miércoles, 20 de julio de 2011

De filandones y calechos (ii): ¿Se juega o no se juega?

Cuando entramos en la cocina de los Sastres, la televisión nos regala con un programa de esos infumables en los que se destripan las privacidades más inconfesables de unos invitados bien remunerados. Sí, uno de esos que nadie ve…
— Ardoncino, apaga la tele que nos atrona [1]—dice Nisa con voz de pocos amigos y tono de reproche dirigiéndose a este nuestro santo Job—.
Me siento al lado de Nisa y como no podía ser menos, si no se calla revienta:
— ¿Todavía te duran las alpargatas mi neno? Aún recuerdo esos pies grandes y negros, esos pelos y esos pantalones cortos que gastabas el primer día que te vi sentado en uno de los poyos del corral. ¡Oh madre!, pensé, mira lo que nos trae a casa esta sobrina nuestra… ¿será gitano?
Otra que no se aguanta, Daniela, echa más leña al fuego:
— ¿De verdad Cecilia que le pusiste ese remiendo que trae en los pantalones? Bueno, no dirán nada en el pueblo porque ya le conocen...
Así, mientras la gente se reparte entre el escaño y las sillas, el filandón ya ha comenzado a base de lugares comunes y de retranca, para no variar. Como voy siendo perro viejo en estas lides, saco la artillería pesada de las alusiones a ciertas proezas de la tía Nisa: que si “mí singular predilecta” (encabezamiento empalagoso de una carta de alguno que pretendía cortejar en su día a la tía Nisa); que si “lo que son son lobos” (sentencia de la propia Nisa ante la vista de unos cánidos mientras guardaba la vacas con su sobrino Alfredo), que si “qué significa enguichaperros” (calificativo [2] con el que la regaló Ardoncino en un lance de la brisca),...
La tía Nisa y un servidor ya hace que nos vamos conociendo: se hace la ofendida, se ríe y me hace los reproches de rigor. Yo le respondo siempre preguntándome en voz alta sobre si será o no la susodicha la más perversa del lugar y sobre si habrá manera de que se le pegue algo bueno de la virgencilla que estos días para, con su hornacina, en el corredor. Es como cuando a sus preguntas, a veces algo fuera del ámbito de la discreción, yo le respondo siempre a la gallega inquiriéndola si quiere la respuesta corta o la larga o despachándola con un encogimiento de hombros pretendidamente exagerado (tu barruntar barruntas, canalla, pero no sueltas prenda —me dice siempre).
Como es tiempo de verano, Daniela apremia a Ardoncino a cerrar las contras. De abrir la ventana, ni hablar, que se llena la cocina de paparratsos [3]. Unos se quejan de calor (que lo hace, se lo aseguro) y yo me acuerdo del tío Lao (camiseta, camisa y chaqueta de punto) y de lo que se echa de menos su sonrisa pícara, sus bufidos y sus historias.
— ¿Por dónde anduviste hoy? —me pregunta Ardoncino.
— Fui con Pepe a la Casa Mieres y desde allí no asomamos a Navares y acabamos dando vista, desde un collado y hacia el Oeste, a los alrededores de La Majúa: el Machadín, el Villar, Fispalombo… El pueblo no se veía porque nos lo tapaba La Ladrera. Se veían Robledo y Huergas al fondo. Hemos quedado en bajar otro día, siguiendo las veredas, a dar a Añaz y a Puente Orugo.
Mis explicaciones sobre cómo estaba el pasto y sobre el ganado que vimos sólo parece interesar a Ardoncino y a Alfredo, por lo cual las mujeres hacen un aparte.
— ¿La nenina lo pasa bien? –pregunta Daniela. Se refiere a Elena, nieta, sobrina nieta y sobrina de los presentes. Es la benjamina de la saga, objeto de las atenciones y carantoñas de todos.
Cuando alguien comenta su afición a los animales y a las cuadras, las conversaciones vuelven a refundirse en una sola.
— La nena lo mismo se divierte pisando charcos que tirando piedras al río o intentando en vano hacer sonar un chiflo —dice Bri.
Del chiflo a las gaitas, de las gaitas a los verrones y de los verrones al turuchón [4] que Aladro hacía sonar desde El Oteiro para llamar a la vecera. Cuando, poco versado en estos vocablos típicos de la zona, pregunto por la naturaleza de estos instrumentos, los babianos se ríen de mi ignorancia y yo me mofo de sus palabros. Ardoncino me explica cómo se fabricaban estos rudimentarios instrumentos musicales de factura vegetal (algunos hechos con ramas de un árbol, el verdenace, especie imaginaria y ajena a la clasificación de Linneo producto de la retranca de Ardon).
— Y el tal Aladro, ¿era de fuera? —pregunto.
— Bajó un día, ya de noche, por la peñas de La Penilla y llamó en casa de mi tío Emilio. La tía le hizo una cazuela de sopas con sebo y pan que traía en la bolsa. Decía mi tío que nunca vio comer a nadie con tanta ansia —dice Nisa.
— Pero, ¿era de por aquí?
— Quien sabe mi neno. Dicen que si había andado de pastor en San Félix, pero vete tú a saber de dónde venía. Aquí paró como pastor de la vecera, durmiendo y comiendo en cada casa el número de días que tocara según los animales que se echaban al rebaño. Cuando paraba aquí en casa dormía en la cocina y eran de terrecer [5] las ventosidades que traía el hombre consigo de amanecida.
Definitivamente, la conversación se mueve en el tiempo y entra en el ámbito de los sucedidos de antaño. Aladro es uno de esos personajes ocupados en oficios típicos de un mundo rural ya desaparecido. Eran gentes de fuera, criados, pastores, teitadores [6], etcétera, que formaban parte un tiempo más o menos dilatado de la cotidianeidad del lugar para luego desaparecer. En muchos casos, nadie recuerda ya de dónde vinieron ni adónde marcharon. Como ya he anotado en alguna ocasión, Lao me hizo ver, en una de sus sorprendentes reflexiones [7], lo poco bien que se trataba a aquellas gentes. Yo todavía conocí a un personaje de este tipo, al que llamaban El Gafas o El Vidrios, que, hace unos años, dormía en la escuela y se empleaba allí donde hubiera un jornal.
— En cierta ocasión —cuenta Ardoncino— los mozos le hicieron creer que un carnicero tenía la intención de montar una fábrica de embutidos al pie de la Cascada del Canalón. En esa fábrica, le decían, entrarán los cerdos vivos por un lado y saldrán los chorizos por el otro. Si los chorizos no están al gusto no hay problema, se invierte el sentido de las máquinas y vuelven a salir los cerdos.
— Era más bien corto, el pobre —responde Alfredo a mi pregunta sobre su inteligencia.
— ¿Nunca oíste decir a la gente de La Majúa “estás como Aladro”? Pues ya puedes imaginarte de dónde venía el dicho —apostilla Bri.
— En cierta ocasión en que se lamentaba de su soledad y se dejó decir que le gustaría cortejar a alguna moza del lugar —cuenta Alfredo— Castro le explicó que era costumbre andar calle arriba calle abajo con un campanillo al cuello. Dos días anduve yo con el campanillo este entre Cospedal y La Majúa, le dijo el susodicho señalándole un campanillo todo entiznado colgado de un clavo en la fragua. Ya te puedes imaginar la burla que harían de Aladro rondando con el campanillo…
— Mucho le hicieron sufrir al pobre con las historias de los calibanes [8] —comenta Nisa—. Lo mismo lo acorralaban y amedrentaban de noche a cuento de los calibanes que lo engañaban con historias de tesoros.
Mientras reflexiono sobre la crueldad de la que en el pasado fueron objeto fatos, tartamudos, sordomudos y demás gentes a las que hoy consideraríamos con respecto discapacitados, la conversación abandona la desdichada historia de Manuel Aladro para volverse al presente.
— ¿Y tú que hacías en el huerto de María la de Constante? —interroga Daniela a Bri.
Pueblo largo donde los haya, un cuarto de legua de puente a puente, en La Majúa las noticias y los chismes viajan más rápido que las personas y aún los vehículos a motor. Es así que Bri se ve obligada a contar a Daniela, que no ha salido en todo el día de La Gallina, que andaba arrancando unos hierbajos que le salen a las junturas del puente.
— ¡Estás loca, mi nena! No te imaginas las culebras que crían en ese huerto —se escandaliza entre grandes aspavientos Daniela—. Dice María que le aborrece sembrarlo porque es de terrecer las culebras que salen al desbrozarlo.
— Ándate con ojo que mira lo que le pasó el otro día a ese de Huergas al que segando le picó una culebra —interviene Nisa—. Para morirse está el pobre, que lo han tenido que operar de la cabeza.
— Dicen algunos que además hipnotizan a la gente —digo yo en tono burlón.
— Pues contaba mi padre, y mi padre no mentía, que en cierta ocasión vio a una culebra quedarse mirando a un pájaro que volaba en círculos hasta que el pajarillo se bajo al suelo y ¡zas! se lo zampó. Que sepas que en cierta ocasión —continua Nisa— estaba yo guardando en Feisgayoso y acerté a sentarme justo al lado de un montón de culebras, cientos habría, todas enroscadas, que dicen que se enroscan para darse calor. Veces había que a Bri, que era una nenina, no nos atrevíamos a bajarla del carro en Veiga las Cuevas cuando íbamos a la hierba, que aquello estaba infestao [9] de culebras.
Culebras haberlas hailas en estos parajes, la verdad. Otra cosa es que la cosa se mitifique un tanto. A veces hay que porfiar con algún apunte algo más objetivo, pero tampoco conviene pasarse. En cualquier caso, vete tú a dejar por mentiroso al paisano que en ca Rubén jura y perjura que vio a un helicóptero tirar sacos repletos de ratos [10] y culebras para dar de comer a las águilas…
Definitivamente, cuando la cosa va de reptiles y roedores, Nisa se adueña de la conversación.
— Es como cuando este modorro (otra vez a faltar a nuestro santo Job) dejó un costal de farina abierto y cuando metí la lata para cebar se me subió un rato por la manga. Me creo que los gritos se oyeran en el Barrio de Arriba.
El revoltijo de brazos con que Nisa ilustra el viaje del rato por las entretelas (menos mal, dice, que gastaba la bata aquella con cinto y no se pasó para abajo) me recuerda un poco a las maniobras del baile chano [11]. Tras alguna historia mil veces contada sobre lagartijas y mozos revoltosos en Las Cuartas, la conversación languidece.
— ¿Se juega o no se juega? —interviene Cecilia, mi suegra favorita, a la sazón jugadora empedernida de cartas.
— Servidor se marcha –digo, poco interesado en el asunto de la brisca.
— ¿Pero dónde vas, mi neno? –pregunta Nisa. Juega una partida.
— Jugaría con gusto si no fuera la brisca el juego más aburrido que conozco. Que si un pequeno [12], que si brisca, que si echa tantos,… ¡vaya diversión! Todavía los que llevan el juego algo hacen, pero el resto…
— ¡Chacho! Estás loco mi neno. Anda, da la luz no vayas a caer por la escalera, me dice, como si fuera nuevo en la casa.
Les dejó en torno a la mesa jugándose la honra. Cuando acaben, alguna pasta u otra vianda aderezada quizás con algún chisme sobre lo desenfigurao que está tal o cual vecino (por haber enflacao o engordao, por estar arrugao de la cara…) pondrán fin a la velada.

[1] Ensordece.
[2] Persona que azuza a dos perros para que peleen entre sí. En sentido amplio, persona que malmete.
[3] Polillas.
[4] El turuchón de Aladro parece ser que era una concha.
[5] Eran de temer
[6] Techadores, generalmente gallegos, al igual que lo canteros.
[7] Dice John Berger (en el libro ya citado en la primera parte de esta entrada) que “…, los comentarios, que se añaden a la historia, pretenden ser una respuesta personal de quien los hace, a la luz de este suceso concreto, al enigma de la existencia” En algunos casos, los comentarios van implícitos en la historia y son expresados de manera más o menos inconsciente; en otros, tienen una formulación más reflexiva y lúcida. Tal era el caso de Lao, en quien algunas muletillas (“será verdad, hombre, será verdad”), no eran un dar la razón como a los burros, sino un reconocimiento de su apertura a otras opiniones y posibilidades.
[8] Deduzco que la burla de los calibanes (quizás deformación de caníbales) era similar a la de los gamusinos.
[9] Lleno, plagado.
[10] Ratones.
[11] Baile típico de Babia y Laciana.
[12] Pequeño

http://babieca.unileon.es/babieca.html

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