la Casa Mieres y desde allí no asomamos a Navares y acabamos dando vista, desde un collado y hacia el Oeste, a los alrededores de La Majúa: el Machadín, el Villar, Fispalombo… El pueblo no se veía porque nos lo tapaba La Ladrera. Se veían Robledo y Huergas al fondo. Hemos quedado en bajar otro día, siguiendo las veredas, a dar a Añaz y a Puente Orugo.
Mis explicaciones sobre cómo estaba el pasto y sobre el ganado que vimos sólo parece interesar a Ardoncino y a Alfredo, por lo cual las mujeres hacen un aparte.
— ¿La nenina lo pasa bien? –pregunta Daniela. Se refiere a Elena, nieta, sobrina nieta y sobrina de los presentes. Es la benjamina de la saga, objeto de las atenciones y carantoñas de todos.
Cuando alguien comenta su afición a los animales y a las cuadras, las conversaciones vuelven a refundirse en una sola.
— La nena lo mismo se divierte pisando charcos que tirando piedras al río o intentando en vano hacer sonar un chiflo —dice Bri.
Del chiflo a las gaitas, de las gaitas a los verrones y de los verrones al turuchón [4] que Aladro hacía sonar desde El Oteiro para llamar a la vecera. Cuando, poco versado en estos vocablos típicos de la zona, pregunto por la naturaleza de estos instrumentos, los babianos se ríen de mi ignorancia y yo me mofo de sus palabros. Ardoncino me explica cómo se fabricaban estos rudimentarios instrumentos musicales de factura vegetal (algunos hechos con ramas de un árbol, el verdenace, especie imaginaria y ajena a la clasificación de Linneo producto de la retranca de Ardon).
— Y el tal Aladro, ¿era de fuera? —pregunto.
— Bajó un día, ya de noche, por la peñas de La Penilla y llamó en casa de mi tío Emilio. La tía le hizo una cazuela de sopas con sebo y pan que traía en la bolsa. Decía mi tío que nunca vio comer a nadie con tanta ansia —dice Nisa.
— Pero, ¿era de por aquí?
— Quien sabe mi neno. Dicen que si había andado de pastor en San Félix, pero vete tú a saber de dónde venía. Aquí paró como pastor de la vecera, durmiendo y comiendo en cada casa el número de días que tocara según los animales que se echaban al rebaño. Cuando paraba aquí en casa dormía en la cocina y eran de terrecer [5] las ventosidades que traía el hombre consigo de amanecida.
Definitivamente, la conversación se mueve en el tiempo y entra en el ámbito de los sucedidos de antaño. Aladro es uno de esos personajes ocupados en oficios típicos de un mundo rural ya desaparecido. Eran gentes de fuera, criados, pastores, teitadores [6], etcétera, que formaban parte un tiempo más o menos dilatado de la cotidianeidad del lugar para luego desaparecer. En muchos casos, nadie recuerda ya de dónde vinieron ni adónde marcharon. Como ya he anotado en alguna ocasión, Lao me hizo ver, en una de sus sorprendentes reflexiones [7], lo poco bien que se trataba a aquellas gentes. Yo todavía conocí a un personaje de este tipo, al que llamaban El Gafas o El Vidrios, que, hace unos años, dormía en la escuela y se empleaba allí donde hubiera un jornal.
— En cierta ocasión —cuenta Ardoncino— los mozos le hicieron creer que un carnicero tenía la intención de montar una fábrica de embutidos al pie de la Cascada del Canalón. En esa fábrica, le decían, entrarán los cerdos vivos por un lado y saldrán los chorizos por el otro. Si los chorizos no están al gusto no hay problema, se invierte el sentido de las máquinas y vuelven a salir los cerdos.
— Era más bien corto, el pobre —responde Alfredo a mi pregunta sobre su inteligencia.
— ¿Nunca oíste decir a la gente de La Majúa “estás como Aladro”? Pues ya puedes imaginarte de dónde venía el dicho —apostilla Bri.
— En cierta ocasión en que se lamentaba de su soledad y se dejó decir que le gustaría cortejar a alguna moza del lugar —cuenta Alfredo— Castro le explicó que era costumbre andar calle arriba calle abajo con un campanillo al cuello. Dos días anduve yo con el campanillo este entre Cospedal y La Majúa, le dijo el susodicho señalándole un campanillo todo entiznado colgado de un clavo en la fragua. Ya te puedes imaginar la burla que harían de Aladro rondando con el campanillo…
— Mucho le hicieron sufrir al pobre con las historias de los calibanes [8] —comenta Nisa—. Lo mismo lo acorralaban y amedrentaban de noche a cuento de los calibanes que lo engañaban con historias de tesoros.
Mientras reflexiono sobre la crueldad de la que en el pasado fueron objeto fatos, tartamudos, sordomudos y demás gentes a las que hoy consideraríamos con respecto discapacitados, la conversación abandona la desdichada historia de Manuel Aladro para volverse al presente.
— ¿Y tú que hacías en el huerto de María la de Constante? —interroga Daniela a Bri.
Pueblo largo donde los haya, un cuarto de legua de puente a puente, en La Majúa las noticias y los chismes viajan más rápido que las personas y aún los vehículos a motor. Es así que Bri se ve obligada a contar a Daniela, que no ha salido en todo el día de La Gallina, que andaba arrancando unos hierbajos que le salen a las junturas del puente.
— ¡Estás loca, mi nena! No te imaginas las culebras que crían en ese huerto —se escandaliza entre grandes aspavientos Daniela—. Dice María que le aborrece sembrarlo porque es de terrecer las culebras que salen al desbrozarlo.
— Ándate con ojo que mira lo que le pasó el otro día a ese de Huergas al que segando le picó una culebra —interviene Nisa—. Para morirse está el pobre, que lo han tenido que operar de la cabeza.
— Dicen algunos que además hipnotizan a la gente —digo yo en tono burlón.
— Pues contaba mi padre, y mi padre no mentía, que en cierta ocasión vio a una culebra quedarse mirando a un pájaro que volaba en círculos hasta que el pajarillo se bajo al suelo y ¡zas! se lo zampó. Que sepas que en cierta ocasión —continua Nisa— estaba yo guardando en Feisgayoso y acerté a sentarme justo al lado de un montón de culebras, cientos habría, todas enroscadas, que dicen que se enroscan para darse calor. Veces había que a Bri, que era una nenina, no nos atrevíamos a bajarla del carro en Veiga las Cuevas cuando íbamos a la hierba, que aquello estaba infestao [9] de culebras.
Culebras haberlas hailas en estos parajes, la verdad. Otra cosa es que la cosa se mitifique un tanto. A veces hay que porfiar con algún apunte algo más objetivo, pero tampoco conviene pasarse. En cualquier caso, vete tú a dejar por mentiroso al paisano que en ca Rubén jura y perjura que vio a un helicóptero tirar sacos repletos de ratos [10] y culebras para dar de comer a las águilas…
Definitivamente, cuando la cosa va de reptiles y roedores, Nisa se adueña de la conversación.
— Es como cuando este modorro (otra vez a faltar a nuestro santo Job) dejó un costal de farina abierto y cuando metí la lata para cebar se me subió un rato por la manga. Me creo que los gritos se oyeran en el Barrio de Arriba.
El revoltijo de brazos con que Nisa ilustra el viaje del rato por las entretelas (menos mal, dice, que gastaba la bata aquella con cinto y no se pasó para abajo) me recuerda un poco a las maniobras del baile chano [11]. Tras alguna historia mil veces contada sobre lagartijas y mozos revoltosos en Las Cuartas, la conversación languidece.
— ¿Se juega o no se juega? —interviene Cecilia, mi suegra favorita, a la sazón jugadora empedernida de cartas.
— Servidor se marcha –digo, poco interesado en el asunto de la brisca.
— ¿Pero dónde vas, mi neno? –pregunta Nisa. Juega una partida.
— Jugaría con gusto si no fuera la brisca el juego más aburrido que conozco. Que si un pequeno [12], que si brisca, que si echa tantos,… ¡vaya diversión! Todavía los que llevan el juego algo hacen, pero el resto…
— ¡Chacho! Estás loco mi neno. Anda, da la luz no vayas a caer por la escalera, me dice, como si fuera nuevo en la casa.
Les dejó en torno a la mesa jugándose la honra. Cuando acaben, alguna pasta u otra vianda aderezada quizás con algún chisme sobre lo desenfigurao que está tal o cual vecino (por haber enflacao o engordao, por estar arrugao de la cara…) pondrán fin a la velada.

[1] Ensordece.
[2] Persona que azuza a dos perros para que peleen entre sí. En sentido amplio, persona que malmete.
[3] Polillas.
[4] El turuchón de Aladro parece ser que era una concha.
[5] Eran de temer
[6] Techadores, generalmente gallegos, al igual que lo canteros.
[7] Dice John Berger (en el libro ya citado en la primera parte de esta entrada) que “…, los comentarios, que se añaden a la historia, pretenden ser una respuesta personal de quien los hace, a la luz de este suceso concreto, al enigma de la existencia” En algunos casos, los comentarios van implícitos en la historia y son expresados de manera más o menos inconsciente; en otros, tienen una formulación más reflexiva y lúcida. Tal era el caso de Lao, en quien algunas muletillas (“será verdad, hombre, será verdad”), no eran un dar la razón como a los burros, sino un reconocimiento de su apertura a otras opiniones y posibilidades.
[8] Deduzco que la burla de los calibanes (quizás deformación de caníbales) era similar a la de los gamusinos.
[9] Lleno, plagado.
[10] Ratones.
[11] Baile típico de Babia y Laciana.
[12] Pequeño

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De filandones y calechos (i): Más allá de Babia

Vuelvo a casa rumiando sobre el filandón de hoy en casa de los Sastres. Garabateo unas notas apresuradas sobre lo escuchado y me voy a la cama, no sin antes haber releído “Contar y escuchar” y “Filandón”, dos de los capítulos del peculiar Relato de Babia de Luis Mateo Díez [1]. Como de camino a casa he pasado por casa de Manolo y Maribel y no me he resistido, como de costumbre, a acompañar la charla con un par de tazas de café, la cama se convierte de nuevo en solar para unas reflexiones que al día siguiente trato de ordenar con la pluma.
No sabría decir si el filandón es una forma de relación social, un entretenimiento o un evento de mayor significación en el ámbito de las sociedades rurales. Quizás un poco de todo lo dicho. Desde luego, es algo más que una “Reunión nocturna de mujeres para hilar y charlar”, acepción académica que a todas luces parece pecar de simplista. Dice Luis Mateo, en el libro antes citado, que el filandón “…es el momento de contar, de escuchar, de remover la memoria vecinal que, como un viejo arcón, guarda los sucesos, las anécdotas, los cuentos, las leyendas, los romances, las canciones, el patrimonio de las pobres cosas de la vida y de su sabiduría” [2]
La reflexión más lúcida que yo he encontrado sobre el tema es, sin duda, la de John Berger en su obra Puerca tierra, más en concreto en el capítulo titulado “Una explicación” [3]. Lástima que la traductora haya elegido la palabra cotilleo para traducir al español el original referido a “La sutil observación del inventario de los sucesos y encuentros cotidianos, combinada con el conocimiento mutuo e inmemorial,…” La verdad es que desconozco el término inglés utilizado por J. Berger, pero a buen seguro que el autor no valora el retrato comunal del que habla como chisme o cotilleo. Más bien lo universaliza y lo eleva a la categoría de ingrediente fundamental de las sociedades rurales de aquí y de allá.
“…, el retrato que cada pueblo hace de sí mismo no está construido con piedras, sino con palabras, habladas y recordadas: con opiniones, historias, relatos de testigos presenciales, leyendas, comentarios y rumores. Y es un retrato continuo; nunca se deja de trabajar en él”
“Hasta hace relativamente poco tiempo, los únicos materiales de que disponían un pueblo y sus habitantes para definirse a sí mismos eran sus propias palabras habladas. El retrato que el pueblo hacía de sí mismo, aparte de los logros físicos fruto del trabajo de cada uno, era lo único que reflejaba el sentido de su existencia. Sin ese autorretrato —y el cotilleo, que es la materia bruta del mismo— el pueblo se hubiera visto obligado a dudar de su propia existencia. Todas las historias y todos los comentarios que ellas desencadenan, que no hacen sino probar que tales historias han sido presenciadas, contribuyen al retrato y confirman la existencia del pueblo”
Amén.
Desde el punto de vista formal me inclino a considerar el término en sentido amplio; según mi humilde parecer, allá donde hay congregación de vecinos en un cierto ambiente de intimismo vecinal y agregación de discursos hay filandón o calecho [4]. Los hay en las cocinas, en La Pedrona, en ca Rubén [5], con los varones del lugar formando círculo en torno a la conversación, en la casa de La Solana en el reposar colectivo de un frite o en los poyos de casa de Ulpiano, en La Penilla, cuando unos cuantos ociosos coinciden por azar y matan el tiempo charlando bajo la atenta mirada de Áurea, que reposa sus más de cien años en el quicio de la puerta.
El filandón se ha reinventado con el paso de los años, plantándole cara a la abrumadora cultura audiovisual del presente. Sigue habiendo gente que cuenta, aunque cada vez hay menos viejos para transmitir los sucedidos de antaño, y gente que escucha, aunque cada vez hay menos jóvenes que valoren la grandeza de lo que cuentan los viejos. ¿Hasta cuándo? El tiempo lo dirá, pero un servidor no es optimista. Cuando en otoño ca Rubén cierre sus puertas para siempre, los de La Majúa alternarán en San Emiliano, territorio ajeno, y ya no habrá círculo, sino corrillos en los que la memoria vecinal ya no será protagonista. Cuando las calles vayan quedando desiertas también en el estío el azar ya no formará calecho en La Penilla. Cuando nos dejen las gentes de edad provecta a cuyas cocinas acudimos algunos en busca de sentir, como dice Luis Mateo Díez, la “…emoción de la palabra como instrumento narrador” entonces nos abandonaremos a lo escrito, en el mejor de los casos. De hecho, quizás de aquella ya no haya mucho que contar o que agregar al autorretrato continuo en el que nunca se deja de trabajar del que habla John Berger.
Last but not least,  no me atrevo a aventurar si este filandón que hoy todavía nos emociona será capaz de reinventarse y hacerse un hueco en el ámbito de las TIC´s. Aunque personalmente estimo que morirá a la par que la estructura social que empezó a desmantelarse a mediados de la pasada centuria con el llamado éxodo rural, quizás migrará de las cocinas a las redes sociales. ¿De calecho en Twiter? Sonar suena raro, la verdad…

[1] Luis Mateo Díez, Relato de Babia, 1991, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, p. 135
[2] Lástima que, en mi humilde parecer, el filandón que ¿transcribe? L.M. Díez parezca ser un metafilandón o un filandón erudito imposible de vivir en cocina babiana alguna y que, por lo demás, pone en solfa las palabras despectivas del autor de la introducción para con el costumbrismo de Gil y Carrasco. 
[3] John Berger, Puerca tierra, 1989, Madrid, Alfaguara, pp.18-28.
[4] Aunque a menudo se considera que calecho y filandón son una misma cosa, al menos en La Majúa se dice filandón de la reunión que se produce después de la cena y calecho del resto de ocasiones en que varias personas se reúnen con finalidad similar.
[5] ca: casa (dicen aquí ca Rubén, ca Piti o ca Delia); generalmente se aplica a bares, comercios, etcétera.

lunes, 11 de julio de 2011

Monte y montaña (iii): No es sendero, es vereda

Antes de ser monte, estos parajes fueron para mí montaña. Aficionado al senderismo desde mi infancia, los lugareños pronto se acostumbraron a mi querencia montaraz y andariega. A decir verdad, ya hacía tiempo que mi condición de geógrafo había empezado a mediatizar mi actividad excursionista. Pronto las vertientes deportiva (las travesías, las ascensiones,…) y visual (la mera contemplación de vistas espectaculares, el tránsito por parajes de gran belleza objetiva) dejaron de ser suficientes para mí. Aún recuerdo la enorme satisfacción que sentía en mis excursiones cuando reconocía en los parajes que transitaba elementos del relieve, la vegetación o los usos del suelo que me habían explicado en las aulas. No se me olvida la emoción, casi infantil, que sentí cuando identifiqué dolinas y lapiaces en el Valle del Marqués, tantas veces paseado desde la inopia geomorfológica,… No deja de ser curioso que, a la postre, me asalte a veces una sensación de insatisfacción o ansiedad cuando algo se me escapa de los paisajes que recorro, lo cual, por desgracia, ocurre muy a menudo. El hecho de que me frustre no saber los nombres de los lugares o el mineral que se extraía de una mina abandonada con la que me topo, no ser capaz de discernir entre distintos tipos de matorrales, no identificar los picos que componen una panorámica desde algún punto elevado ya me va preocupando. Quizás me lo tenga que hacer mirar.
Felices ellos, los naturales de por aquí tienen escasa noción de la singularidad y relevancia que tiene el medio natural que les ha visto crecer. Igualmente son poco o nada conscientes de la especial significación del sistema de aprovechamiento del territorio del que son herederos y continuadores. Por esto les resulta hasta cierto punto gracioso el hecho de que gentes venidas de fuera se interesen por cuestiones tan peregrinas como el escarabajo tigre (Cicindella sylvatica) o los callunares (Calluna vulgaris) de Congosto. Para ellos los lobos siguen siendo alimañas y el hecho de que los osos se paseen por estos parajes (en un esperanzador proceso de expansión desde Laciana o Somiedo) es, dicho vulgarmente, una jodienda. Las figuras de protección (Parque Natural) o reconocimiento ambiental (Reserva de la Biosfera) son vistas como algo ajeno y foráneo que les causa prevención, pensando siempre en las limitaciones y complicaciones que para su actividad pueden acarrear. Se trata de actitudes cuyas raíces históricas son complejas y de difícil valoración.
Sea como fuere, lo cierto es que son parajes excepcionales para estudiosos de muy variadas disciplinas: geógrafos, botánicos, zoólogos, antropólogos, etnólogos, etcétera. En el caso de La Majúa, a veces me maravillo de la diversidad del relieve (glaciar, periglaciar, kárstico,…), la vegetación (puertos de merinas, abedulares, robledales, bosques de galería,…), la fauna (ciervos, corzos, rebecos, perdices –rojas y pardas-, lobos,…), las formas de aprovechamiento agroganaderas pasadas y presentes (trashumancia, veceras,…), etcétera.
Nada me satisface más que recorrer estos pagos, para mí ya muy familiares, con algún cicerone versado en alguna disciplina en particular. Me sorprendo entonces con la relectura de ciertos parajes a la luz de los conocimientos del susodicho. Hace pocas fechas, por ejemplo, José María Redondo, quizás la persona que más sabe del relieve de nuestra provincia, me ilustró sobre glaciarismo, morfología kárstica, erosión diferencial,… ¡Quien me iba a decir a mí que sobre el Pozo Lao, paraje de meriendas y recolección de arándanos, había un glaciar rocoso!
Last but no least, curiosamente, a medida que en este entorno cercano de Babia me va siendo más familiar, mis horizontes geográficos se van estrechando. No es que comparta un servidor la filosofía de Adelaida Valero, la de La Cueta [1], según la cual "...el mundo es lo que nos rodea a una pedrada de casa". Lo que ocurre es que, tanto en mi condición de andariego impenitente como en la de amante de lo rural, como vivencia y como erudición, me voy volviendo, como ya he apuntado, un poco ansioso. A fuerza de seguir trazos y de indagar en lo oral y lo escrito voy haciendo míos los lugares. Los senderos son aquí veredas y ahora se como subir al Pozo Lao siguiendo la fastiera de la Cuesta Lao [2]. A medida que el término de La Majúa va teniendo menos secretos para mí, mis andares se van expandiendo, como una mancha de aceite, a lugares vecinos cuyos misterios pretendo también desentrañar. Es un proceso este necesariamente sosegado, pero deleitoso a más no poder.

[1] Luis Mateo Díez, Relato de Babia, 1991, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, p. 135.
[2] Linde con cerramiento entre dos pagos (en el caso que se menciona, entre la Cuesta Lao y Arrajaos).

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Monte y montaña (ii): ¿Y tú a qué subiste allí?

A menudo vuelvo la vista atrás y me doy cuenta de que, con el paso de los años, mi visión de la montaña y de lo rural en general se arma, a día de hoy, de un conjunto de conceptos de procedencia muy diversa. De un lado, la convivencia, desde mi más tierna infancia, con los actores principales de la escena rural me ha permitido empatizar cada vez más con su percepción del entorno. Por otra parte, mi afición por el senderismo ha potenciado, en mi relación con la Naturaleza, los aspectos relacionados con lo deportivo, lo visual y, por qué no decirlo, con lo romántico. Por último, mis estudios de Geografía me han condenado a sufrir un ansia permanente por saber más de la realidad científica que esconden los paisajes rurales.
Debía tener yo dos o tres años cuando, en mis veraneos con la familia en la localidad de Burón, comencé a convivir con las gentes del campo. Nunca podré agradecer lo bastante a mis padres su condición de amantes de lo rural en una época, la del éxodo y la decadencia del campo, en la que tal condición no era, como hoy en día, moda. Nos alojábamos en casa de Pepe y Amelia, carpintero, rodero y agricultor el y ama de casa, agricultora y posadera ella. Las estancias estivales me permitieron conocer un pueblo que a la postre desapareció casi por completo bajo las aguas del Embalse de Riaño. Me sumergí en un mundo de parejas de vacas, carros chillones y acarreos de hierba que ya forman parte del pasado. Pero, sobre todo, conocí a Maximino, pastor de merinas a la falda del Pico Burín (así conocían en Burón al Pico Yordas) y a Lazo, Corbata y Bocanegra, sus mastines. Comí chuletas de cordero al pie de su chozo. Aunque de tales experiencias solo me acuerdo gracias a mis padres y a las fotografías, algo debió quedar por ahí en el subconsciente. Estas experiencias, agroturismo lo llamarían hoy, han continuado a lo largo de los años en Garrafe de Torío y han culminado, al menos hasta el momento, con mis estancias, nunca suficientemente largas, en las Babias.
Congosto, un puerto de merinas [1], el más cimero de la localidad de La Majúa, ha sido, tras un periodo de inopia, una fuente de inspiración para mí en el esfuerzo por empatizar con las gentes del lugar en su consideración de aquello que está más allá del Corral del Concejo. Mucho me costó comprender el desconocimiento de los bardines [2] de este insólito lugar, de los nombres de sus peñas, de sus lagunas, su indiferencia ante la belleza del entorno y su desinterés por saber más acerca de las maravillas científicas que alberga. La inspiración para superar esa falta de sintonía mental con los naturales me la proporcionó una pregunta:
- ¿Y tú a qué subiste allí?
Con esas me despachó un bardín provecto al que comentaba, quizás un poco sobrao, una ascensión a Peña Orniz. Para vergüenza de un servidor, hasta ese momento no desempolvé en mi mente aquellos conceptos vidalianos [3] de mis estudios geográficos: milieu, genres de vie,… Para los habitantes de La Majúa el monte no es afición ni devoción erudita. Por eso para ellos lo transitado es el monte, con sus pastos, sus fuentes, sus piornales, sus bosques y sus canteras. La montaña, esto es, las peñas, con sus roquedos y sus enebrales, es territorio un poco ajeno, quizás con la única excepción de los cazadores al acecho del rebezo [4] o de algún necesitado de remedios curativos hoy en desuso (como la nieve de algún nevero de los Picos Albos que servía para combatir las inoportunas fiebres estivales).
Creo comprender ahora la cuestión con claridad meridiana. Los puertos de merinas (Moronegro, La Solana, Amarillos, Arrajaos, Congosto) fueron históricamente enajenados para servicio estival de los rebaños trashumantes. Aún cuando eran puertos abiertos, esto es, pastados por los ganados del lugar antes de la llegada de las merinas, tenían un significado mucho menor en lo que se refiere a la ganadería local que los pagos por los que paraban habitualmente las veceras, como la Cuesta Lao o que las referencias habitacionales de los que las guardaban, como la Chamuerga o la Veiga Murias. No quiere decir esto que no fueran lugares conocidos: amén de pastarse antes de San Juan, a ellos se subía a por abono para bajar a riberas, a recomponer los chozos de los pastores de merinas con la promesa de una buena caldereta (dicen las malas lenguas que en ocasiones estas pícaras gentes los quemaban en otoño para crear la necesidad), a genciana, etcétera. Las peñas eran otra cosa; nada se les perdió en ellas a los bardines. De hecho, algunos las conocieron con ocasión de los convoyes de la época de la Guerra Civil, cuando calle alante [5] los vecinos estaban obligados a aprovisionar las trincheras de leña, enseres y comida.
A día de hoy la cosa ha cambiado; ya no hay ovejas trashumantes y los puertos los aprovechan vacas y yeguas del lugar y de la vecina Asturias y hay una pista que, desde Corrapilas y Cervienza arriba lleva hasta la linde con Torrestío y hasta Veiga Redonda y Veiga la Sierra. No obstante, siempre nos quedará Congosto: allí todo el ganado es asturiano y además hay que subir andando. Así, las referencias altitudinales de los naturales son y siempre serán Moronegro, Solarco y la Peña Sañeo. Son referencias visuales que hacen también las veces de indicadores meteorológicos: la touca de Moronegro, Moronegro nidio o bien nidio, Moronegro desnevio [6]. La sucesión de alturas integrada en los Picos Albos que cierra Congosto contra Asturias es una especie de finis terrae, a muchas de cuyas peñas ni siquiera ponen nombre los naturales.
Last but no least, al igual que la cosmovisión de los lugareños se va modificando poco a poco debido al contacto con otras visiones (lo cual tiene algo de aculturación, pero también de enriquecimiento), un servidor puede hoy disfrutar del monte haciendo suya una parte de la citada cosmovisión. Es así que cada vez más parajes van teniendo para mi, amén de un nombre, alguna historia que los individualiza y alguna persona o personas que sustantivan el sucedido: la Chamuerga, bello entorno de por sí, se vuelve más entrañable cuando pienso en dos rapaces no comulgados y sus miedos nocturnos en la guarda de la vecera. Otro tanto ocurre con la Veiga Murias y dos jóvenes afriolados y sin chocolate por causa de lo barruntón [7] del chozo y de su poca cabeza a la hora de componer unas pregancias con cuerda. Qué decir de la cantera del Villar, sus treitas, sus corzas [8] y los esforzados bardines empeñados en arrancarle aquellas grandes lajas de piedra. O de las recuas de mozos ansiosos de baile y de mujer cruzando Gazoy.
Paisaje y paisanaje que se me ofrece en toda su grandeza por medio de lo que en principio fue walk about (nuestro garbeo patrio) y se va convirtiendo cada vez más en mi Walkabout [9] particular.

[1] Desconozco por qué motivo se viene conociendo a estos pastos como puertos pirenaicos.
[2] Habitantes de La Majúa
[4] Rebeco, Rupicapra rupicapra.
[5] Por turno entre la vecindad.
[6] Touca: dicen que Moronegro tiene touca cuando su cumbre aparece cubierta por el utanu, especie de niebla, acompañada de viento frío de componente septentrional que en otras partes llaman cierzo o norte. Nidio: nevado. Desnevio, aclarado de nieve.
[8] La treita es un atado de piornos que sirve de base para deslizar por las pendientes más acusadas las piedras; la corza es un trineo de madera que cumple el mismo fin en terrenos algo más transitables.

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Monte y montaña (i): Recomponiendo cierres

Cuando pasas por el Barrio de Arriba ya te huelen los de Entre Cárcel. Cuando alcanzas Entre Cárcel, el aroma les da en la nariz a los de Pandorado, y así sucesivamente ocurre con Corralada, El Otero, La Flor y La Gallina… Si por un casual vas para La Penilla, enseguida te barruntan las ovejas que paran en la corra grande de La Cortina, quizás por aquello de la familiaridad. No se muy bien por qué abajo en el pueblo no gusta este aroma montuno que te traes de la casa de La Solana, esa mezcla singular de fragancias diversas: sebo del frite [1], fumeiro (que siempre vale más que tirititeiro) [2] de la casa y caballunas del sesteo con vistas a Fasgares. Tal vez sea el contraste con las esencias que la modernidad ha traído a nuestros pueblos, que ya ni Los Cuiteiros huelen como Dios manda.
El caso es que tan feliz jornada acaba con miradas acusadoras y apremiantes que terminan con ducha para el recién llegado y lavadora para la vestimenta. Se evapora así esa sensación inigualable del pringue que penetra y lubrica falanges, falanginas y falangetas, de los lamparones, ese brillo sospechoso del pelo, ese…Bueno, igual un año de estos alguien se acuerda de las servilletas, pero, entre tanto, la navaja hay que limpiarla en algún sitio.
Estuvimos recomponiendo cierres en dos cuadrillas: el Alcalde mandó a unos al Pontón de la Barca del Tocino y a otros a la manga de Braña Elvira. Es la disculpa perfecta para, tras un trabajo liviano, ponerle cara al frite. Antes que nada, lo de todos los años (que si dentro, que si fuera,…). Resuelta la polémica, tarugo de pan, tajada del caldero y navaja. Así de sencillo. En realidad, a un servidor, desde que emparentó en este país, el cordero le sale por las orejas, igual que las rajas y el entremés [3]. Pero el frite del monte es otra cosa. Parecen bichos de otra raza, oiga. Por lo demás, se agradece terminar con algo ligero para que la comida no se haga pesada: queso y membrillo, tarta de almendra del otro lado de Ventana, café, copa y mondadientes.
Mientras estamos de tertulia tumbados fuera de la casa, no sé cómo acierto a ver, en medio de la somnolencia que me provoca la fartura [4] y que hace que no ya los párpados sino las pestañas me pesen una barbaridad, a un caminante cuya figura se recorta contra el piornal. Va equipado con la impedimenta habitual para la cosa esta del senderismo (bastones de trekking, camelback, GPS, etcétera). Sin duda viene de Torrestío, Valle de Valverde arriba hasta El Queixeiro y Valle de La Majúa abajohasta que el Corral del Concejo lo devuelva a la civilización. La ruta se ha vuelto muy frecuentada desde que la equiparon con la cartelería y señalización al uso. De repente, un pensamiento me saca momentáneamente del estado de duermevela en que me encuentro y me digo:
- ¡Eres un tío afortunado!
Aunque al final me puede la fartura y me quedo traspuesto, la idea que, a falta de papel y lápiz, he esquematizado en mi mente con las palabras monte y montaña me la llevo para casa con la intención de ponerla en papel. Miedo me doy…

[1] Guiso a base de carne de cordero, distinto de la caldereta típica de los pastores trashumantes. El frite se prepara con cordero, aceite, ajo, cebolla, pimentón y laurel.
[2] El dicho “vale más fumeiro que tirititeiro” viene a significar que vale más ahumarse que pasar frío.
[3] Las rajas son un surtido variado de embutido y el entremés, la ensaladilla rusa.

jueves, 7 de julio de 2011

Ladislao Morán Alonso

Cuando en 1932 nació Cristy Brown, escritor y pintor irlandés aquejado de parálisis cerebral cuya biografía inspiró la película Mi pie izquierdo (1989) ya era mozo Ladislao Morán y ya llevaba unos cuantos años descontados a una trayectoria vital en la que no fue ingrediente menor el ansia de superación de las limitaciones que su tara de nacimiento le impuso. A menudo me ocurre que el acercamiento a la plasmación literaria o cinematográfica de una historia me hace plenamente consciente de mi propia mediocridad. Dicho sea sin traumas. Me contento con ser consciente de ello y saber apreciar la genialidad de otros, esto es, soy un poco como los hermanos Bobo de otro film de culto, El inglés que subió una colina pero bajo una montaña (1995), cuando afirman que “no somos tan bobos para no ver que estamos bobos”. Digo esto porque, de las múltiples notas extraídas por mí de los filandones en casa de los Sastres, así como de las largas pláticas mantenidas con el propio Lao, conversador incansable por lo demás, bien podría haber escrito alguien con suficiente talento una interesante biografía.
Sobre lo que hoy llamamos discapacidad y la sorprendente y arrojada manera que algunos tienen de enfrentarse a ella recibí numerosas lecciones del tío Lao. Para muestra un botón. Andaba yo cortejando a una moza de La Majúa (hoy mi esposa, por cierto) cuando la susodicha me propuso una excursión al puerto de merinas de Congosto en compañía de su padre y del tío Lao. Dicho y hecho, nos plantamos en Sañeo con un todoterreno y, ya a pie, tomamos el camino que se adentra en Congosto. Ya al divisar el estrechamiento de La Cueña dudé para mis adentros de la soltura en el andar de aquel paisano octogenario que caminaba un tanto trastabillado con ayuda de un cayado. Superado el obstáculo, una vereda nos condujo, tras un agradable paseo, a la Charca de Congosto. Una vez que dimos cuenta de la merienda (rajas y bollo, creo recordar) a un servidor se le ocurrió la idea de encaramarse a los 2.075 metros de la Collada de la Verderona para dar vista a las Morteras del Valle. Expuesto mi propósito, cuál fue mi sorpresa cuando el tío Lao expresó su deseo de acompañarme. La subida, regular tirando a mala, me la pasé cavilando cuanto pesaría aquel viejo al que iba a tener que bajar de la collada a cuestas. No fue el caso. ¡Cuánto nos reímos Lao y yo cuando, pasado el tiempo y con la confianza que da la amistad y la familiaridad, le relataba yo mis pensamientos de entonces!
A veces pienso a dónde habría llegado, de haber nacido unas décadas después, un persona como Ladislao, capaz de plantarse en Pola de Lena en bicicleta, cruzar por el Alto de la Cubilla hacia Asturias a buscar una yegua en medio de una intensa nevada, irse desde La Solana hasta el Alto de la Farrapona a alternar en la cantina que Salvador tenía para servicio de los empleados de las minas de hierro o desenvolverse sin apuro en El Ferrol de los años treinta cuando a algún zoquete de la caja de reclutas se le ocurrió llamarle a filas . Quizás fueran ciertos prejuicios o quizás simplemente los tiempos, porque no cuesta nada imaginárselo de maestro, empleado de banca o quién sabe qué destino aún más elevado. Si no le arredraba un físico disminuido, desde luego no habría sido por luces, que sobraban en una cabeza muy bien amueblada por lo demás. En realidad, si no fuera por su empeño en leer periódicos liberales y en no morderse la lengua en determinadas situaciones y, sobre todo, ante determinadas audiencias (inclinaciones que en la época de Franco estuvieron a punto de costarle algún disgusto) creo que hubiera hecho un cura de primera. Tal apreciación era una de las numerosas chanzas con las que gustaba yo de provocar esa sonrisa pícara cuyo recuerdo permanece fresco en mi mente.
Precisamente, sus opiniones en relación con “la cosa de los curas” (referencia resumida a su pensar respecto a la fe, la Iglesia, etcétera) han dado pie a algunas reflexiones sobre lo complejo de su personalidad que me provoca su recuerdo y que desembocan en consideraciones que desbordan ampliamente lo religioso y aún su propia persona: lo rural, la pobreza, las ideas políticas, la ética, etcétera. No es cuestión de alargarse aquí con esas divagaciones con las que a veces me regala esta cabeza mía. En la suya pude apreciar la existencia de una complicada mezcla, que no mezcolanza, de principios de gran disparidad ideológica. Llegado a las izquierdas desde la pobreza, no tenía empacho en reconocer la desconsideración al uso para con criados y pastores de veceras llegados de fuera, los auténticos parias de aquella sociedad rural. Crítico con los poderes fácticos, hizo siempre gala de una buena relación con los curas (que frecuentaban su casa y leían, quizás para escandalizarse, la prensa a la que Lao estaba suscrito). Siempre mostró gran respeto y admiración por las personas de valía. Hombre no creyente o al menos no practicante, su sentido común le urgía a reclamar el arreglo de la iglesia parroquial (decía Lao que al menos una vez se serviría de ella). Le apenaba el abandono de los bienes del común y le preocupaba la opinión que las gentes de fuera pudieran formarse de su pueblo al ver el deterioro de calles e inmuebles. Era hombre de orden, incluso anticuado en ciertas cuestiones sociales.
Lo que se dice un personaje...
Last but not least, el patriarca de los Morán Alonso, los Sastres de La Majúa, era también de carne y hueso. Ejerció de sastre, dando con ello nombre, junto con Daniela y Leonides, a la saga familiar, en una época (la posguerra) en la que las condiciones para el oficio eran complicadas, viéndose obligado suplir con ingenio la escasez de materia prima. Con tintes caseros de paños e hilaturas y otras artes venía a conseguir lo mismo que mi abuela María, capaz de cocinar, en el Madrid de los cuarenta, tortilla de patatas sin tener ni huevo ni patatas. Fue lector impenitente y viajero incansable. Tenía su genio y tenía sus manías. De entre las últimas, destacó por ser desconfiado y escogido en las cosas del comer. Seguidor fiel del principio aquel de “carne en calceta para el que la meta”, nunca quiso saber nada de conejo, pulpo, calamar y viandas por el estilo. Cuentan que una ocasión, la sola mención de un banquete a base de tejón (“bueno estaba, aunque un poco recio lo que daba contra el hueso”, decían) le causó serios problemas intestinales.
Dejó este mundo habiendo viajado en avión y probado la Coca-Cola (con el chicle no pudo) y vestido con el traje que compró para la boda de un sobrino (quizás la mía). Genio y figura, decía de aquella que lo adquirió ya con vistas a disponer de una mortaja elegante.
Con más de un año de retraso, gracias por tu amistad. STTL.

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