jueves, 15 de septiembre de 2011

Ensanchando paceros (iii): el mito de la aldea entrañable

Aún cuando puedan resultar interesantes las reflexiones de la entrada anterior, el universo de la memoria es cosa personal o al menos restringida a un conjunto de gentes que, por el motivo que sea (compartir referencias geográficas, pertenecer a un mismo grupo generacional, etcétera) crean una imagen del pasado similar. Podemos razonar acerca de los motivos que subyacen bajo las distintas formas de ver el pasado, pero nada hace pensar que las valoraciones que se siguen de ellas sean necesariamente reflejo objetivo de la realidad.
Procedería pues, analizar desde la distancia esa imagen de locus amoenus de los modos de relación y organización social y económica que, más o menos matizada, dejan entrever muchos de los escritos de aquellos que, desde el ensayo, la novela o aún la Ciencia, se han movido en los ambientes característicos de la ruralidad preindustrial. La tarea desborda claramente tanto el contexto de esta reflexión, el de un humilde blog que no aspira a superar la levedad en la escala del pensamiento, como las capacidades de un servidor. Apenas puedo yo aportar algunas opiniones que, sin ser del todo apriorísticas ni desinformadas, no están mínimamente estructuradas como para ser consideradas algo más que conversaciones de cocina. La principal de ellas es que en la literatura sobre el tema hay una corriente, no se si mayoritaria pero desde luego bien nutrida de investigadores de múltiples disciplinas, un tanto contaminada del misticismo de Adelaida Vaquero y armada a base de lugares comunes cuya expresión no resistiría los peros de un mediocre abogado del diablo. Se me antoja este un espacio de reflexión un tanto mediatizado por posiciones ideológicas irrenunciables que tienen que ver con la insatisfacción ante las contradicciones del mundo actual[1]. En cualquier caso, la amplitud y profundidad del debate sugieren dejar el tema, al menos de momento, para mentes más sesudas.
Habrá que conformarse, pues, con un acercamiento más ligero y desenfadado a algunos de los rasgos que, de manera más o menos consciente, arman la imagen buenista que, a la postre y vía marketing, ha llegado a calar en gran parte de nuestra sociedad: bonhomía, solidaridad, igualdad y sostenibilidad son algunos de los más manidos y señalados en la creación del mito de la aldea entrañable.
No está entre nosotros el abuelo Severino para hablarle de bonhomía ni preguntarle de sus peripecias cuando anduvo ocupado en tareas de guarda del común (la primera de ellas, conseguir el imprescindible certificado de “feligrés de bien” que el cura del lugar le negaba por su escaso apego a las cosas de la Iglesia). No obstante, su hijo Ardoncino, que heredó la profesión para poder contribuir así a las menguadas arcas de la economía familiar, podría escribir un tratado de picaresca acerca de las mil maneras de ensanchar un pacedero a costa de los predios del vecino. O acerca de las trifulcas en que a menudo derivaba la lectura de las prindadas (multas) en el concejo de fin de mes. En ocasiones, las cosas llegaban a mayores: algo sentí contar alguna vez acerca de el tiro en la pierna con que se resolvió una disputa por el riego en Juandín. Eso de atribuir “Afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento” (RAE, “Bonhomía”) a pueblos y comarcas era cosa del costumbrismo, por otro lado magistral, de Víctor de la Serna y otros escritores del género. Una década lleva un servidor socializando en estos pagos y ya conoce de sobra a los malos de antes y a los malos de ahora, quizás por la falta de teatralidad que imponen las estrecheces físicas y sociales[2]. En ambos casos, pasado y presente, hay malos y maldades que no son cosa de risa precisamente…
La confusión de conceptos es otro de los males que enmaraña los debates sobre estas cuestiones. Nada tiene que ver la “Adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros” (RAE, “Solidaridad”) con la implementación de un sistema de gestión comunal[3]. Algunos autores han reaccionado a la formulación del que se ha venido en llamar “mito del individuo egoísta”[4] con la implantación de otro estereotipo, el del rural altruista. En un punto medio, lugar en el que a menudo se encuentra la verdad, está la idea de que los sistemas de gestión comunal son una estrategia adaptativa que ha de estar siempre respaldada desde los ámbitos institucional y normativo[5] El hecho de que nos parezca más apropiado hablar de cooperación necesaria más que de solidaridad espontánea no quita para dejar constancia de la existencia de ciertas actitudes realmente solidarias (en la correcta acepción del término), en especial en situación de adversidad manifiesta para algún convecino. Tampoco hay que descartar la posibilidad de que que la estrechez de las comunidades rurales acreciente la sensación de interdependencia y la asunción del principio de “hoy por ti, mañana por mí”.
Hace ya algunas décadas que en la aldea hubo un serio conflicto social que recibió en su día el nombre de “los cuernos de La Majúa”. Se dividieron las gentes del lugar en nata y debura[6], entre los de casa grande y los de capital y posibles menguados. La cosa derivó incluso en enfrentamientos físicos, hasta tal punto de que a alguno pudieron haberle partido el cráneo con el astil de un manal[7]. Aquellas familias pudientes de entonces, muchas venidas a menos con el discurrir del tiempo, no mandaban a niños apenas comulgados a guardar veceras en turno ajeno. Sus miembros no segaban prado ajeno, ni se empleaban en sacar piedra de las canteras, daban estudios a la prole (si había predisposición o amplitud de miras, virtudes que no siempre acompañaban a los posibles),… Aparte de los ricos y los pobres, estaban, como ya hemos apuntado en otras ocasiones, los criados. El acceso a los recursos del común no suponía igualdad, ya que coexistía con una participación de la propiedad privada muy diferenciada. Hubo familias para las cuales la emigración de una parte de sus miembros fue un recurso más habitual o más temprano[8].
Por último, el tema de la sostenibilidad es otro de los más afectados por el recurso a lugares comunes. La presencia recurrente de algunos apriorismos sobre la relación de la ruralidad tradicional con el medio ambiente, contraponiendo la gestión comunal a la individual o estatal[9] ha generado a la postre uno de los más importantes conceptos comunitarios (de la UE) de ordenación territorial, el del “agricultor jardinero”[10]: respecto al mismo, siempre duda uno acerca de la conveniencia de calificarlo como falacia o bien como engaño. Para el presente, mis experiencias al respecto son de lo más desalentadoras, aún cuando siempre me sienta tentado a justificar determinadas actitudes por la tantas veces comentada relación desigual ciudad-campo. Por otra parte, ciertas actitudes de los gestores públicos se empeñan en dar argumentos a los de los apriorismos[11].
Last but not least, cuando releo estas últimas entradas, así como algunas otras referidas a la idiosincrasia de esta aldea que me acoge en tiempos de asueto (muchas de ellas extrapolables a la generalidad del mundo rural) me doy cuenta de que algún lector podría percibir un cierto tono de desencanto. Tal percepción no se corresponde con mis sentimientos; simplemente se trata de un cierto aire desmitificador producto de la convivencia, de la escuela del calecho y de la reflexión. Se trata de apreciar un todo, con sus virtudes y miserias. No se trata de interiorizar la literatura al uso. Es afecto, es pasión y es admiración en algunos casos. A su manera, es un aldea entrañable y para que lo sea no hacen falta quimeras ni leyendas. Para lo legendario, el filandón…

[1] “La utilización de la ideología liberal y capitalista que ilumina los procesos de desarrollo se hace evidente cuando examinamos el debate en torno a los recursos comunes. El énfasis en la necesaria transformación de la propiedad comunal en propiedad privada o estatal coincide con los intereses de tal lógica, pues es la forma de situar todos los recursos bajo la subordinación al poder y al capital. La gestión comunal es mucho menos controlable “desde arriba” pero, sin embargo, puede responder mejor a los intereses de los usuarios y asegurar el uso sostenible de los recursos. […/…,] ni la propiedad privada ni la estatal se muestran como garantes del uso sostenible del medio ambiente, mientras que hay numerosos ejemplos de formas de gestión comunal que sí lo hacen. Además, a menudo los fenómenos privatizadores pueden conducir al incremento de las desigualdades, a la depauperización de los menos favorecidos […/…,] y a la sobreexplotación de los recursos […/…,] sometiendo los recursos a la lógica del modo de producción capitalista” José PASCUAL FERNÁNDEZ (1993): «Introducción», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, p. 9.
[2] “En un pueblo, la diferencia entre lo que se sabe de una persona y lo que se desconoce de ella es mínima. Puede haber un cierto número de secretos bien guardados, pero, en general, apenas existe el engaño: es casi imposible” John BERGER, Puerca tierra, 1989, Madrid, Alfaguara, p. 25.
[3] “Esto no quiere decir que el ser humano sea altruista por naturaleza, así como tampoco egoísta, pues la cooperación puede ser simplemente una estrategia adaptativa en la que se entremezclan comportamientos y actitudes de diverso tipo, y que puede llevar al aumento de las posibilidades de supervivencia y al bienestar de las poblaciones. La racionalidad humana es muy compleja como para encorsetarla en esquemas cerrados de egoísmo o altruismo” José PASCUAL FERNÁNDEZ (1993): «Introducción», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, Federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, p. 9.
[4] El concepto se ha ido forjando a partir de los escritos de Garret HARDIN. («The Tragedy of the Commons», Science, 162, 1968, pp. 1243-1248).
[5] Es lo que Durkheim llama “solidaridad mecánica: “Una sociedad regida por la «solidaridad mecánica» se caracteriza por una total competencia de cada individuo en la mayoría de los trabajos, surgiendo una mínima diferenciación por edad o sexo. La solidaridad mecánica, propia de las sociedades primitivas, es aquella que surge de la conciencia colectiva. En estas sociedades, el derecho instalado es el represivo: el crimen es visto como ofensa a la sociedad en conjunto, al órgano de la conciencia común” http://es.wikipedia.org/wiki/%20Solidaridad_(sociolog%C3%ADa)
[6] Debura: suero que resulta del proceso de desnatado de la leche; normalmente se utilizaba como alimento para los cerdos.
[7] Manal: Apero utilizado para majar (separar el grano de la paja) cereal. Se utilizaba normalmente, en vez del trillo, cuando se quería conservar las plantas enteras para utilizarla en el techado de edificaciones. Se componía de dos astiles unidos en su extremo por una cinta de cuero.
[8] “A nuestro entender, la apropiación comunal se organizó históricamente como una forma eficiente de explotación adaptada al medio y tendente a la regulación del crecimiento demográfico a través de las casas (el elemento fundamental de organización productiva y referencia social), mediante la transferencia a éstas de los mecanismos de exclusión de los efectivos sobrantes. Esta exclusión no se hacía necesaria por unos recursos comunales exiguos, sino más bien por una limitación y una repartición desigual de las tierras de propiedad particular. Por ello, la teórica igualdad comunal se basaba en la absorción, por parte de las casas, de los conflictos inherentes a la diferenciación social” Xavier ROIGÉ VENTURA, Oriol BELTRAN COSTA y Ferran ESTRADA BONELL (1993): «Diversidad ecológica y propiedad comunal. El pueblo como organización política, económica y social en el Val D’Aran (Pirineos)», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, pp. 74-75.
[9] “Dejar el futuro en manos de estos individuos sería mantener las redes de poder que actualmente ahogan los sistemas comunales. No se pueden imponer estos sistemas; ni es posible que existan simplemente adoptando «técnicas verdes», como la agricultura orgánica, energías alternativas o un mejor transporte público, aunque todo esto sea necesario y deseable. Más bien, los sistemas comunales emergen a través de la resistencia cotidiana a los enclosures por parte de la gente corriente, y a través de sus esfuerzos para volver a alcanzar el apoyo mutuo, la responsabilidad y la confianza que mantiene los comunales” (The Ecologist, 1992). Citado en Federico AGUILERA KLINK (1993): «Economía, medio ambiente y espacios comunales», en José PASCUAL FERNÁNDEZ (Coord.): Procesos de apropiación y gestión de recursos comunales, Tenerife, federación de Asociaciones de Antropología del Estado Español-Asociación Canaria de Antropología, pp. 20-21.
[10] Ignacio PRIETO SARRO (2002): «Castilla y León ante la apuesta rural europea», en Revista de Economía y Finanzas de Castilla y León, nº 5, p.181.
[11] Un buen ejemplo es la actitud de la administración en el proceso de concentración parcelaria de La Majúa: repuebla con especies no autóctonas, ignora las indicaciones de los estudios de impacto ambiental sobre preservación de setos vegetales y muros de mampostería en los lineros de las fincas, etcétera.

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Ensanchando pacederos (ii): reflexiones en torno a a la memoria

Hace años, me llamaba la atención lo que yo consideraba una especie de bipolaridad de la memoria de las gentes del mundo rural. Lo mismo un día les oías hablar con entusiasmo de las décadas de la primera mitad del s. XX que al siguiente te abrumaban con el relato de la acumulación de miserias que presidía la vida de entonces. Con el paso de los años y después de compartir muchas veladas con las gentes del lugar (lo que yo llamo la escuela del calecho) me he ido dando cuenta que no hay nada extraño en esa actitud.
En el caso de los emigrados, nos encontramos con una memoria bastante objetiva: se dan cuenta del diferencial en calidad de vida en que a la postre derivó su abandono del pueblo, pero echan de menos algunas de las características de la sociedad rural de antaño, en especial las referidas a los modos de relación social y al folklore.
No hay que olvidar, tampoco, que en su expresión más normal, la añoranza es propicia a primar el recuerdo de los aspectos positivos de la vida; por otra parte, aún las malas experiencias tienden, por pasadas, a edulcorarse un tanto. Es por eso que el paso de los años permite recordar con una sonrisa lo que en su día fueron sin duda dolorosos bofetones del maestro de turno. Por lo demás, no es raro que estas gentes sientan un cierto orgullo de haber participado de la épica del duro y constante enfrentamiento con el entorno que requirió la tarea de la supervivencia.
En muchos casos, los achaques de la vejez se sobrellevan mejor mediante el recurso al retorno mental a los paisajes de la infancia [1]. Se trata, por lo demás, de un viaje memorístico, aderezado a menudo con una estancia estival en el pueblo, libre de las incomodidades objetivas del retorno real.
Muy distintos son los esquemas mentales que, en torno al pasado, van armando las mentes de los que no emigraron. Muchos de ellos, gentes de edad avanzada que vivieron una sociedad plenamente operativa dentro de los parámetros de lo que hemos dado en llamar la ruralidad tradicional (para la cual se citan como vectores fundamentales la economía de autoabastecimiento y subsistencia, el comunitarismo, etcétera…) se enfrentan, en su vejez, a un panorama peculiar: si bien sus condiciones de vida han mejorado sensiblemente en muchos aspectos, la ruina de demográfica ensombrece sus puntos de vista. Nos vamos acercando a una segunda transición de estos espacios marginales: la primera fue la del éxodo rural; la segunda está siendo ya la del agotamiento poblacional. El panorama optimista que nos describe Jesús García Fernández en su conocida reflexión “Sobre el concepto de desertización y Castilla”[2] se va diluyendo por falta de una mínima base humana que sostenga ese modelo de campo tecnificado, moderno,…
No es extraño que, en tales circunstancias, la nostalgia más radical invada las cocinas. Dicen los entendidos que “…, cuando todo ‘era mejor antes’ tenemos un problema existencial. No existe armonía entre lo vivido y el ahora y el aquí. La nostalgia entonces deviene un refugio contra una realidad agobiante. Una obsesión del regreso”[3]. Siendo probablemente muy cierto lo anterior, no creo que en este caso podamos hablar de la nostalgia como patología, sino más bien como un refugio ante la incertidumbre. La situación es propicia para que, en palabras de Milan Kundera, "El crepúsculo de la desaparición lo baña[e] todo con la magia de la nostalgia". Lo falaz de los argumentos típicos de la nostalgia[4] se justifica, en este caso, por la presión difícilmente soportable del desasosiego que causa un futuro poco halagüeño. El escenario es fácilmente imaginable: un matrimonio de edad provecta, únicos habitantes de un barrio de la localidad, abrumados, cuando no angustiados, por la perspectiva de lo que podríamos denominar el “síndrome del superviviente”: ¿Qué será de aquel que sobreviva al otro?
El pensamiento de Adelaida Vaquero que Luis Mateo Díez recogió en su Relato de Babia[5], es un ejemplo de la mitificación del recuerdo a la que nos hemos referimos:
“Aquí siempre se invernaron. Yo conocí aquí abiertas veinticinco puertas, veinticinco vecinos. Se moría la gente, que es lo que hay que hacer cuando llega la hora, y se la enterraba con todas las cosas necesarias: médico, cura y lo que faltase, no se crea que nos andábamos por las ramas. El que se iba se iba con todas las bendiciones puestas […/…] Total que aquí se invernaba, la gente tan contenta y el que más y el que menos de acuerdo con lo suyo”.
Su calificación del éxodo rural como “manía de zascandiles” y también sus augurios sobre la hipótesis de un retorno forzado a la vida de antaño (“…: subimos a ese chopo hasta la cima y donde agarrarnos hay ¿no? Pero llegando a la cima tenemos que volver pa atrás”) constituye una visión claramente deformada de la realidad, quien sabe si una defensa ante la idea de una vida perdida en el mantenimiento de un mundo que desaparece sin remedio.
Last but not least, la diferencia de criterio o de percepción en la consideración del pasado entre emigrantes y resistentes no es más que otra manifestación de la quiebra de estas sociedades rurales de la que ya nos hemos ocupado en anteriores entradas. La toma de decisión tomada en su día sobre la conveniencia o necesidad de emigrar ha derivado en trayectorias vitales dispares y, a la postre, en incomprensión entre ambos colectivos y en diferencias de criterio que se manifiestan en todos los ámbitos de la vida, hasta en la memoria…
Sobre esta herida abierta bajo la línea de flotación de lo que va quedando de las sociedades rurales, generacional casi siempre, ha escrito con maestría Julio Llamazares en su libro La Lluvia Amarilla, quizás una de las expresiones literarias más sublime y triste del devenir de estas sociedades rurales de la montaña española[6].
“El ya sabía lo que yo pensaba. Se lo había dicho claramente el primer día. Si se marchaba de Ainielle, si nos abandonaba y abandonaba a su destino la casa que su abuelo había levantado con tantos sacrificios, nunca más volvería a entrar en ella, nunca más volvería a ser mirado como un hijo”[7]

[1]“A menudo esa paz [la paz interior] también se encuentra en el regreso a los contextos que nos construyeron durante la infancia y la adolescencia. En ese sentido, los pueblos, sus gentes, sus calles, sus entornos, configuran una trama de paisajes, olores, fotogramas y secuencias de nuestras andaduras ancladas en nuestro sistema emocional”
http://www.elpais.com/articulo/portada/nos/invade/nostalgia/elpepusoceps/2020110417el20pepspor_7/Tes
[2]. Jesús GARCÍA FERNÁNDEZ (1984): Sobre el concepto de "desertizacion" y Castilla. Leccion inaugural del curso 1984-85 de la Universidad de Valladolid. Valladolid, Universidad de Valladolid.
[4] “Por supuesto, es una falacia, una interesada comparación, porque ni aquellos días fueron tan increíbles, ni los de ahora son tan grises”
http://www.elpais.com/articulo/portada/nos/20invade/nostalgia/elpepusoceps/%202020110417elpepspor_7/Tes
[5] Luis Mateo DÍEZ (1991): Relato de Babia, Madrid, Espasa Calpe (en el capítulo «Adelaida Vaquero, la superviviente»).
[6] Julio LLAMAZARES (1988). La Lluvia Amarilla, Barcelona. Seix Barral.
“Parecía como si un extraño viento hubiese atravesado de repente estas montañas provocando una tormenta en cada corazón y en cada casa. Como si un día, de pronto, las gentes hubieran levantado sus cabezas de la tierra, después de tantos siglos, y hubieran descubierto la miseria en que vivían y la posibilidad de remediarla en otra parte.” (p. 77).
[7] Julio LLAMAZARES (1988). La Lluvia Amarilla, Barcelona. Seix Barral, p. 52

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Ensanchando pacederos (i): la aldea entrañable

A la vista está que ciertas actividades de las que me ocupan durante mis estancias en el pueblo tienen, para bien o para mal, la propiedad de provocar en un servidor ese estado reflexivo del que suelen ser producto las entradas de este blog.
En este caso, me arreó mi suegro un sábado de estos al monte para, con el resto de la vecindad, proteger una de las plantaciones de árboles propiedad de la Cooperativa La Majugana [1]de los embates de cabras, yeguas y aún animales salvajes (corzos, por ejemplo) mediante la instalación de un cierre a base de ¡cómo no! materiales prohibidos (barras de tetracero y alambre de pinchos).
Cuando llegué a lo que queda de la parte del Camino de las Ventanas más cercana a Cospedal pude contemplar una pequeña legión de vehículos todo terreno y tractores que desde el Camino de la Musillona enfilaban hacia Cuesta Sol para para llegar al Codojal. Otros accedieron a pie, siguiendo el prmero de los caminos citado desde el barrio de La Penilla. En el Codojal la gente (jóvenes y viejos, mujeres y hombres) descargó materiales y aperos y emprendió la subida hacia las cuestas del Rebordillo [2], a la sazón paraje repoblado a proteger de los impertinentes herbívoros.
¡Horca! Que me aspen si no estamos ante una versión moderna de la inolvidable ascensión a Flynnon Garw de la película El inglés que subió una colina pero bajo una montaña (1995) [3]. Últimamente siempre me viene a la cabeza la película de marras cuando pienso en las más variadas cosas del pueblo. Por cierto que estas peculiares asociaciones de ideas no sólo me ocurren con productos del celuloide, sino también con la música: así, cuando salgo de la ciudad en dirección a la aldea se me viene a la cabeza el tema de Mark Knopfler Freeway Flyer [4]. En el monte, el tantas veces repetido paseo que empieza por las descansadas Corras del Cinto para afrontar, tras pasar la Revuelta del Cancillo, la cuesta de Cansapastores y acceder finalmente a la Veiga Murias, con su vista del Machadín, tiene para mí su banda sonora ideal en los acordes de Mount Teidi, de Mike Oldfield [5]. Aunque quizás no hay nada que supere el ambiente libre de contaminación acústica propio de la naturaleza, soy de la opinión de que los paisajes excelsos casan muy bien, sobre todo cuando se disfrutan en soledad, con la música instrumental de calidad. Rarezas de cada uno…
Volviendo al tema del largometraje citado, cualquiera que conozca mínimamente a los bardines sabrá perfectamente de su convencimiento íntimo de la centralidad de su pueblo en la comarca, la región…y el mundo. El pueblo más bonito, los mejores prados y pastos, la caza más abundante, la Virgen más románica, la gente más animada y animosa, etcétera. Vamos, que si uno te dice que Moronegro es más alto que Peña Ubiña (Orniz no cuenta, que no se ve desde el pueblo) es mejor que te la envaines. Si insistes en aclararle que la diferencia es de más de 250 metros a favor de Peña Ubiña, seguramente, con un ¡tu estás loco, mi neno! dará por zanjada tan poco productiva conversación. Ya es cosa contada que a los bardines no les sisaron la capital del ayuntamiento, sino que renunciaron a ella motu proprio, hartos de dar posada a los familiares y allegados que acudían a la localidad a realizar gestiones en la institución municipal.
¿Quien no ha oído hablar en la localidad de alguna réplica de Morgan el Chivo que causaba estragos entre las mozas del lugar, saturándolo de pelirrojos? ¿No es cosa sabida que los hijos de moza soltera salen –maldades de la genética- siempre clavados al padre? El Reverendo Jones, los hermanos Bobo, Davies Escuela, Joohnny el Conmocionado,… No me atrevo a asociar aquí caracteres galeses y bardines, que igual me corren a gorrazos, pero afinidades, haberlas hailas.
Last but not least, en el argumento de la película subyace la idea de la existencia de un sentido de la comunidad que se hace patente ante la adversidad (“A proud Welsh community finds their civic pride and sense of community threatened by a team of surveyors…” )[6]). Es así que, más allá de lo anecdótico (el ambiente local, los personajes, los motes y demás), estamos ante esa imagen amable en todos los sentidos que, armada a base de una serie de tópicos (solidaridad, igualdad, etcétera) ha presidido gran parte de la literatura ocupada en estudiar o recrear la ruralidad preindustrial. Experto, ya lo saben, en meterme en charcos, me ha dado ahora por cavilar acerca del poso de realidad que subyace a la idea de ruralidad, supuestamente hoy perdida, que parece transmitir la película. Ya saben ¡miedo me doy!

[1] La Cooperativa La Majugana nació como parte del proceso de concentración parcelaria iniciado en 1999 (DECRETO 65/1999, de 8 de abril [«B.O.C. y L.» n.º 68 de 13 de abril de 1999], por el que se declara de utilidad pública y la urgente ejecución de la Concentración Parcelaria de la Zona de La Majúa, León) en el pueblo (e inacabado a día de hoy). Determinado tipo de parcelas, de linderos difícilmente reconocibles y con escaso o nulo aprovechamiento agroganadero son excluidas del proceso de reparcelación y se agrupan bajo la titularidad de una cooperativa, procediendo la administración a ejecutar una repoblación forestal; en la cooperativa, los socios participan en función de la superficie de tierra aportada.
[2] El Rebordillo es una ladera coronada de peñas y orientada al mediodía que en su día se sembraba de cereal; con el tiempo, los predios se convirtieron en pacederos para acabar siendo abandonados y colonizados por árgomas y matas de rebollo. La geometría e igualdad en superficie de las parcelas (que se prolonga en La Ladrera, en la margen izquierda del río) sugieren que la parcelación es producto de un antiguo reparto de bienes comunales. El Camino de Las Ventanas, hoy perdido en su tramo final, daba acceso a la vecina localidad de Cospedal a través de Las Congostas. Quedan restos de una pequeña explotación de carbón (un par de galerías de corto recorrido ya derruidas y una escombrera). Hay una fuente (la Fuente de la Cuesta del Rebordillo) que nace en la grieta de una peña y mana todo el año.
[3] Acerca de esta película (The Englishman Who Went up a Hill but Came down a Mountain), puede leerse un interesante artículo en http://www.surveyhistory.org/englishman_who_went_up_a_hill.htm
[4] El tema forma parte del disco Local Hero (1983), banda sonora de la película homónima de Bill Forsyth.
[5] Del disco Five Miles Out (1982).

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