Siempre
he pensado que, tanto para escribir un panegírico como para componer una
diatriba, es conveniente dejar pasar un tiempo prudencial para que la memoria
de las personas o los hechos objeto atención se despoje de los defectos de
apreciación a los que conduce el juicio apresurado. Por otra parte,
también pienso que el tiempo, en demasía, también juega en contra del
equilibrio del elogio o la censura, imposibilitando la viveza del relato que
posibilita una cierta inmediatez a lo contado.
En este caso, han
pasado unas semanas desde que aquel pájaro de mal agüero —el mismo que en otras
ocasiones es alegoría de la esperanza para el habitante rural en problemas—
hizo sospechar a los bardines que algo
no iba bien… Al menos en mi caso, tiempo suficiente para olvidarme del mal
invierno que sumió a Manuel en tardes postrado en el escaño rumiando malos
augurios para el porvenir. Tiempo suficiente también para renunciar al
peligroso ejercicio de hacer evocación de los presentimientos propios,
consideración de los ajenos —ya se sabe que, a toro pasado, tomos somos
Manolete— y cábalas acerca de los de aquel que nos dejó. Y tiempo
suficiente, por último, para, desde el espacio de confort que templa el enojo
de la pérdida, evita el olvido y focaliza el recuerdo en lo esencial, componer
unos párrafos en recuerdo de un gran amigo, algo familia política y mucha
familia en el sentir y, sobre todo, un maestro, uno de mis mentores en mi
atrevida intención de empatizar con Babia y lo babiano.
Amante de lo rural como
vivencia y conocimiento, con el tiempo me he dado cuenta de que el magisterio
está en los lugares y circunstancias más insospechados: en la charla causal con
un pastor de merinas en El Queixeiro,
en la participación en las labores comunales —como la refacción de los cierres
de los puertos— en el frite que recompensa tales tareas en La Solana y en la tertulia de estómagos ahítos que sigue al festín,
etcétera. Y en filandones y calechos…
Todavía a finales de la
primavera, charlando en la cocina sobre el interminable deshielo y la
exuberancia de ríos y arroyos y asomados a esa ventana norteña que nos deja
ver, desde el halago del calor de la bilbaína, si Moronegro esta nidio o desnevio, me hizo partícipe Manuel de una
última pincelada de sabiduría popular:
—Cuando la peña en La Gualta mana, es que ya ha llovido
bastante y el terreno ya no lleva más agua.
Consciente de que, a pesar de
mis esfuerzos por saberlo todo del país
bardín, me falta conocer mucho de los entresijos de la relación secular de
los naturales con su entorno, me voy quedando huérfano de magisterio.
En las interminables
conversaciones de aquella cocina también aprendí mucho sobre la relación —en la
toponimia y en el habla diaria— entre el patsuezu
y el español: aprecié en la práctica fenómenos como la diglosia de las
bombillas que se hunden o la
ultracorrección del Morronegro por Moronegro.
También tuve oportunidad de
darme cuenta de que Manuel es buen ejemplo de la última generación de babianos
que participó de dos modos de vida ya extintos: el de sus padres y abuelos
—secular y finiquitado a mediados del siglo XX— y el de su propia generación,
que reinventó su relación con el territorio —con mecanización, producción
láctea, genciana o trabajos ajenos al sector primario— para no rendirse al
éxodo rural. En la actualidad, formaba parte —en su caso junto a Maribel— de la
sufrida y reducida clase de los supervivientes, guardianes heroicos de la Babia
invernal dejada de la mano de Dios…
—Mi hermano era muy miedoso.
De guajes, guardábamos la vecera de las novillas en la Cuesta Lao. Subíamos de tarde en la burra para hacernos cargo del
ganado en La Chamuerga. Tras el
recuento, cenábamos de la fardela que
nos mandaba madre y, a la hora de dormir, trabábamos la puerta, que no tenía
cierre, con unas piedras. A menudo los vientos de la noche abrían la puerta, lo
que sobresaltaba a mi hermano, que se acurrucaba, asustado, contra mí.
—¿Pero tu cuantos años tenías
de aquella?
—Pues nueve…
Rápidamente hecho la cuenta y
resulta que Miro tenía, de aquella, ¡siete años! Convendrán conmigo que resulta
imposible imaginar en tal circunstancia a un crío de esa edad de nuestros
tiempos.
—Mientras yo sea alcalde, la
casa de La Chamuerga no se cae.
No es de extrañar que Manolo
se resistiera a dejar desaparecer uno de los símbolos de la vida que le tocó
vivir; lo mismo le ocurría con la báscula, la casa de la limpiadora, las
escuelas, la iglesia… Desde su puesto de alcalde se empeñó, con gran esfuerzo
personal, con una honradez exquisita en el manejo de los dineros y a menudo
sufriendo la crítica ignorante e injusta de los indolentes, en evitar la
decadencia de su pueblo. Sólo siento que, a pesar de los esfuerzos de Manuel y
de otros babianos de valía, no parece que haya mucho margen para la esperanza...
Last
but not least, aunque era un buen hombre, tenía sus defectillos.
Entre los más irritantes estaba esa manía tan suya, tan de bardín, de creer que su pueblo, La Majúa, era un algo singular —un universo privilegiado
y sin parangón posible— y de afear mi condición de forastero. Mucho nos reímos
a cuento de los chascarrillos con los que nos mortificábamos día sí y día también. La burla,
la chanza y la ironía eran parte de nuestras refriegas: se mofaba de cuando la
tía Nisa se asustó de mi aspecto y mi vestimenta la primera vez que caí por La
Majúa —¡Un gitano, la Bri ha traído un gitano!—, hizo escarnio de mí ante todo
el pueblo cuando atollé en Veiga Redonda
por bajar del vehículo a
hacer una foto —después, eso sí, de acudir presto al rescate— y se hartó de reír
a mi costa preguntando a mis sobrinos, de aquella párvulos, sobre si habían
notado algo raro en el comportamiento de su tío… Como la venganza es un plato
que se sirve frío, no hace mucho que enseñé, a todo el que la quiso ver, la
foto en la cual le sorprendí, con las manos entrelazadas y cara de seminarista,
en actitud de sumisión y reverencia junto a la figura del Obispo —que había
acudido a oficiar la misa en la fiesta del pueblo—.
En el fondo sabía bien que no le asistía la razón,
que lo mejor con lo que la vida le había premiado era una forastera —a la que
sólo Dios sabe cómo convenció para pasar de Gazoy
para acá— y la hija que aquella le dio —ergo,
de sangre medio gentil y no bardina vieja—.
Hace tiempo que estoy convencido
que más allá ha de haber una especie de calecho
de los que nos han dejado. Sin duda que se habrá incorporado del escaño, como
en los viejos tiempos, para recriminar a mi mujer por haber traído al pueblo a
uno con ideas tan disparatadas…
La noche antes de que nos dejara hubo calecho en aquella cocina. Apareció por allí el enojo y la venganza de don Juan cuando le metieron una oveja en la iglesia. Se habló de las mil y una cosas, cercanas y lejanas, que componen la charla espontánea que arma las veladas. Nada que ver con el improbable filandón de Luis Mateo Díez en Relato de Babia.
Como siempre, Manuel cumplió con el ritual de hacerme burla por oler el aguardiente y no catarlo. Antes de irse a la cama templó el estómago con unas sopas de leche. Maribel, Bri y un servidor nos retiramos aquella noche con la satisfacción de que, siquiera por un rato, Manuel había sido nuestro Manuel: ocurrente, siempre guasón, porfiado no pocas veces... Si a mayores de aquello evocamos la figura de un hombre honrado, emotivo y de lágrima fácil cuando tocaba, siempre hospitalario, familiar y amigo de sus amigos, compuesto está el retrato del hombre que quiero
recordar.
Manuel Rodríguez Márquez, d.e.p.