miércoles, 20 de julio de 2011

De filandones y calechos (i): Más allá de Babia

Vuelvo a casa rumiando sobre el filandón de hoy en casa de los Sastres. Garabateo unas notas apresuradas sobre lo escuchado y me voy a la cama, no sin antes haber releído “Contar y escuchar” y “Filandón”, dos de los capítulos del peculiar Relato de Babia de Luis Mateo Díez [1]. Como de camino a casa he pasado por casa de Manolo y Maribel y no me he resistido, como de costumbre, a acompañar la charla con un par de tazas de café, la cama se convierte de nuevo en solar para unas reflexiones que al día siguiente trato de ordenar con la pluma.
No sabría decir si el filandón es una forma de relación social, un entretenimiento o un evento de mayor significación en el ámbito de las sociedades rurales. Quizás un poco de todo lo dicho. Desde luego, es algo más que una “Reunión nocturna de mujeres para hilar y charlar”, acepción académica que a todas luces parece pecar de simplista. Dice Luis Mateo, en el libro antes citado, que el filandón “…es el momento de contar, de escuchar, de remover la memoria vecinal que, como un viejo arcón, guarda los sucesos, las anécdotas, los cuentos, las leyendas, los romances, las canciones, el patrimonio de las pobres cosas de la vida y de su sabiduría” [2]
La reflexión más lúcida que yo he encontrado sobre el tema es, sin duda, la de John Berger en su obra Puerca tierra, más en concreto en el capítulo titulado “Una explicación” [3]. Lástima que la traductora haya elegido la palabra cotilleo para traducir al español el original referido a “La sutil observación del inventario de los sucesos y encuentros cotidianos, combinada con el conocimiento mutuo e inmemorial,…” La verdad es que desconozco el término inglés utilizado por J. Berger, pero a buen seguro que el autor no valora el retrato comunal del que habla como chisme o cotilleo. Más bien lo universaliza y lo eleva a la categoría de ingrediente fundamental de las sociedades rurales de aquí y de allá.
“…, el retrato que cada pueblo hace de sí mismo no está construido con piedras, sino con palabras, habladas y recordadas: con opiniones, historias, relatos de testigos presenciales, leyendas, comentarios y rumores. Y es un retrato continuo; nunca se deja de trabajar en él”
“Hasta hace relativamente poco tiempo, los únicos materiales de que disponían un pueblo y sus habitantes para definirse a sí mismos eran sus propias palabras habladas. El retrato que el pueblo hacía de sí mismo, aparte de los logros físicos fruto del trabajo de cada uno, era lo único que reflejaba el sentido de su existencia. Sin ese autorretrato —y el cotilleo, que es la materia bruta del mismo— el pueblo se hubiera visto obligado a dudar de su propia existencia. Todas las historias y todos los comentarios que ellas desencadenan, que no hacen sino probar que tales historias han sido presenciadas, contribuyen al retrato y confirman la existencia del pueblo”
Amén.
Desde el punto de vista formal me inclino a considerar el término en sentido amplio; según mi humilde parecer, allá donde hay congregación de vecinos en un cierto ambiente de intimismo vecinal y agregación de discursos hay filandón o calecho [4]. Los hay en las cocinas, en La Pedrona, en ca Rubén [5], con los varones del lugar formando círculo en torno a la conversación, en la casa de La Solana en el reposar colectivo de un frite o en los poyos de casa de Ulpiano, en La Penilla, cuando unos cuantos ociosos coinciden por azar y matan el tiempo charlando bajo la atenta mirada de Áurea, que reposa sus más de cien años en el quicio de la puerta.
El filandón se ha reinventado con el paso de los años, plantándole cara a la abrumadora cultura audiovisual del presente. Sigue habiendo gente que cuenta, aunque cada vez hay menos viejos para transmitir los sucedidos de antaño, y gente que escucha, aunque cada vez hay menos jóvenes que valoren la grandeza de lo que cuentan los viejos. ¿Hasta cuándo? El tiempo lo dirá, pero un servidor no es optimista. Cuando en otoño ca Rubén cierre sus puertas para siempre, los de La Majúa alternarán en San Emiliano, territorio ajeno, y ya no habrá círculo, sino corrillos en los que la memoria vecinal ya no será protagonista. Cuando las calles vayan quedando desiertas también en el estío el azar ya no formará calecho en La Penilla. Cuando nos dejen las gentes de edad provecta a cuyas cocinas acudimos algunos en busca de sentir, como dice Luis Mateo Díez, la “…emoción de la palabra como instrumento narrador” entonces nos abandonaremos a lo escrito, en el mejor de los casos. De hecho, quizás de aquella ya no haya mucho que contar o que agregar al autorretrato continuo en el que nunca se deja de trabajar del que habla John Berger.
Last but not least,  no me atrevo a aventurar si este filandón que hoy todavía nos emociona será capaz de reinventarse y hacerse un hueco en el ámbito de las TIC´s. Aunque personalmente estimo que morirá a la par que la estructura social que empezó a desmantelarse a mediados de la pasada centuria con el llamado éxodo rural, quizás migrará de las cocinas a las redes sociales. ¿De calecho en Twiter? Sonar suena raro, la verdad…

[1] Luis Mateo Díez, Relato de Babia, 1991, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, p. 135
[2] Lástima que, en mi humilde parecer, el filandón que ¿transcribe? L.M. Díez parezca ser un metafilandón o un filandón erudito imposible de vivir en cocina babiana alguna y que, por lo demás, pone en solfa las palabras despectivas del autor de la introducción para con el costumbrismo de Gil y Carrasco. 
[3] John Berger, Puerca tierra, 1989, Madrid, Alfaguara, pp.18-28.
[4] Aunque a menudo se considera que calecho y filandón son una misma cosa, al menos en La Majúa se dice filandón de la reunión que se produce después de la cena y calecho del resto de ocasiones en que varias personas se reúnen con finalidad similar.
[5] ca: casa (dicen aquí ca Rubén, ca Piti o ca Delia); generalmente se aplica a bares, comercios, etcétera.

lunes, 11 de julio de 2011

Monte y montaña (iii): No es sendero, es vereda

Antes de ser monte, estos parajes fueron para mí montaña. Aficionado al senderismo desde mi infancia, los lugareños pronto se acostumbraron a mi querencia montaraz y andariega. A decir verdad, ya hacía tiempo que mi condición de geógrafo había empezado a mediatizar mi actividad excursionista. Pronto las vertientes deportiva (las travesías, las ascensiones,…) y visual (la mera contemplación de vistas espectaculares, el tránsito por parajes de gran belleza objetiva) dejaron de ser suficientes para mí. Aún recuerdo la enorme satisfacción que sentía en mis excursiones cuando reconocía en los parajes que transitaba elementos del relieve, la vegetación o los usos del suelo que me habían explicado en las aulas. No se me olvida la emoción, casi infantil, que sentí cuando identifiqué dolinas y lapiaces en el Valle del Marqués, tantas veces paseado desde la inopia geomorfológica,… No deja de ser curioso que, a la postre, me asalte a veces una sensación de insatisfacción o ansiedad cuando algo se me escapa de los paisajes que recorro, lo cual, por desgracia, ocurre muy a menudo. El hecho de que me frustre no saber los nombres de los lugares o el mineral que se extraía de una mina abandonada con la que me topo, no ser capaz de discernir entre distintos tipos de matorrales, no identificar los picos que componen una panorámica desde algún punto elevado ya me va preocupando. Quizás me lo tenga que hacer mirar.
Felices ellos, los naturales de por aquí tienen escasa noción de la singularidad y relevancia que tiene el medio natural que les ha visto crecer. Igualmente son poco o nada conscientes de la especial significación del sistema de aprovechamiento del territorio del que son herederos y continuadores. Por esto les resulta hasta cierto punto gracioso el hecho de que gentes venidas de fuera se interesen por cuestiones tan peregrinas como el escarabajo tigre (Cicindella sylvatica) o los callunares (Calluna vulgaris) de Congosto. Para ellos los lobos siguen siendo alimañas y el hecho de que los osos se paseen por estos parajes (en un esperanzador proceso de expansión desde Laciana o Somiedo) es, dicho vulgarmente, una jodienda. Las figuras de protección (Parque Natural) o reconocimiento ambiental (Reserva de la Biosfera) son vistas como algo ajeno y foráneo que les causa prevención, pensando siempre en las limitaciones y complicaciones que para su actividad pueden acarrear. Se trata de actitudes cuyas raíces históricas son complejas y de difícil valoración.
Sea como fuere, lo cierto es que son parajes excepcionales para estudiosos de muy variadas disciplinas: geógrafos, botánicos, zoólogos, antropólogos, etnólogos, etcétera. En el caso de La Majúa, a veces me maravillo de la diversidad del relieve (glaciar, periglaciar, kárstico,…), la vegetación (puertos de merinas, abedulares, robledales, bosques de galería,…), la fauna (ciervos, corzos, rebecos, perdices –rojas y pardas-, lobos,…), las formas de aprovechamiento agroganaderas pasadas y presentes (trashumancia, veceras,…), etcétera.
Nada me satisface más que recorrer estos pagos, para mí ya muy familiares, con algún cicerone versado en alguna disciplina en particular. Me sorprendo entonces con la relectura de ciertos parajes a la luz de los conocimientos del susodicho. Hace pocas fechas, por ejemplo, José María Redondo, quizás la persona que más sabe del relieve de nuestra provincia, me ilustró sobre glaciarismo, morfología kárstica, erosión diferencial,… ¡Quien me iba a decir a mí que sobre el Pozo Lao, paraje de meriendas y recolección de arándanos, había un glaciar rocoso!
Last but no least, curiosamente, a medida que en este entorno cercano de Babia me va siendo más familiar, mis horizontes geográficos se van estrechando. No es que comparta un servidor la filosofía de Adelaida Valero, la de La Cueta [1], según la cual "...el mundo es lo que nos rodea a una pedrada de casa". Lo que ocurre es que, tanto en mi condición de andariego impenitente como en la de amante de lo rural, como vivencia y como erudición, me voy volviendo, como ya he apuntado, un poco ansioso. A fuerza de seguir trazos y de indagar en lo oral y lo escrito voy haciendo míos los lugares. Los senderos son aquí veredas y ahora se como subir al Pozo Lao siguiendo la fastiera de la Cuesta Lao [2]. A medida que el término de La Majúa va teniendo menos secretos para mí, mis andares se van expandiendo, como una mancha de aceite, a lugares vecinos cuyos misterios pretendo también desentrañar. Es un proceso este necesariamente sosegado, pero deleitoso a más no poder.

[1] Luis Mateo Díez, Relato de Babia, 1991, Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, p. 135.
[2] Linde con cerramiento entre dos pagos (en el caso que se menciona, entre la Cuesta Lao y Arrajaos).

http://babieca.unileon.es/babieca.html

Monte y montaña (ii): ¿Y tú a qué subiste allí?

A menudo vuelvo la vista atrás y me doy cuenta de que, con el paso de los años, mi visión de la montaña y de lo rural en general se arma, a día de hoy, de un conjunto de conceptos de procedencia muy diversa. De un lado, la convivencia, desde mi más tierna infancia, con los actores principales de la escena rural me ha permitido empatizar cada vez más con su percepción del entorno. Por otra parte, mi afición por el senderismo ha potenciado, en mi relación con la Naturaleza, los aspectos relacionados con lo deportivo, lo visual y, por qué no decirlo, con lo romántico. Por último, mis estudios de Geografía me han condenado a sufrir un ansia permanente por saber más de la realidad científica que esconden los paisajes rurales.
Debía tener yo dos o tres años cuando, en mis veraneos con la familia en la localidad de Burón, comencé a convivir con las gentes del campo. Nunca podré agradecer lo bastante a mis padres su condición de amantes de lo rural en una época, la del éxodo y la decadencia del campo, en la que tal condición no era, como hoy en día, moda. Nos alojábamos en casa de Pepe y Amelia, carpintero, rodero y agricultor el y ama de casa, agricultora y posadera ella. Las estancias estivales me permitieron conocer un pueblo que a la postre desapareció casi por completo bajo las aguas del Embalse de Riaño. Me sumergí en un mundo de parejas de vacas, carros chillones y acarreos de hierba que ya forman parte del pasado. Pero, sobre todo, conocí a Maximino, pastor de merinas a la falda del Pico Burín (así conocían en Burón al Pico Yordas) y a Lazo, Corbata y Bocanegra, sus mastines. Comí chuletas de cordero al pie de su chozo. Aunque de tales experiencias solo me acuerdo gracias a mis padres y a las fotografías, algo debió quedar por ahí en el subconsciente. Estas experiencias, agroturismo lo llamarían hoy, han continuado a lo largo de los años en Garrafe de Torío y han culminado, al menos hasta el momento, con mis estancias, nunca suficientemente largas, en las Babias.
Congosto, un puerto de merinas [1], el más cimero de la localidad de La Majúa, ha sido, tras un periodo de inopia, una fuente de inspiración para mí en el esfuerzo por empatizar con las gentes del lugar en su consideración de aquello que está más allá del Corral del Concejo. Mucho me costó comprender el desconocimiento de los bardines [2] de este insólito lugar, de los nombres de sus peñas, de sus lagunas, su indiferencia ante la belleza del entorno y su desinterés por saber más acerca de las maravillas científicas que alberga. La inspiración para superar esa falta de sintonía mental con los naturales me la proporcionó una pregunta:
- ¿Y tú a qué subiste allí?
Con esas me despachó un bardín provecto al que comentaba, quizás un poco sobrao, una ascensión a Peña Orniz. Para vergüenza de un servidor, hasta ese momento no desempolvé en mi mente aquellos conceptos vidalianos [3] de mis estudios geográficos: milieu, genres de vie,… Para los habitantes de La Majúa el monte no es afición ni devoción erudita. Por eso para ellos lo transitado es el monte, con sus pastos, sus fuentes, sus piornales, sus bosques y sus canteras. La montaña, esto es, las peñas, con sus roquedos y sus enebrales, es territorio un poco ajeno, quizás con la única excepción de los cazadores al acecho del rebezo [4] o de algún necesitado de remedios curativos hoy en desuso (como la nieve de algún nevero de los Picos Albos que servía para combatir las inoportunas fiebres estivales).
Creo comprender ahora la cuestión con claridad meridiana. Los puertos de merinas (Moronegro, La Solana, Amarillos, Arrajaos, Congosto) fueron históricamente enajenados para servicio estival de los rebaños trashumantes. Aún cuando eran puertos abiertos, esto es, pastados por los ganados del lugar antes de la llegada de las merinas, tenían un significado mucho menor en lo que se refiere a la ganadería local que los pagos por los que paraban habitualmente las veceras, como la Cuesta Lao o que las referencias habitacionales de los que las guardaban, como la Chamuerga o la Veiga Murias. No quiere decir esto que no fueran lugares conocidos: amén de pastarse antes de San Juan, a ellos se subía a por abono para bajar a riberas, a recomponer los chozos de los pastores de merinas con la promesa de una buena caldereta (dicen las malas lenguas que en ocasiones estas pícaras gentes los quemaban en otoño para crear la necesidad), a genciana, etcétera. Las peñas eran otra cosa; nada se les perdió en ellas a los bardines. De hecho, algunos las conocieron con ocasión de los convoyes de la época de la Guerra Civil, cuando calle alante [5] los vecinos estaban obligados a aprovisionar las trincheras de leña, enseres y comida.
A día de hoy la cosa ha cambiado; ya no hay ovejas trashumantes y los puertos los aprovechan vacas y yeguas del lugar y de la vecina Asturias y hay una pista que, desde Corrapilas y Cervienza arriba lleva hasta la linde con Torrestío y hasta Veiga Redonda y Veiga la Sierra. No obstante, siempre nos quedará Congosto: allí todo el ganado es asturiano y además hay que subir andando. Así, las referencias altitudinales de los naturales son y siempre serán Moronegro, Solarco y la Peña Sañeo. Son referencias visuales que hacen también las veces de indicadores meteorológicos: la touca de Moronegro, Moronegro nidio o bien nidio, Moronegro desnevio [6]. La sucesión de alturas integrada en los Picos Albos que cierra Congosto contra Asturias es una especie de finis terrae, a muchas de cuyas peñas ni siquiera ponen nombre los naturales.
Last but no least, al igual que la cosmovisión de los lugareños se va modificando poco a poco debido al contacto con otras visiones (lo cual tiene algo de aculturación, pero también de enriquecimiento), un servidor puede hoy disfrutar del monte haciendo suya una parte de la citada cosmovisión. Es así que cada vez más parajes van teniendo para mi, amén de un nombre, alguna historia que los individualiza y alguna persona o personas que sustantivan el sucedido: la Chamuerga, bello entorno de por sí, se vuelve más entrañable cuando pienso en dos rapaces no comulgados y sus miedos nocturnos en la guarda de la vecera. Otro tanto ocurre con la Veiga Murias y dos jóvenes afriolados y sin chocolate por causa de lo barruntón [7] del chozo y de su poca cabeza a la hora de componer unas pregancias con cuerda. Qué decir de la cantera del Villar, sus treitas, sus corzas [8] y los esforzados bardines empeñados en arrancarle aquellas grandes lajas de piedra. O de las recuas de mozos ansiosos de baile y de mujer cruzando Gazoy.
Paisaje y paisanaje que se me ofrece en toda su grandeza por medio de lo que en principio fue walk about (nuestro garbeo patrio) y se va convirtiendo cada vez más en mi Walkabout [9] particular.

[1] Desconozco por qué motivo se viene conociendo a estos pastos como puertos pirenaicos.
[2] Habitantes de La Majúa
[4] Rebeco, Rupicapra rupicapra.
[5] Por turno entre la vecindad.
[6] Touca: dicen que Moronegro tiene touca cuando su cumbre aparece cubierta por el utanu, especie de niebla, acompañada de viento frío de componente septentrional que en otras partes llaman cierzo o norte. Nidio: nevado. Desnevio, aclarado de nieve.
[8] La treita es un atado de piornos que sirve de base para deslizar por las pendientes más acusadas las piedras; la corza es un trineo de madera que cumple el mismo fin en terrenos algo más transitables.

http://babieca.unileon.es/babieca.html

Monte y montaña (i): Recomponiendo cierres

Cuando pasas por el Barrio de Arriba ya te huelen los de Entre Cárcel. Cuando alcanzas Entre Cárcel, el aroma les da en la nariz a los de Pandorado, y así sucesivamente ocurre con Corralada, El Otero, La Flor y La Gallina… Si por un casual vas para La Penilla, enseguida te barruntan las ovejas que paran en la corra grande de La Cortina, quizás por aquello de la familiaridad. No se muy bien por qué abajo en el pueblo no gusta este aroma montuno que te traes de la casa de La Solana, esa mezcla singular de fragancias diversas: sebo del frite [1], fumeiro (que siempre vale más que tirititeiro) [2] de la casa y caballunas del sesteo con vistas a Fasgares. Tal vez sea el contraste con las esencias que la modernidad ha traído a nuestros pueblos, que ya ni Los Cuiteiros huelen como Dios manda.
El caso es que tan feliz jornada acaba con miradas acusadoras y apremiantes que terminan con ducha para el recién llegado y lavadora para la vestimenta. Se evapora así esa sensación inigualable del pringue que penetra y lubrica falanges, falanginas y falangetas, de los lamparones, ese brillo sospechoso del pelo, ese…Bueno, igual un año de estos alguien se acuerda de las servilletas, pero, entre tanto, la navaja hay que limpiarla en algún sitio.
Estuvimos recomponiendo cierres en dos cuadrillas: el Alcalde mandó a unos al Pontón de la Barca del Tocino y a otros a la manga de Braña Elvira. Es la disculpa perfecta para, tras un trabajo liviano, ponerle cara al frite. Antes que nada, lo de todos los años (que si dentro, que si fuera,…). Resuelta la polémica, tarugo de pan, tajada del caldero y navaja. Así de sencillo. En realidad, a un servidor, desde que emparentó en este país, el cordero le sale por las orejas, igual que las rajas y el entremés [3]. Pero el frite del monte es otra cosa. Parecen bichos de otra raza, oiga. Por lo demás, se agradece terminar con algo ligero para que la comida no se haga pesada: queso y membrillo, tarta de almendra del otro lado de Ventana, café, copa y mondadientes.
Mientras estamos de tertulia tumbados fuera de la casa, no sé cómo acierto a ver, en medio de la somnolencia que me provoca la fartura [4] y que hace que no ya los párpados sino las pestañas me pesen una barbaridad, a un caminante cuya figura se recorta contra el piornal. Va equipado con la impedimenta habitual para la cosa esta del senderismo (bastones de trekking, camelback, GPS, etcétera). Sin duda viene de Torrestío, Valle de Valverde arriba hasta El Queixeiro y Valle de La Majúa abajohasta que el Corral del Concejo lo devuelva a la civilización. La ruta se ha vuelto muy frecuentada desde que la equiparon con la cartelería y señalización al uso. De repente, un pensamiento me saca momentáneamente del estado de duermevela en que me encuentro y me digo:
- ¡Eres un tío afortunado!
Aunque al final me puede la fartura y me quedo traspuesto, la idea que, a falta de papel y lápiz, he esquematizado en mi mente con las palabras monte y montaña me la llevo para casa con la intención de ponerla en papel. Miedo me doy…

[1] Guiso a base de carne de cordero, distinto de la caldereta típica de los pastores trashumantes. El frite se prepara con cordero, aceite, ajo, cebolla, pimentón y laurel.
[2] El dicho “vale más fumeiro que tirititeiro” viene a significar que vale más ahumarse que pasar frío.
[3] Las rajas son un surtido variado de embutido y el entremés, la ensaladilla rusa.

jueves, 7 de julio de 2011

Ladislao Morán Alonso

Cuando en 1932 nació Cristy Brown, escritor y pintor irlandés aquejado de parálisis cerebral cuya biografía inspiró la película Mi pie izquierdo (1989) ya era mozo Ladislao Morán y ya llevaba unos cuantos años descontados a una trayectoria vital en la que no fue ingrediente menor el ansia de superación de las limitaciones que su tara de nacimiento le impuso. A menudo me ocurre que el acercamiento a la plasmación literaria o cinematográfica de una historia me hace plenamente consciente de mi propia mediocridad. Dicho sea sin traumas. Me contento con ser consciente de ello y saber apreciar la genialidad de otros, esto es, soy un poco como los hermanos Bobo de otro film de culto, El inglés que subió una colina pero bajo una montaña (1995), cuando afirman que “no somos tan bobos para no ver que estamos bobos”. Digo esto porque, de las múltiples notas extraídas por mí de los filandones en casa de los Sastres, así como de las largas pláticas mantenidas con el propio Lao, conversador incansable por lo demás, bien podría haber escrito alguien con suficiente talento una interesante biografía.
Sobre lo que hoy llamamos discapacidad y la sorprendente y arrojada manera que algunos tienen de enfrentarse a ella recibí numerosas lecciones del tío Lao. Para muestra un botón. Andaba yo cortejando a una moza de La Majúa (hoy mi esposa, por cierto) cuando la susodicha me propuso una excursión al puerto de merinas de Congosto en compañía de su padre y del tío Lao. Dicho y hecho, nos plantamos en Sañeo con un todoterreno y, ya a pie, tomamos el camino que se adentra en Congosto. Ya al divisar el estrechamiento de La Cueña dudé para mis adentros de la soltura en el andar de aquel paisano octogenario que caminaba un tanto trastabillado con ayuda de un cayado. Superado el obstáculo, una vereda nos condujo, tras un agradable paseo, a la Charca de Congosto. Una vez que dimos cuenta de la merienda (rajas y bollo, creo recordar) a un servidor se le ocurrió la idea de encaramarse a los 2.075 metros de la Collada de la Verderona para dar vista a las Morteras del Valle. Expuesto mi propósito, cuál fue mi sorpresa cuando el tío Lao expresó su deseo de acompañarme. La subida, regular tirando a mala, me la pasé cavilando cuanto pesaría aquel viejo al que iba a tener que bajar de la collada a cuestas. No fue el caso. ¡Cuánto nos reímos Lao y yo cuando, pasado el tiempo y con la confianza que da la amistad y la familiaridad, le relataba yo mis pensamientos de entonces!
A veces pienso a dónde habría llegado, de haber nacido unas décadas después, un persona como Ladislao, capaz de plantarse en Pola de Lena en bicicleta, cruzar por el Alto de la Cubilla hacia Asturias a buscar una yegua en medio de una intensa nevada, irse desde La Solana hasta el Alto de la Farrapona a alternar en la cantina que Salvador tenía para servicio de los empleados de las minas de hierro o desenvolverse sin apuro en El Ferrol de los años treinta cuando a algún zoquete de la caja de reclutas se le ocurrió llamarle a filas . Quizás fueran ciertos prejuicios o quizás simplemente los tiempos, porque no cuesta nada imaginárselo de maestro, empleado de banca o quién sabe qué destino aún más elevado. Si no le arredraba un físico disminuido, desde luego no habría sido por luces, que sobraban en una cabeza muy bien amueblada por lo demás. En realidad, si no fuera por su empeño en leer periódicos liberales y en no morderse la lengua en determinadas situaciones y, sobre todo, ante determinadas audiencias (inclinaciones que en la época de Franco estuvieron a punto de costarle algún disgusto) creo que hubiera hecho un cura de primera. Tal apreciación era una de las numerosas chanzas con las que gustaba yo de provocar esa sonrisa pícara cuyo recuerdo permanece fresco en mi mente.
Precisamente, sus opiniones en relación con “la cosa de los curas” (referencia resumida a su pensar respecto a la fe, la Iglesia, etcétera) han dado pie a algunas reflexiones sobre lo complejo de su personalidad que me provoca su recuerdo y que desembocan en consideraciones que desbordan ampliamente lo religioso y aún su propia persona: lo rural, la pobreza, las ideas políticas, la ética, etcétera. No es cuestión de alargarse aquí con esas divagaciones con las que a veces me regala esta cabeza mía. En la suya pude apreciar la existencia de una complicada mezcla, que no mezcolanza, de principios de gran disparidad ideológica. Llegado a las izquierdas desde la pobreza, no tenía empacho en reconocer la desconsideración al uso para con criados y pastores de veceras llegados de fuera, los auténticos parias de aquella sociedad rural. Crítico con los poderes fácticos, hizo siempre gala de una buena relación con los curas (que frecuentaban su casa y leían, quizás para escandalizarse, la prensa a la que Lao estaba suscrito). Siempre mostró gran respeto y admiración por las personas de valía. Hombre no creyente o al menos no practicante, su sentido común le urgía a reclamar el arreglo de la iglesia parroquial (decía Lao que al menos una vez se serviría de ella). Le apenaba el abandono de los bienes del común y le preocupaba la opinión que las gentes de fuera pudieran formarse de su pueblo al ver el deterioro de calles e inmuebles. Era hombre de orden, incluso anticuado en ciertas cuestiones sociales.
Lo que se dice un personaje...
Last but not least, el patriarca de los Morán Alonso, los Sastres de La Majúa, era también de carne y hueso. Ejerció de sastre, dando con ello nombre, junto con Daniela y Leonides, a la saga familiar, en una época (la posguerra) en la que las condiciones para el oficio eran complicadas, viéndose obligado suplir con ingenio la escasez de materia prima. Con tintes caseros de paños e hilaturas y otras artes venía a conseguir lo mismo que mi abuela María, capaz de cocinar, en el Madrid de los cuarenta, tortilla de patatas sin tener ni huevo ni patatas. Fue lector impenitente y viajero incansable. Tenía su genio y tenía sus manías. De entre las últimas, destacó por ser desconfiado y escogido en las cosas del comer. Seguidor fiel del principio aquel de “carne en calceta para el que la meta”, nunca quiso saber nada de conejo, pulpo, calamar y viandas por el estilo. Cuentan que una ocasión, la sola mención de un banquete a base de tejón (“bueno estaba, aunque un poco recio lo que daba contra el hueso”, decían) le causó serios problemas intestinales.
Dejó este mundo habiendo viajado en avión y probado la Coca-Cola (con el chicle no pudo) y vestido con el traje que compró para la boda de un sobrino (quizás la mía). Genio y figura, decía de aquella que lo adquirió ya con vistas a disponer de una mortaja elegante.
Con más de un año de retraso, gracias por tu amistad. STTL.

http://babieca.unileon.es/babieca.html

martes, 24 de mayo de 2011

Lo que se dice en Congosto queda en Congosto

El verano babiano se acerca. Cuando las ansiadas vacaciones toquen a su fin, lograremos cuadrar las agendas y ponernos de acuerdo en una fecha para llevar a cabo ese rito iniciático de cruzar la Cueña de Congosto. Inmediatamente, se pronunciarán las palabras mágicas que dan título a esta entrada. No es extraño que Gustavo sea el encargado de recordar al grupo esta norma básica de la quedada, habida cuenta de que su locuacidad, ya de por si notable, parece sufrir un incremento exponencial con la altitud. En realidad, la relación entre la altitud y la locuacidad del susodicho es similar a la de los recursos y la población de Malthus. A mayor abundamiento, la hipsometría también parece guardar una extraña relación con la naturaleza del discurso de Gustavo, más atrevido y corrosivo conforme disminuye la presión y comienza a escasear el oxígeno. El atrevimiento es, por lo demás, muy contagioso. ¿Conocen ustedes la expresión “no dejar títere con cabeza”? Por ahí van los tiros.
Los de la quedada formamos una cordada un tanto peculiar, desaliñada y multiétnica, armada a base de dos guanches -Carlos y Gustavo-, dos godos cazurros -Alfredo y el que escribe- y uno que no se sabe muy bien de que palo va -dicho sea sin connotaciones sexuales-, Javier, sorprendente hibridación de las Españas -gerundense de nacimiento, bardín de ascendencia y guanche de adopción-. Somos los cuñaos, gente normal, entregada a los valores de la familia que, una vez al año, pone tierra de por medio para poder manifestar libremente, aunque sea por unas horas, su auténtica condición. Cuando están las que mandan, el hermanamiento tiene otros tiempos, otras formas, otros lugares y, sobre todo, otras actitudes de los varones (básicamente, oír, ver y callar): cena y acaso baile en alguna fiesta del contorno, que si el niño no me come, que si me casé con lo peor,…
Aunque se podría entender que nuestra declaración de intenciones afecta no sólo al verbo, sino también al desarrollo general de la quedada, no parece que por contar algunas generalidades se vaya a tambalear seriamente nuestro pacto de silencio. Tras una dura ascensión a nuestro campamento base, cuya dificultad se ve incrementada por la manía de llevar las cosas colgando en vez de preparar una mochila como Dios manda, montamos rápidamente la tienda de campaña y comenzamos el ya tradicional safari fotográfico, un poco monótono últimamente por la estabilidad de la biodiversidad de Congosto; de cansinos nos tildarán los rebecos, los sapos y los tritones que ya son como de la familia. De vuelta de la Charca de Congosto, toca recoger leña para la hoguera que nos calentará y también nos alumbrará una vez que a la mierda de linterna de Alfredo se le acaben, como todos los años, las pilas. Después llega la cena, los cubatas, el filandón y a dormir.
A la mañana siguiente, el programa varía en función de la meteorología: si el tiempo acompaña, ascensión a alguna cumbre cercana (en 2010 coronamos Peña Orníz); caso contrario, a recoger y para la aldea. Lo que no cambia es la sana costumbre de Javi de levantarse al alba para ejercer de camarógrafo. Más de lo mismo: rebecos, buitres, las peñas,…
Seguro que nuestro tercer encuentro incrementará el baúl de las anécdotas: habrá nuevas ensoñaciones eróticas –muy platónicas, eso sí-, gripes –como la que tuvo al Carlos muy, pero que muy fastidiado-, propuestas difíciles de calificar –como la de hacer acopio de hielo en un nevero para los cubatas-, fotografías inconfesables –no comment-, etcétera.
Buena gente esta…
Last but no least, lo que se diga en Congosto, seguirá quedando en Congosto. Porque si creen que los párrafos anteriores les pueden dar una idea precisa de todo lo que allí se cuece… están muy equivocados. Si las peñas hablaran…

viernes, 6 de mayo de 2011

A vueltas con la caza: otra vez los pata negra

Hablábamos en una entrada del pasado verano [1] de la existencia en los pueblos de una casta especial, integrada por “unos pata negra que, por el hecho de soportar los largos meses de nieve y soledad, parecen exigir un desagravio permanente de los que disfrutan de las bondades de la Babia estival”. La dualidad de la que hablaba entonces entre los autoproclamados vecindeiros [2] y los veraneantes se me antoja ahora insuficiente para describir la complejidad social de los pueblos.
Como quiera que me inquieta la excesiva simplificación de la realidad por la que me dejé llevar en la citada entrada, me he propuesto profundizar en la cuestión de la estructura, más bien jerarquía, de las modernas sociedades rurales. Me temo, eso sí, que el esfuerzo de análisis sociológico que abordo hoy corre el riesgo de producir una taxonomía similar a la que José Luis Borges cita en su ensayo “El Idioma Analítico de John Wilkins”, esto es, una tal que acabe recordando a “…las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.
De la dualidad primigenia paso a una interminable lista de castas rurales que, por seguir con la paradoja de Borges, ordenaré alfabéticamente: a) los empadronados, b) los que tienen ganado, c) los que van al bar, d) los que hacen matanza, e) los que van a misa, f) los que todavía ordeñan, g) los del Barrio de Arriba, h) incluidos en esta clasificación, i) los que pasean, j) los asturianos, k) los veraneantes, l) etcétera, m) los que juegan la partida, n) los que nacieron en el pueblo, ñ) los hijos de madre soltera, o) los cazadores …
Como sospechaba, la taxonomía no va por buen camino, por incongruente y porque, de seguir con ella, creo el número de clases acabaría superando al de habitantes. Aún así, este incompleto esfuerzo taxonómico da una idea de un hecho que vengo observando: en este ámbito rural, las personas valoran su posición en la comunidad a partir de una acumulación de rasgos individuales, la suma de los cuales produce una especie de índice según el cual se determina la posición jerárquica del individuo, posición a la que éste atribuye unos derechos, obligaciones, privilegios, etc.
¿A cuento de que todo lo anterior? Intentaba reflexionar, a modo de preámbulo, sobre la casta de los cazadores locales, analizarla desde el punto de vista sociológico para así poder valorar mejor sus planteamientos. Mi primera conclusión es que este grupo no presenta homogeneidad desde ningún ángulo de los posibles: aparte del hecho de poseer escopeta (y utilizarla con mayor o menor fortuna), observo que los hay jóvenes y provectos, con estudios y sin estudios, vecindeiros y veraneantes,… Aún así, les une la idea de sentirse acreedores naturales del derecho de uso y disfrute de la caza que transita por los parajes de la zona. Lo curioso del caso es que, para buena parte de sus convecinos, la posesión de escopeta supone una especie de salvoconducto que permite, independientemente de sus circunstancias individuales (residencia, nacimiento,…) un acceso directo a la casta de los pata negra, o más bien a una élite de éstos, revestida por lo demás de una cualidad exclusiva: la infalibilidad de sus planteamientos.
Tres son los argumentos principales en los que apoyan este presunto derecho: de un lado, la consideración de la caza como un elemento integrante de la tradición local, una actividad practicada, desde antiguo y sin cortapisas por los lugareños (hablan incluso de la contribución que desde las artes venatorias se hizo siempre a la dieta alimenticia local y, si me apuras, de la apropiación privada de lo público); de otro, el aporte de fincas privadas a efectos de constitución del coto de caza; por último, la proliferación del furtivismo como consecuencia de la enajenación de los derechos de caza.
La letanía esta de la tradición me recuerda un poco al caso de un viejo que presumía con nostalgia de sus andanzas venatorias… mientras su mujer aseguraba que la única carne que había entrado en su casa no era ni de monte ni de venado, sino de un orondo número de la Guardia Civil que acudió a pedir explicaciones alarmado por los rumores acerca de la actividad furtiva del viejo, basados en sus propias fabulaciones tabernarias.
No puedo hacer aquí un repaso de la historia de la caza y de la participación en la misma de los campesinos [2], pero es evidente que históricamente se trató de un privilegio que, hasta fechas recientes, le fue negado a las personas humildes. Por lo demás, con el tiempo la exclusión de los cazadores plebeyos (entre ellos los locales) desapareció, lo cual causó estragos en las poblaciones de especies cinegéticas. Este hecho obligó a la intervención reguladora del Estado, así que lo de “sin cortapisas” tiene pocos visos de realidad.
La cuestión de la apropiación privada es otra letanía cansina que encierra una paradoja. Efectivamente, se asiste, en las zonas rurales, al “…choque de dos concepciones sobre la caza: en el caso de la población, campesina especialmente, la caza es un complemento alimenticio importante; en el caso de los señores la caza obedece a impulsos lúdicos,…” [4]. Todo bien…, salvo que el texto se refiere a una realidad del s. XV. A buen seguro que, en esas fechas, la camarilla de D. Diego Álvarez de Miranda [5] se esforzaba en poner cortapisas a la práctica de las artes venatorias por parte de los lugareños, “…porque quando al dicho señor […/…] le pruguier de venir a esta tierra falle en ella caça con que la su merçed aya e tome plazer”. [4]. Así, mientras en los oscuros tiempos medievales D. Diego gustaba de acumular prebendas (derecho de pernada, monopolio de la caza), un pequeño grupo de los que hoy serían sus paisanos y acaso descendientes pretenden apropiarse del principal recurso con que cuentan las arcas del concejo (en torno al 70% de su presupuesto anual). Ni son campesinos, ni pobres, ni siquiera vecindeiros en muchos casos… Curiosamente, nadie protesta por la enajenación de pastos (antaño a merinas y hoy a vacas de la vecina Asturias). Si que es cierto que antaño nunca se enajenó la caza… porque la caza era cosa de D. Diego.
Menos mal que, con toda seguridad, los de la casta no han leído a la legión de antropólogos, economistas, sociólogos, etcétera que se dedican a darle vueltas a los escritos de Hardin sobre la “tragedia de los comunales” y a escandalizarse de sus ideas, descontextualizando aquéllas de una manera a veces ridícula [6]. En este caso, no se trata de res nullius o res communes, se trata de cazar de balde y, los gastos del pueblo, a escote y sin duelo.
Si nos detenemos por un momento en el tema de la aportación de fincas, nos basta en este caso con formular dos sencillas preguntas: ¿cuántos de los que aportan fincas son cazadores? ¿cuál es el porcentaje de propiedad común en el pueblo?. Como dirían los peritos designados para satisfacer las averiguaciones del Marqués de la Ensenada, a la primera, que el número de cazadores de este lugar es de diez u once, de lo cual se deduce, según juicio y experiencia de los encuestados, que debe de haber numerosos propietarios de fincas que no son de tal condición, a pesar de lo cual han cedido sus predios a efectos de creación del coto de caza. A la segunda, que la posesión de las tierras se reparte en este pueblo de la manera que sigue: de cada ciento de medidas de tierra, ochenta son de titularidad del concejo de este lugar (incluyéndose en esta clase puertos de merinas, pacederos, montes, caminos, ríos y arroyos) y veinte son propiedad de particulares [7]. Blanco y en botella, leche. Por lo demás, no me parece necesario entrar aquí a valorar, por obvia, la querencia territorial de las piezas de caza más valoradas con respecto a la distribución de la propiedad comentada.
Last but not least, el tema del furtivismo. Últimamente, a los de la casta les ha entrado una urgencia conservacionista sorprendente a todas luces, especialmente en el caso de algunos abanderados de la caza clandestina, ilegal y, lo que es peor, ajena a todo planteamiento de respeto a la Naturaleza. Si sólo fueran lobos, que al menos causan quebranto a los ganaderos…. ¿Cuántas veces hemos asistido, en calechos, filandones y charlas de cantina, al relato de las hazañas de estos furtivos arrepentidos? ¿Quién no conoce a los convecinos que en época de veda cazan la perdiz? ¿Quién no ha oido hablar de verdaderas masacres sinsentido de rebecos?
Una mala experiencia con un adjudicatario del coto (situación nada fácil de atajar jurídicamente, pese a lo que algunos legos en derecho piensan) no puede justificar la exigencia de cambio en un modelo de gestión. Más aún cuando la posibilidad de que la casta sea elegida como garante de la gestión sostenible de la caza plantea una duda inquietante: Quis custodiet ipsos custodes? (¿Quién guardará a los guardianes?). La solución de Platón [8] … no la veo y la de Homer Simpson [9] … tampoco.

[2] vecindeiro: persona que, en los pueblos que realizaban alzada (desplazamiento estacional –en época invernal- y masivo de vecinos, con enseres y ganados, hacia zonas de clima más benigno), quedaba como guardián de la localidad mientras duraba la alzada.
[3] Ver, por ejemplo, Antonio López Ontiveros, «Caza, actividad agraria y geografía en España», Documents d’ Anàlisi Geografica, 24, 1994, pp. 111-130
[4] José María Monsalvo Antón, El sistema político concejil. El ejemplo del Señorío Medieval de Alba de Tormes y su Concejo de Villa y Tierra, 1988, Salamanca, Universidad de Salamanca.
[5] http://babieca.unileon.es/lamajua.html, Sobre el enfrentamiento de Diego de Miranda y Luis Mejía, 1485.
[6] Garrett Hardin, «The Tragedy of the Commons», Science, 162, 1968, pp. 1243-1248
[7] Porcentajes aproximados calculados a partir de los datos catastrales.
[8] “…inculcar en ellos una aversión por el poder o los privilegios, y ellos gobernarán porque creen que es justo que así sea, y no por ambición” (Wikipedia)
[9] Según leo en Wikipedia, “En un episodio de Los Simpson Homer crea un grupo de vigilantes que intentan encontrar al ladrón Gato. Lisa, preocupada por su abuso de poder pregunta: «Si ésta es la policía, ¿quien será la policía de la policía?» a lo que Homer responde: «No sé, ¿los guardacostas?»"

http://babieca.unileon.es/babieca.html