martes, 2 de agosto de 2011

La Majúa en la historia: ¡más de mil años!

En el año 1230, una tal María Núñez fundó el monasterio cisterciense de Santa María de Otero de las Dueñas en el pueblo leonés homónimo. María Núñez era tataranieta de María Fruelaz, hija a su vez del conde asturiano Fruela Muñoz. Década arriba década abajo, se redacta el denominado Registro de Corias, un documento en el que se hace historia e inventario de propiedades del monasterio de San Juan Bautista de Corias, en Asturias.
En el primer caso [1], la muy devota María Núñez entregó en el acto de fundación los documentos que acreditaban la propiedad de los bienes que donaba. Entre éstos se encuentran dos, de 1028 y 1045, en los que se hace referencia a este pueblo babiano de La Majúa: en el primero se habla de Amagua y en el segundo, de A Maguba in Vadapia.
Con todo, es muy posible que sea anterior la referencia que encontramos en el Registro de Corias [2], en el cual se relatan las maniobras los condes Piniolo Jiménez y Aldonza Muñoz a fin de establecer el patrimonio fundacional del Monasterio de Corias. Cabe pensar que, habiendo sido fundado el monasterio en 1032, los condes ocuparan unos cuantos años en sus gestiones previas. Leemos en el documento que “El susodicho conde dio igualmente a Ildoncia Ordóñez, mujer del conde Pelayo Fruela, sus heredades en el territorio de Vabia, en Fogio y en la Maixuva [3] a cambio de la villa de Varcena sobre el río Narcea” [4].
Registro de Corias.
Párrafo en el que se menciona La Majúa [2] [4].
Hete aquí que a principios del siglo XI ya tenemos una Majúa con dueños que utilizaban el pueblo, que seguramente nunca hubieran visitado, como moneda de cambio en sus transacciones: Fruela como dote y prueba de amor a su segunda esposa Gontrodo [5] y Piniolo y Aldonza como muestra de devoción y quizás de búsqueda de buen cartel en el viaje al más allá. No parece aventurado pensar el pueblo de La Majúa existiera décadas e incluso siglos antes.
Nada sabemos del periodo que va desde la Edad del Bronce, momento al que corresponde el ajuar encontrado por un Avencio ocupado en las cosas de la labranza en Las Cortinas, hasta ese momento de la Alta Edad Media en el que se fechan los documentos a los que nos hemos referido. Si nos movemos a la dimensión de los tiempos geológicos, más difícil resulta aún aventurar nada acerca del periodo en el que el valle del río de La Majúa estuvo ocupado por una gran lengua glaciar alimentada por circos situados en Arrajadines, Congosto y el entorno de Moronegro.
De los habitantes de época prerromana, integrados en lo que se ha venido en denominar la cultura castreña, tenemos, aparte del mencionado tesorillo de Las Cortinas, evidencias toponímicas diversas (en el entorno de la Peña del Águila [6], en la Devesa del Villar y en los prados del Castro o Praos Viejos), así como la constatación de la existencia de un castro el poniente del pueblo que pudo ser, según los entendidos, encerradero de ganado, lugar de refugio en caso de hostilidades, un puesto de vigilancia o, quizás menos probablemente, lugar de habitación permanente [7].
Del paso de los romanos (que pasar pasaron por estos lares) nada sabemos tampoco, aunque a buen seguro debieron cambiar de manera notable el modo de vida de estas gentes. Posiblemente pusieron orden en el batiburrillo de tribus y clanes rivales, acabando con la belicosidad de unos y otros y haciendo innecesarios los asentamientos elevados que dieron nombre a su cultura. Sobre los árabes, tampoco no es posible saber si su avance imparable hacia el Norte provocó la despoblación de estas tierras (tal como sostiene Sánchez Albornoz, que habló en su día de una especie de desierto demográfico al Norte del Duero).
Fuera como fuese, lo cierto es que cuando menos al cambio de milenio y sus temores debieron asistir los pobladores o repobladores de una Majúa identificable ya como lugar de habitación permanente con personalidad y entidad jurídica propias.
¡Más de mil años, pues!
Entre medias, unos cuantos enigmas por resolver para alguien práctico en la investigación histórica (lo cual no es el caso de un servidor): el papel de los Quirós en el devenir bajomedieval del pueblo (especialmente de ese tal Diego de Miranda, de la rama bastarda, cuyas andanzas parecen dignas de romance); el significado de la desaparecida ermita del Cristo de las Polvorosas (cuyos restos cuentan que sirvieron para la construcción de la casa de Las Muelas), quizás último vestigio de un antiguo poblado o barrio; el momento en que algún desmadre demográfico o la presión impositiva de diezmos, votos, cientos, alcabalas, sisas y quien sabe cuánto recurso de mantenidos obligó al común de vecinos a recurrir al reparto de suertes de terreno comunal en El Rebordillo y La Ladrera; la existencia de un antiguo colegio o preceptoría en algún lugar del hoy casi perdido Camino del Colegio, tal como parece sugerir la tradición oral que aún mantienen los más provectos del lugar; los verdaderos motivos por los cuales el pueblo dejó de ser capital municipal; etcétera.
Last but not least, no creo que La Majúa llegue a ser, como la aldea oscense de Ainielle protagonista de la novela La Lluvia Amarilla de Julio Llamazares, un montón de ruinas. Pero el futuro no es muy halagüeño. A día de hoy, la cuenta de las casas abiertas en La Majúa durante todo el año casi se hace con los dedos de las manos; dos en el Barrio de Arriba, una en Entre Cárcel, otra en Pandorado, ninguna en Corralada, una en El Otero, ninguna en La Gallina, ninguna en La Flor, ninguna en el Corral de La Pacheca, tres en La Penilla y otras tres aquí y allá. Si no me fallan las cuentas, una docena, como los Apóstoles.
Vamos, que por poco nos pilla el último cambio de milenio y sus temores (que no se referían aquí a la cosa del fin del mundo, sino el colapso cibernético) con un pueblo ocupado sólo en temporada estival. ¿Habrá que recuperar, si se da el caso, la vieja tradición vaqueira del vecindeiro? La idea puede parecer un chascarrillo, pero no lo es. Recuerdo que hace unos años, los vecinos de otro pueblo leonés, Millaró, disputaban entre ellos desde sus retiros invernales si era conveniente o no despejar la carretera de acceso cuando la nieve se adueñaba de ella impidiendo el paso de vehículos; algunos pensaban que las quitanieves no harían sino facilitar la tarea a los ladrones…

[1] Alfonso García Leal, El Archivo de los condes Fruela Muñoz y Pedro Flaínez, León, Universidad de León, 2010.
[2] Alfonso García Leal, «Toponimia leonesa en el Registro de Corias», Veleia, nº 18-19, 2001-2002, pp. 373-397.
[3] En el artículo citado de A. García Leal (pp. 388-89) pueden leerse algunas consideraciones sobre el origen del topónimo La Majúa.
[4] El origin en latín reza así:
        "DE/5 VARZENA:
        Similiter dedit / predictus comes Ildoncie Ordonii, / uxori comitis Pelagii Froile, here/ditates suas in territorio Vabia, in / Fogio  in illa Maiua pro illa uilla /10 de Varzena super flumen Narceie"
[5] La susodicha Gontrodo debía ser lista y bien consciente de la costumbre varonil de pensar con los bajos; mientras que el conde le dona un cuanto de propiedades, la enamorada le corresponde regalándole un alifafe alfaneque (creo que algo así como una tienda de campaña). Quizás lo hizo para que el conde no tuviera que dormir al raso si en alguna ocasión alguna riña por cualquier nimiedad lo expulsaba del lecho conyugal.
[6] Contra la Peña del Águila hay un pago que llaman El Castro: en esa cimera dicen que hubo una torre de defensa-vigilancia. Cuentan que por allí había una fuente y que la gente hablaba de un tesoro. Según los naturales, con piedras de la torre se hizo un cerramiento (El Corralón).
[7] José Avelino Gutiérrez González, Poblamiento antiguo y medieval en la Montaña Central Leonesa, Institución "Fray Bernardino de Sahagún". Excma. Diputación Provincial de León. C.S.I.C. (C.E.C.E.L.), León, 1985.

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