Cuando los expertos hablan del progresivo estrechamiento del ámbito de las relaciones sociales en las zonas rurales se refieren, sermo vulgaris, al hecho de que nuestros pueblos se van quedando vacíos. Los cambios habidos en las zonas rurales como consecuencia de esa gran migración de mediados del siglo XX conocida como éxodo rural han resultado, a la postre, desastrosos para el devenir de nuestros pueblos.
Una de las muchas manifestaciones de la inviabilidad de las comunidades rurales tal como hoy las contemplamos es la creciente incapacidad que muestran a la hora de gestionar sus propios destinos, esto es, de hacerse cargo de las competencias que la ley otorga a las Juntas Vecinales.
Los Concejos contituyeron, en tiempos que ahora se nos antojan lejanos, un ejemplo paradigmático de las posibilidades de autogestión de un territorio en todos sus aspectos: económico, social, ambiental,… Fuera por solidaridad o por necesidad, lo cierto es que, durante siglos, nuestros pueblos basaron su devenir en unos parámetros de comportamiento de los que hoy apenas tenemos noticias gracias a la memoria de los más viejos del lugar.
Aunque aún queden rastros de aquellas maneras en ciertas actitudes, generalmente aquellas que se adoptan ante las circunstancias más comprometidas de la vida –léase la consideración ante la desgracia ajena, sea ésta del tipo que sea-, sonroja ver como los Concejos que antaño regulaban hasta los aspectos más nimios de la vida pública y privada se muestran hoy incapaces ya no de contribuir sensiblemente a la mejora de los pueblos, sino incluso de conseguir un devenir diario de las comunidades libre de sobresaltos y conflictos.
Los alcaldes de los pueblos, gentes a menudo de edad provecta, se enfrentan a un sistema administrativo diseñado desde una óptica urbana. Basado en el tráfico de documentación a menudo farragosa, ni siquiera tiene en cuenta el citado sistema el hecho de que muchos de los pueblos distan decenas de kilómetros de las sedes de los organismos administrativos que reclaman su presencia física para numerosos trámites.
Por otra parte, esos mismos los alcaldes han de tomar decisiones que afectan a un círculo social reducido y menguante, a menudo mediatizado por los vínculos familiares y siempre con el amenazante horizonte de que la localidad se haga merecedora de la consabida sentencia de “pocos y mal avenidos”.
Se observa también la existencia de una clara fractura social entre los que residen todo el año en el pueblo y aquellos que acuden en periodos vacacionales. Entre ambos grupos se instala progresivamente un muro de incomprensión respecto a asuntos en los que, generalmente, cada colectivo tiene su parte de razón. Los que invernan en el pueblo se consideran una casta especial, unos pata negra que, por el hecho de soportar los largos meses de nieve y soledad, parecen exigir un desagravio permanente de los que disfrutan de las bondades de la Babia estival; olvidan, eso sí, que muchos de ellos abandonaron su localidad de origen por imperativo de supervivencia y que la lejanía no ha hecho sino incrementar su amor por estas tierras. Los veraneantes, por su parte, emigrantes en su día o hijos y nietos de emigrantes, pretenden a menudo trasladar al pueblo las características de la sociedad urbana. No faltan casos de gente pendiente de superar los prejuicios de la época del haiga: algunos se permiten mirar por encima del hombro a sus antiguos convecinos, olvidando niñeces y juventudes de miseria compartida.
Last but no least, a unos y otros parece afectar una epidemia de egoísmo, desidia y altanería en lo que se refiere a la participación en los asuntos de la comunidad: la satisfacción de las exigencias tributarias del Estado, o la Constitución, o los principios sagrados de la democracia, o vaya usted a saber qué, parecen ser una patente de corso a la hora de adoptar actitudes de todos bien conocidas y que inundan nuestras calles de sentencias tan poco edificantes como esa tan solidaria que reza aquello de “que se jodan los del Barrio de Arriba”. Colaboración, con cuentagotas; exigencias y críticas, sin duelo. Las Juntas Vecinales, si hacen porque hacen y si no hacen porque no hacen…
Una de las muchas manifestaciones de la inviabilidad de las comunidades rurales tal como hoy las contemplamos es la creciente incapacidad que muestran a la hora de gestionar sus propios destinos, esto es, de hacerse cargo de las competencias que la ley otorga a las Juntas Vecinales.
Los Concejos contituyeron, en tiempos que ahora se nos antojan lejanos, un ejemplo paradigmático de las posibilidades de autogestión de un territorio en todos sus aspectos: económico, social, ambiental,… Fuera por solidaridad o por necesidad, lo cierto es que, durante siglos, nuestros pueblos basaron su devenir en unos parámetros de comportamiento de los que hoy apenas tenemos noticias gracias a la memoria de los más viejos del lugar.
Aunque aún queden rastros de aquellas maneras en ciertas actitudes, generalmente aquellas que se adoptan ante las circunstancias más comprometidas de la vida –léase la consideración ante la desgracia ajena, sea ésta del tipo que sea-, sonroja ver como los Concejos que antaño regulaban hasta los aspectos más nimios de la vida pública y privada se muestran hoy incapaces ya no de contribuir sensiblemente a la mejora de los pueblos, sino incluso de conseguir un devenir diario de las comunidades libre de sobresaltos y conflictos.
Los alcaldes de los pueblos, gentes a menudo de edad provecta, se enfrentan a un sistema administrativo diseñado desde una óptica urbana. Basado en el tráfico de documentación a menudo farragosa, ni siquiera tiene en cuenta el citado sistema el hecho de que muchos de los pueblos distan decenas de kilómetros de las sedes de los organismos administrativos que reclaman su presencia física para numerosos trámites.
Por otra parte, esos mismos los alcaldes han de tomar decisiones que afectan a un círculo social reducido y menguante, a menudo mediatizado por los vínculos familiares y siempre con el amenazante horizonte de que la localidad se haga merecedora de la consabida sentencia de “pocos y mal avenidos”.
Se observa también la existencia de una clara fractura social entre los que residen todo el año en el pueblo y aquellos que acuden en periodos vacacionales. Entre ambos grupos se instala progresivamente un muro de incomprensión respecto a asuntos en los que, generalmente, cada colectivo tiene su parte de razón. Los que invernan en el pueblo se consideran una casta especial, unos pata negra que, por el hecho de soportar los largos meses de nieve y soledad, parecen exigir un desagravio permanente de los que disfrutan de las bondades de la Babia estival; olvidan, eso sí, que muchos de ellos abandonaron su localidad de origen por imperativo de supervivencia y que la lejanía no ha hecho sino incrementar su amor por estas tierras. Los veraneantes, por su parte, emigrantes en su día o hijos y nietos de emigrantes, pretenden a menudo trasladar al pueblo las características de la sociedad urbana. No faltan casos de gente pendiente de superar los prejuicios de la época del haiga: algunos se permiten mirar por encima del hombro a sus antiguos convecinos, olvidando niñeces y juventudes de miseria compartida.
Last but no least, a unos y otros parece afectar una epidemia de egoísmo, desidia y altanería en lo que se refiere a la participación en los asuntos de la comunidad: la satisfacción de las exigencias tributarias del Estado, o la Constitución, o los principios sagrados de la democracia, o vaya usted a saber qué, parecen ser una patente de corso a la hora de adoptar actitudes de todos bien conocidas y que inundan nuestras calles de sentencias tan poco edificantes como esa tan solidaria que reza aquello de “que se jodan los del Barrio de Arriba”. Colaboración, con cuentagotas; exigencias y críticas, sin duelo. Las Juntas Vecinales, si hacen porque hacen y si no hacen porque no hacen…
Del palo de los pobres y las veceras, de las prindadas y las facenderas a esto; a ver si va a ser cierto que, al menos en el caso que nos ocupa, cualquier tiempo pasado fue mejor…
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