miércoles, 20 de julio de 2011

De filandones y calechos (i): Más allá de Babia

Vuelvo a casa rumiando sobre el filandón de hoy en casa de los Sastres. Garabateo unas notas apresuradas sobre lo escuchado y me voy a la cama, no sin antes haber releído “Contar y escuchar” y “Filandón”, dos de los capítulos del peculiar Relato de Babia de Luis Mateo Díez [1]. Como de camino a casa he pasado por casa de Manolo y Maribel y no me he resistido, como de costumbre, a acompañar la charla con un par de tazas de café, la cama se convierte de nuevo en solar para unas reflexiones que al día siguiente trato de ordenar con la pluma.
No sabría decir si el filandón es una forma de relación social, un entretenimiento o un evento de mayor significación en el ámbito de las sociedades rurales. Quizás un poco de todo lo dicho. Desde luego, es algo más que una “Reunión nocturna de mujeres para hilar y charlar”, acepción académica que a todas luces parece pecar de simplista. Dice Luis Mateo, en el libro antes citado, que el filandón “…es el momento de contar, de escuchar, de remover la memoria vecinal que, como un viejo arcón, guarda los sucesos, las anécdotas, los cuentos, las leyendas, los romances, las canciones, el patrimonio de las pobres cosas de la vida y de su sabiduría” [2]
La reflexión más lúcida que yo he encontrado sobre el tema es, sin duda, la de John Berger en su obra Puerca tierra, más en concreto en el capítulo titulado “Una explicación” [3]. Lástima que la traductora haya elegido la palabra cotilleo para traducir al español el original referido a “La sutil observación del inventario de los sucesos y encuentros cotidianos, combinada con el conocimiento mutuo e inmemorial,…” La verdad es que desconozco el término inglés utilizado por J. Berger, pero a buen seguro que el autor no valora el retrato comunal del que habla como chisme o cotilleo. Más bien lo universaliza y lo eleva a la categoría de ingrediente fundamental de las sociedades rurales de aquí y de allá.
“…, el retrato que cada pueblo hace de sí mismo no está construido con piedras, sino con palabras, habladas y recordadas: con opiniones, historias, relatos de testigos presenciales, leyendas, comentarios y rumores. Y es un retrato continuo; nunca se deja de trabajar en él”
“Hasta hace relativamente poco tiempo, los únicos materiales de que disponían un pueblo y sus habitantes para definirse a sí mismos eran sus propias palabras habladas. El retrato que el pueblo hacía de sí mismo, aparte de los logros físicos fruto del trabajo de cada uno, era lo único que reflejaba el sentido de su existencia. Sin ese autorretrato —y el cotilleo, que es la materia bruta del mismo— el pueblo se hubiera visto obligado a dudar de su propia existencia. Todas las historias y todos los comentarios que ellas desencadenan, que no hacen sino probar que tales historias han sido presenciadas, contribuyen al retrato y confirman la existencia del pueblo”
Amén.
Desde el punto de vista formal me inclino a considerar el término en sentido amplio; según mi humilde parecer, allá donde hay congregación de vecinos en un cierto ambiente de intimismo vecinal y agregación de discursos hay filandón o calecho [4]. Los hay en las cocinas, en La Pedrona, en ca Rubén [5], con los varones del lugar formando círculo en torno a la conversación, en la casa de La Solana en el reposar colectivo de un frite o en los poyos de casa de Ulpiano, en La Penilla, cuando unos cuantos ociosos coinciden por azar y matan el tiempo charlando bajo la atenta mirada de Áurea, que reposa sus más de cien años en el quicio de la puerta.
El filandón se ha reinventado con el paso de los años, plantándole cara a la abrumadora cultura audiovisual del presente. Sigue habiendo gente que cuenta, aunque cada vez hay menos viejos para transmitir los sucedidos de antaño, y gente que escucha, aunque cada vez hay menos jóvenes que valoren la grandeza de lo que cuentan los viejos. ¿Hasta cuándo? El tiempo lo dirá, pero un servidor no es optimista. Cuando en otoño ca Rubén cierre sus puertas para siempre, los de La Majúa alternarán en San Emiliano, territorio ajeno, y ya no habrá círculo, sino corrillos en los que la memoria vecinal ya no será protagonista. Cuando las calles vayan quedando desiertas también en el estío el azar ya no formará calecho en La Penilla. Cuando nos dejen las gentes de edad provecta a cuyas cocinas acudimos algunos en busca de sentir, como dice Luis Mateo Díez, la “…emoción de la palabra como instrumento narrador” entonces nos abandonaremos a lo escrito, en el mejor de los casos. De hecho, quizás de aquella ya no haya mucho que contar o que agregar al autorretrato continuo en el que nunca se deja de trabajar del que habla John Berger.
Last but not least,  no me atrevo a aventurar si este filandón que hoy todavía nos emociona será capaz de reinventarse y hacerse un hueco en el ámbito de las TIC´s. Aunque personalmente estimo que morirá a la par que la estructura social que empezó a desmantelarse a mediados de la pasada centuria con el llamado éxodo rural, quizás migrará de las cocinas a las redes sociales. ¿De calecho en Twiter? Sonar suena raro, la verdad…

[1] Luis Mateo Díez, Relato de Babia, 1991, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, p. 135
[2] Lástima que, en mi humilde parecer, el filandón que ¿transcribe? L.M. Díez parezca ser un metafilandón o un filandón erudito imposible de vivir en cocina babiana alguna y que, por lo demás, pone en solfa las palabras despectivas del autor de la introducción para con el costumbrismo de Gil y Carrasco. 
[3] John Berger, Puerca tierra, 1989, Madrid, Alfaguara, pp.18-28.
[4] Aunque a menudo se considera que calecho y filandón son una misma cosa, al menos en La Majúa se dice filandón de la reunión que se produce después de la cena y calecho del resto de ocasiones en que varias personas se reúnen con finalidad similar.
[5] ca: casa (dicen aquí ca Rubén, ca Piti o ca Delia); generalmente se aplica a bares, comercios, etcétera.

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