Recuerdo que en cierta ocasión me contó Ladislao Morán, patriarca hasta su reciente fallecimiento de los Morán Alonso de La Majúa (más conocidos por aquí como los sastres), que había oído hablar a su abuela, sin duda en algún filandón invernal, de un antiguo camino que comunicaba Corrapilas con la Veiga Murias, lugar este último en el que se plantaban nabos en tiempos pretéritos.
Son historias de la niñez de los hoy octogenarios que nos hablan de un pasado aún más pasado en el que la memoria oral se diluye y pierde precisión. Para La Majúa, fueron también los tiempos de las olleras de La Braña o el cerramiento del Corralón (que Lao no conoció en uso, pero cuyos restos son claramente visibles); de la ermita del Castro y de María el Castro, partera y quién sabe si antigua casera, con su marido, de la ermita citada, de la que Lao y su hermano Ardoncino todavía conocieron torre y campana y cuyos restos pétreos sirvieron para la construcción de la casa de Las Muelas (por cierto que el robo –seguramente perpetrado por algún estudioso- del libro de fábrica de la iglesia de La Majúa nos ha privado de saber más cosas sobre la citada ermita y las causas de su desaparición); del momento indeterminado (seguramente coincidente con algún aumento de población o con un periodo de hambruna) en que El Rebordillo y La Ladrera surgieron como zonas de propiedad particular, como evidencia la forma, disposición y tamaño de las parcelas, tras haberse producido un reparto de tierras comunales, quien sabe si en principio temporal; de la cárcel que da nombre a un barrio de La Majúa (aquel que sigue en sentido descendente al Barrio de Arriba y que precede a los de Pandorado, Corralada, El Otero, La Gallina, La Flor y La Penilla) y del Ayuntamiento que se trasladó a San Emiliano con la complicidad de los bardines, hartos, parece ser, de dar sustento a los parientes y conocidos llegados a la localidad para resolver trámites ante este ente administrativo.
El caso es que el otoño pasado una excavadora rehizo el citado camino para facilitar la tarea de los ganaderos de la localidad. Aprovechando esta circunstancia me propongo recorrer a pie este camino para empaparme sobre el terreno de esa ¿mitología? de nabos cultivados a una altitud de más de 1.500 m. La moderna pista me conduce, tras una dura subida con parada breve en el arroyo que desagua desde las Fuentes de Moronegro para ir a alimentar la cascada del Canalón, al Chozo Quirino. Del citado chozo queda la horma en bastante buen estado. Tengo entendido que el tal Quirino fue uno de los ganaderos que llevó en arriendo estos parajes para sustento estival de sus rebaños menores. Supongo que el chozo daba servicio al Puerto de Moronegro y, por su situación, quizás fue construido para ser utilizado en los momentos en que los rebaños, agotadas ya las hierbas del puerto, se servían de la ensancha de Los Reirones y Zarameo.
Desde luego que el recorrido no parece apto para carros tirados por pareja de vacas, por lo cual deduzco que, de haber un poso de verdad en la historia de los nabos, el acceso a la Veiga Murias se realizaría con caballerías equipadas con serones. Cosas más difíciles se han visto. No obstante, puede ser que el poso de verdad que normalmente subyace a estas mitologías de filandón haga referencia a un uso distinto y extinto de las zonas de Las Cuartas y Veiga Murias, salpicadas por un sorprendente laberinto de paredes de piedra y hormas de chozos. Quién sabe…
Noticias de estos usos ya desaparecidos he tenido algunas, principalmente a través de mi suegro Alfredo, que recuerda pasar noches invernales en el chozo de la Corra Eugenia (encerradero de ganado para servicio de la Veiga Murias), acompañado por su difunto hermano Pepe en la poco grata tarea de guardar la vecera de los machos. Parece ser que, en ausencia de nieves y a pesar de la gélidas temperaturas, la vecera de los machos era conducida a estos parajes; los guardianes de la vecera habían de enfrentarse a noches interminables en un chozo que, según los viejos de entonces, era barruntón; creo que el calificativo hacía referencia al poco resguardo que el chozo ofrecía frente al frío, con lo cual los agraciados con la tarea de vigilancia pasaban las noches prácticamente en vela, barruntando así por necesidad cualquier problema que aquejara al ganado (por ejemplo, la tan temida visita de los lobos). Tales penalidades debían ser compensadas con el alto precio que se pagaba después de la Guerra Civil por unos al parecer excelentes animales de tiro destinados a ser vendidos en ambas Castillas. Suponían un ingreso en metálico fundamental para la subsistencia familiar en la época de lo que se ha venido en llamar economía de autoabastecimiento y subsistencia. Muchas veces no puedo dejar de sonreir al pensar en la cara de desesperación de aquellos dos jóvenes cuando en cierta ocasión su desayuno (chocolate con leche) se echaba perder por culpa de la desafortunada idea de calentarlo mediante unas rudimentarias pregancias hechas con cuerda y que fueron pasto de las llamas.
Sentado en la parte bajera de la Veiga Murias, con Los Mueclos a mi diestra y el Machadín enfrente, la vista se asoma a territorios antes objeto de tránsito como Los Retornos, Cansapastores o el Arroyo de Fuentestabiernas; hoy están excluidos de la geografía cotidiana de La Majúa, permaneciendo sólo en el recuerdo de los bardines de edad provecta y siendo transitados apenas por alguna yegua despistada, algún andariego impenitente o algún lobo en busca de jabalíes con los que matar el hambre. Por desgracia, el último visitante ilustre de estos parajes fue el fuego que asoló el pasado verano Moronegro, los Reirones, Zarameo, las Corras del Cinto, los Chamargos y las Gualtas y que a punto estuvo de hacer lo propio con el robledal de la Devesa del Villar.
Last but no least, la contemplación de todos estos parajes (y quizás el sol abrasador que va haciendo estragos en mi cabeza) me lleva territorios de reflexión, un tanto etéreos, sobre la naturaleza de mi formación de geógrafo y sobre la imposibilidad de pontificar sobre los usos pasados del territorio, sobre su presente o sobre su futuro sin antes haberse empapado de parajes, de topónimos, de historias localizadas en el tiempo y el espacio; es una Geografía en extremo local que culmina en el momento en el que cada paseo se convierte en una sucesión de parajes que te llevan a evocaciones encadenadas en las que se mezclan distintos tiempos geológicos, restos arqueológicos, noticias del Medievo, reflexiones sobre el contexto económico actual, estadísticas, valoraciones ambientales,… Es un proceso que conduce, en sucesión ideal, a una Geografía perfecta y exhaustiva en el tiempo y el espacio, una Geografía imposible… Pero no es indiferente el punto del proceso en que te encuentres…
En mi caso, toda esta enjundiosa reflexión parte de mi interés inicial por elaborar un mapa a escala media (1:25.000) del término del pueblo de La Majúa, interés lógico habida cuenta de que la Cartografía es para mí Cartopeseta, esto es, la disciplina que me da de comer y que, además, me gusta. Con el tiempo, voy pasando la etapa en que la escala escogida ya no es bastante escala para reflejar el producto de mi incansable curiosidad. Quizás llega el momento de parar y sistematizar, no siendo que me ocurra lo mismo que a los cartógrafos de Borges (“En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”.).
Son historias de la niñez de los hoy octogenarios que nos hablan de un pasado aún más pasado en el que la memoria oral se diluye y pierde precisión. Para La Majúa, fueron también los tiempos de las olleras de La Braña o el cerramiento del Corralón (que Lao no conoció en uso, pero cuyos restos son claramente visibles); de la ermita del Castro y de María el Castro, partera y quién sabe si antigua casera, con su marido, de la ermita citada, de la que Lao y su hermano Ardoncino todavía conocieron torre y campana y cuyos restos pétreos sirvieron para la construcción de la casa de Las Muelas (por cierto que el robo –seguramente perpetrado por algún estudioso- del libro de fábrica de la iglesia de La Majúa nos ha privado de saber más cosas sobre la citada ermita y las causas de su desaparición); del momento indeterminado (seguramente coincidente con algún aumento de población o con un periodo de hambruna) en que El Rebordillo y La Ladrera surgieron como zonas de propiedad particular, como evidencia la forma, disposición y tamaño de las parcelas, tras haberse producido un reparto de tierras comunales, quien sabe si en principio temporal; de la cárcel que da nombre a un barrio de La Majúa (aquel que sigue en sentido descendente al Barrio de Arriba y que precede a los de Pandorado, Corralada, El Otero, La Gallina, La Flor y La Penilla) y del Ayuntamiento que se trasladó a San Emiliano con la complicidad de los bardines, hartos, parece ser, de dar sustento a los parientes y conocidos llegados a la localidad para resolver trámites ante este ente administrativo.
El caso es que el otoño pasado una excavadora rehizo el citado camino para facilitar la tarea de los ganaderos de la localidad. Aprovechando esta circunstancia me propongo recorrer a pie este camino para empaparme sobre el terreno de esa ¿mitología? de nabos cultivados a una altitud de más de 1.500 m. La moderna pista me conduce, tras una dura subida con parada breve en el arroyo que desagua desde las Fuentes de Moronegro para ir a alimentar la cascada del Canalón, al Chozo Quirino. Del citado chozo queda la horma en bastante buen estado. Tengo entendido que el tal Quirino fue uno de los ganaderos que llevó en arriendo estos parajes para sustento estival de sus rebaños menores. Supongo que el chozo daba servicio al Puerto de Moronegro y, por su situación, quizás fue construido para ser utilizado en los momentos en que los rebaños, agotadas ya las hierbas del puerto, se servían de la ensancha de Los Reirones y Zarameo.
Desde luego que el recorrido no parece apto para carros tirados por pareja de vacas, por lo cual deduzco que, de haber un poso de verdad en la historia de los nabos, el acceso a la Veiga Murias se realizaría con caballerías equipadas con serones. Cosas más difíciles se han visto. No obstante, puede ser que el poso de verdad que normalmente subyace a estas mitologías de filandón haga referencia a un uso distinto y extinto de las zonas de Las Cuartas y Veiga Murias, salpicadas por un sorprendente laberinto de paredes de piedra y hormas de chozos. Quién sabe…
Noticias de estos usos ya desaparecidos he tenido algunas, principalmente a través de mi suegro Alfredo, que recuerda pasar noches invernales en el chozo de la Corra Eugenia (encerradero de ganado para servicio de la Veiga Murias), acompañado por su difunto hermano Pepe en la poco grata tarea de guardar la vecera de los machos. Parece ser que, en ausencia de nieves y a pesar de la gélidas temperaturas, la vecera de los machos era conducida a estos parajes; los guardianes de la vecera habían de enfrentarse a noches interminables en un chozo que, según los viejos de entonces, era barruntón; creo que el calificativo hacía referencia al poco resguardo que el chozo ofrecía frente al frío, con lo cual los agraciados con la tarea de vigilancia pasaban las noches prácticamente en vela, barruntando así por necesidad cualquier problema que aquejara al ganado (por ejemplo, la tan temida visita de los lobos). Tales penalidades debían ser compensadas con el alto precio que se pagaba después de la Guerra Civil por unos al parecer excelentes animales de tiro destinados a ser vendidos en ambas Castillas. Suponían un ingreso en metálico fundamental para la subsistencia familiar en la época de lo que se ha venido en llamar economía de autoabastecimiento y subsistencia. Muchas veces no puedo dejar de sonreir al pensar en la cara de desesperación de aquellos dos jóvenes cuando en cierta ocasión su desayuno (chocolate con leche) se echaba perder por culpa de la desafortunada idea de calentarlo mediante unas rudimentarias pregancias hechas con cuerda y que fueron pasto de las llamas.
Sentado en la parte bajera de la Veiga Murias, con Los Mueclos a mi diestra y el Machadín enfrente, la vista se asoma a territorios antes objeto de tránsito como Los Retornos, Cansapastores o el Arroyo de Fuentestabiernas; hoy están excluidos de la geografía cotidiana de La Majúa, permaneciendo sólo en el recuerdo de los bardines de edad provecta y siendo transitados apenas por alguna yegua despistada, algún andariego impenitente o algún lobo en busca de jabalíes con los que matar el hambre. Por desgracia, el último visitante ilustre de estos parajes fue el fuego que asoló el pasado verano Moronegro, los Reirones, Zarameo, las Corras del Cinto, los Chamargos y las Gualtas y que a punto estuvo de hacer lo propio con el robledal de la Devesa del Villar.
Last but no least, la contemplación de todos estos parajes (y quizás el sol abrasador que va haciendo estragos en mi cabeza) me lleva territorios de reflexión, un tanto etéreos, sobre la naturaleza de mi formación de geógrafo y sobre la imposibilidad de pontificar sobre los usos pasados del territorio, sobre su presente o sobre su futuro sin antes haberse empapado de parajes, de topónimos, de historias localizadas en el tiempo y el espacio; es una Geografía en extremo local que culmina en el momento en el que cada paseo se convierte en una sucesión de parajes que te llevan a evocaciones encadenadas en las que se mezclan distintos tiempos geológicos, restos arqueológicos, noticias del Medievo, reflexiones sobre el contexto económico actual, estadísticas, valoraciones ambientales,… Es un proceso que conduce, en sucesión ideal, a una Geografía perfecta y exhaustiva en el tiempo y el espacio, una Geografía imposible… Pero no es indiferente el punto del proceso en que te encuentres…
En mi caso, toda esta enjundiosa reflexión parte de mi interés inicial por elaborar un mapa a escala media (1:25.000) del término del pueblo de La Majúa, interés lógico habida cuenta de que la Cartografía es para mí Cartopeseta, esto es, la disciplina que me da de comer y que, además, me gusta. Con el tiempo, voy pasando la etapa en que la escala escogida ya no es bastante escala para reflejar el producto de mi incansable curiosidad. Quizás llega el momento de parar y sistematizar, no siendo que me ocurra lo mismo que a los cartógrafos de Borges (“En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”.).
En cualquier caso, no antes de que falten todos aquellos a los que pueda arrancar algún dato, noticia o curiosidad. De hecho, este blog es, de momento, lo más parecido a un intento por sacar a la luz parte de las ideas que he ido recopilando y, desde luego, es de todo menos sistemático.La entrada de hoy se parece en su estructura a una Conferencia-Maleta de Ramón Gómez de la Serna, con la pega de que, evidentemente, yo no soy de la Serna. Así que abreviaré y terminaré contanto que, de bajada a La Majúa, atravesé el robledal de la Devesa del Villar, en el cual a punto estuve de pernoctar. Gracias a Dios que una chera y alguna que otra vereda de venados (de los cuales uno tuve oportunidad de fotografiar) me facilitaron el acceso a los Llanos de la Devesa y, desde ahí, al cementerio viejo de La Majúa.
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