A menudo vuelvo la vista atrás y me doy cuenta de que, con el paso de los años, mi visión de la montaña y de lo rural en general se arma, a día de hoy, de un conjunto de conceptos de procedencia muy diversa. De un lado, la convivencia, desde mi más tierna infancia, con los actores principales de la escena rural me ha permitido empatizar cada vez más con su percepción del entorno. Por otra parte, mi afición por el senderismo ha potenciado, en mi relación con la Naturaleza, los aspectos relacionados con lo deportivo, lo visual y, por qué no decirlo, con lo romántico. Por último, mis estudios de Geografía me han condenado a sufrir un ansia permanente por saber más de la realidad científica que esconden los paisajes rurales.
Debía tener yo dos o tres años cuando, en mis veraneos con la familia en la localidad de Burón, comencé a convivir con las gentes del campo. Nunca podré agradecer lo bastante a mis padres su condición de amantes de lo rural en una época, la del éxodo y la decadencia del campo, en la que tal condición no era, como hoy en día, moda. Nos alojábamos en casa de Pepe y Amelia, carpintero, rodero y agricultor el y ama de casa, agricultora y posadera ella. Las estancias estivales me permitieron conocer un pueblo que a la postre desapareció casi por completo bajo las aguas del Embalse de Riaño. Me sumergí en un mundo de parejas de vacas, carros chillones y acarreos de hierba que ya forman parte del pasado. Pero, sobre todo, conocí a Maximino, pastor de merinas a la falda del Pico Burín (así conocían en Burón al Pico Yordas) y a Lazo, Corbata y Bocanegra, sus mastines. Comí chuletas de cordero al pie de su chozo. Aunque de tales experiencias solo me acuerdo gracias a mis padres y a las fotografías, algo debió quedar por ahí en el subconsciente. Estas experiencias, agroturismo lo llamarían hoy, han continuado a lo largo de los años en Garrafe de Torío y han culminado, al menos hasta el momento, con mis estancias, nunca suficientemente largas, en las Babias.
Congosto, un puerto de merinas [1], el más cimero de la localidad de La Majúa, ha sido, tras un periodo de inopia, una fuente de inspiración para mí en el esfuerzo por empatizar con las gentes del lugar en su consideración de aquello que está más allá del Corral del Concejo. Mucho me costó comprender el desconocimiento de los bardines [2] de este insólito lugar, de los nombres de sus peñas, de sus lagunas, su indiferencia ante la belleza del entorno y su desinterés por saber más acerca de las maravillas científicas que alberga. La inspiración para superar esa falta de sintonía mental con los naturales me la proporcionó una pregunta:
- ¿Y tú a qué subiste allí?
Con esas me despachó un bardín provecto al que comentaba, quizás un poco sobrao, una ascensión a Peña Orniz. Para vergüenza de un servidor, hasta ese momento no desempolvé en mi mente aquellos conceptos vidalianos [3] de mis estudios geográficos: milieu, genres de vie,… Para los habitantes de La Majúa el monte no es afición ni devoción erudita. Por eso para ellos lo transitado es el monte, con sus pastos, sus fuentes, sus piornales, sus bosques y sus canteras. La montaña, esto es, las peñas, con sus roquedos y sus enebrales, es territorio un poco ajeno, quizás con la única excepción de los cazadores al acecho del rebezo [4] o de algún necesitado de remedios curativos hoy en desuso (como la nieve de algún nevero de los Picos Albos que servía para combatir las inoportunas fiebres estivales).
Creo comprender ahora la cuestión con claridad meridiana. Los puertos de merinas (Moronegro, La Solana, Amarillos, Arrajaos, Congosto) fueron históricamente enajenados para servicio estival de los rebaños trashumantes. Aún cuando eran puertos abiertos, esto es, pastados por los ganados del lugar antes de la llegada de las merinas, tenían un significado mucho menor en lo que se refiere a la ganadería local que los pagos por los que paraban habitualmente las veceras, como la Cuesta Lao o que las referencias habitacionales de los que las guardaban, como la Chamuerga o la Veiga Murias. No quiere decir esto que no fueran lugares conocidos: amén de pastarse antes de San Juan, a ellos se subía a por abono para bajar a riberas, a recomponer los chozos de los pastores de merinas con la promesa de una buena caldereta (dicen las malas lenguas que en ocasiones estas pícaras gentes los quemaban en otoño para crear la necesidad), a genciana, etcétera. Las peñas eran otra cosa; nada se les perdió en ellas a los bardines. De hecho, algunos las conocieron con ocasión de los convoyes de la época de la Guerra Civil, cuando calle alante [5] los vecinos estaban obligados a aprovisionar las trincheras de leña, enseres y comida.
A día de hoy la cosa ha cambiado; ya no hay ovejas trashumantes y los puertos los aprovechan vacas y yeguas del lugar y de la vecina Asturias y hay una pista que, desde Corrapilas y Cervienza arriba lleva hasta la linde con Torrestío y hasta Veiga Redonda y Veiga la Sierra. No obstante, siempre nos quedará Congosto: allí todo el ganado es asturiano y además hay que subir andando. Así, las referencias altitudinales de los naturales son y siempre serán Moronegro, Solarco y la Peña Sañeo. Son referencias visuales que hacen también las veces de indicadores meteorológicos: la touca de Moronegro, Moronegro nidio o bien nidio, Moronegro desnevio [6]. La sucesión de alturas integrada en los Picos Albos que cierra Congosto contra Asturias es una especie de finis terrae, a muchas de cuyas peñas ni siquiera ponen nombre los naturales.
Last but no least, al igual que la cosmovisión de los lugareños se va modificando poco a poco debido al contacto con otras visiones (lo cual tiene algo de aculturación, pero también de enriquecimiento), un servidor puede hoy disfrutar del monte haciendo suya una parte de la citada cosmovisión. Es así que cada vez más parajes van teniendo para mi, amén de un nombre, alguna historia que los individualiza y alguna persona o personas que sustantivan el sucedido: la Chamuerga, bello entorno de por sí, se vuelve más entrañable cuando pienso en dos rapaces no comulgados y sus miedos nocturnos en la guarda de la vecera. Otro tanto ocurre con la Veiga Murias y dos jóvenes afriolados y sin chocolate por causa de lo barruntón [7] del chozo y de su poca cabeza a la hora de componer unas pregancias con cuerda. Qué decir de la cantera del Villar, sus treitas, sus corzas [8] y los esforzados bardines empeñados en arrancarle aquellas grandes lajas de piedra. O de las recuas de mozos ansiosos de baile y de mujer cruzando Gazoy.
Paisaje y paisanaje que se me ofrece en toda su grandeza por medio de lo que en principio fue walk about (nuestro garbeo patrio) y se va convirtiendo cada vez más en mi Walkabout [9] particular.
[1] Desconozco por qué motivo se viene conociendo a estos pastos como puertos pirenaicos.
[2] Habitantes de La Majúa
[4] Rebeco, Rupicapra rupicapra.
[5] Por turno entre la vecindad.
[6] Touca: dicen que Moronegro tiene touca cuando su cumbre aparece cubierta por el utanu, especie de niebla, acompañada de viento frío de componente septentrional que en otras partes llaman cierzo o norte. Nidio: nevado. Desnevio, aclarado de nieve.
[8] La treita es un atado de piornos que sirve de base para deslizar por las pendientes más acusadas las piedras; la corza es un trineo de madera que cumple el mismo fin en terrenos algo más transitables.
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