El verano babiano se acerca. Cuando las ansiadas vacaciones toquen a su fin, lograremos cuadrar las agendas y ponernos de acuerdo en una fecha para llevar a cabo ese rito iniciático de cruzar la Cueña de Congosto. Inmediatamente, se pronunciarán las palabras mágicas que dan título a esta entrada. No es extraño que Gustavo sea el encargado de recordar al grupo esta norma básica de la quedada, habida cuenta de que su locuacidad, ya de por si notable, parece sufrir un incremento exponencial con la altitud. En realidad, la relación entre la altitud y la locuacidad del susodicho es similar a la de los recursos y la población de Malthus. A mayor abundamiento, la hipsometría también parece guardar una extraña relación con la naturaleza del discurso de Gustavo, más atrevido y corrosivo conforme disminuye la presión y comienza a escasear el oxígeno. El atrevimiento es, por lo demás, muy contagioso. ¿Conocen ustedes la expresión “no dejar títere con cabeza”? Por ahí van los tiros.
Los de la quedada formamos una cordada un tanto peculiar, desaliñada y multiétnica, armada a base de dos guanches -Carlos y Gustavo-, dos godos cazurros -Alfredo y el que escribe- y uno que no se sabe muy bien de que palo va -dicho sea sin connotaciones sexuales-, Javier, sorprendente hibridación de las Españas -gerundense de nacimiento, bardín de ascendencia y guanche de adopción-. Somos los cuñaos, gente normal, entregada a los valores de la familia que, una vez al año, pone tierra de por medio para poder manifestar libremente, aunque sea por unas horas, su auténtica condición. Cuando están las que mandan, el hermanamiento tiene otros tiempos, otras formas, otros lugares y, sobre todo, otras actitudes de los varones (básicamente, oír, ver y callar): cena y acaso baile en alguna fiesta del contorno, que si el niño no me come, que si me casé con lo peor,…
Aunque se podría entender que nuestra declaración de intenciones afecta no sólo al verbo, sino también al desarrollo general de la quedada, no parece que por contar algunas generalidades se vaya a tambalear seriamente nuestro pacto de silencio. Tras una dura ascensión a nuestro campamento base, cuya dificultad se ve incrementada por la manía de llevar las cosas colgando en vez de preparar una mochila como Dios manda, montamos rápidamente la tienda de campaña y comenzamos el ya tradicional safari fotográfico, un poco monótono últimamente por la estabilidad de la biodiversidad de Congosto; de cansinos nos tildarán los rebecos, los sapos y los tritones que ya son como de la familia. De vuelta de la Charca de Congosto, toca recoger leña para la hoguera que nos calentará y también nos alumbrará una vez que a la mierda de linterna de Alfredo se le acaben, como todos los años, las pilas. Después llega la cena, los cubatas, el filandón y a dormir.
A la mañana siguiente, el programa varía en función de la meteorología: si el tiempo acompaña, ascensión a alguna cumbre cercana (en 2010 coronamos Peña Orníz); caso contrario, a recoger y para la aldea. Lo que no cambia es la sana costumbre de Javi de levantarse al alba para ejercer de camarógrafo. Más de lo mismo: rebecos, buitres, las peñas,…
Seguro que nuestro tercer encuentro incrementará el baúl de las anécdotas: habrá nuevas ensoñaciones eróticas –muy platónicas, eso sí-, gripes –como la que tuvo al Carlos muy, pero que muy fastidiado-, propuestas difíciles de calificar –como la de hacer acopio de hielo en un nevero para los cubatas-, fotografías inconfesables –no comment-, etcétera.
Buena gente esta…
Last but no least, lo que se diga en Congosto, seguirá quedando en Congosto. Porque si creen que los párrafos anteriores les pueden dar una idea precisa de todo lo que allí se cuece… están muy equivocados. Si las peñas hablaran…
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