domingo, 22 de julio de 2018

Manuel Rodríguez, el magisterio y la memoria de Babia

Siempre he pensado que, tanto para escribir un panegírico como para componer una diatriba, es conveniente dejar pasar un tiempo prudencial para que la memoria de las personas o los hechos objeto atención se despoje de los defectos de apreciación a los que conduce el juicio apresurado. Por otra parte, también pienso que el tiempo, en demasía, también juega en contra del equilibrio del elogio o la censura, imposibilitando la viveza del relato que posibilita una cierta inmediatez a lo contado.
En este caso, han pasado unas semanas desde que aquel pájaro de mal agüero —el mismo que en otras ocasiones es alegoría de la esperanza para el habitante rural en problemas— hizo sospechar a los bardines que algo no iba bien… Al menos en mi caso, tiempo suficiente para olvidarme del mal invierno que sumió a Manuel en tardes postrado en el escaño rumiando malos augurios para el porvenir. Tiempo suficiente también para renunciar al peligroso ejercicio de hacer evocación de los presentimientos propios, consideración de los ajenos —ya se sabe que, a toro pasado, tomos somos Manolete— y cábalas acerca de los de aquel que nos dejó. Y tiempo suficiente, por último, para, desde el espacio de confort que templa el enojo de la pérdida, evita el olvido y focaliza el recuerdo en lo esencial, componer unos párrafos en recuerdo de un gran amigo, algo familia política y mucha familia en el sentir y, sobre todo, un maestro, uno de mis mentores en mi atrevida intención de empatizar con Babia y lo babiano.
Amante de lo rural como vivencia y conocimiento, con el tiempo me he dado cuenta de que el magisterio está en los lugares y circunstancias más insospechados: en la charla causal con un pastor de merinas en El Queixeiro, en la participación en las labores comunales —como la refacción de los cierres de los puertos— en el frite que recompensa tales tareas en La Solana y en la tertulia de estómagos ahítos que sigue al festín, etcétera. Y en filandones y calechos
Todavía a finales de la primavera, charlando en la cocina sobre el interminable deshielo y la exuberancia de ríos y arroyos y asomados a esa ventana norteña que nos deja ver, desde el halago del calor de la bilbaína, si Moronegro esta nidio o desnevio, me hizo partícipe Manuel de una última pincelada de sabiduría popular:
Cuando la peña en La Gualta mana, es que ya ha llovido bastante y el terreno ya no lleva más agua.
Consciente de que, a pesar de mis esfuerzos por saberlo todo del país bardín, me falta conocer mucho de los entresijos de la relación secular de los naturales con su entorno, me voy quedando huérfano de magisterio.
En las interminables conversaciones de aquella cocina también aprendí mucho sobre la relación —en la toponimia y en el habla diaria— entre el patsuezu y el español: aprecié en la práctica fenómenos como la diglosia de las bombillas que se hunden o la ultracorrección del Morronegro por Moronegro.
También tuve oportunidad de darme cuenta de que Manuel es buen ejemplo de la última generación de babianos que participó de dos modos de vida ya extintos: el de sus padres y abuelos —secular y finiquitado a mediados del siglo XX— y el de su propia generación, que reinventó su relación con el territorio —con mecanización, producción láctea, genciana o trabajos ajenos al sector primario— para no rendirse al éxodo rural. En la actualidad, formaba parte —en su caso junto a Maribel— de la sufrida y reducida clase de los supervivientes, guardianes heroicos de la Babia invernal dejada de la mano de Dios…
Mi hermano era muy miedoso. De guajes, guardábamos la vecera de las novillas en la Cuesta Lao. Subíamos de tarde en la burra para hacernos cargo del ganado en La Chamuerga. Tras el recuento, cenábamos de la fardela que nos mandaba madre y, a la hora de dormir, trabábamos la puerta, que no tenía cierre, con unas piedras. A menudo los vientos de la noche abrían la puerta, lo que sobresaltaba a mi hermano, que se acurrucaba, asustado, contra mí.
—¿Pero tu cuantos años tenías de aquella?
Pues nueve…
Rápidamente hecho la cuenta y resulta que Miro tenía, de aquella, ¡siete años! Convendrán conmigo que resulta imposible imaginar en tal circunstancia a un crío de esa edad de nuestros tiempos.
Mientras yo sea alcalde, la casa de La Chamuerga no se cae.
No es de extrañar que Manolo se resistiera a dejar desaparecer uno de los símbolos de la vida que le tocó vivir; lo mismo le ocurría con la báscula, la casa de la limpiadora, las escuelas, la iglesia… Desde su puesto de alcalde se empeñó, con gran esfuerzo personal, con una honradez exquisita en el manejo de los dineros y a menudo sufriendo la crítica ignorante e injusta de los indolentes, en evitar la decadencia de su pueblo. Sólo siento que, a pesar de los esfuerzos de Manuel y de otros babianos de valía, no parece que haya mucho margen para la esperanza...
Last but not least, aunque era un buen hombre, tenía sus defectillos. Entre los más irritantes estaba esa manía tan suya, tan de bardín, de creer que su pueblo, La Majúa,  era un algo singular —un universo privilegiado y sin parangón posible— y de afear mi condición de forastero. Mucho nos reímos a cuento de los chascarrillos con los que nos mortificábamos día sí y día también. La burla, la chanza y la ironía eran parte de nuestras refriegas: se mofaba de cuando la tía Nisa se asustó de mi aspecto y mi vestimenta la primera vez que caí por La Majúa —¡Un gitano, la Bri ha traído un gitano!—, hizo escarnio de mí ante todo el pueblo cuando atollé en Veiga Redonda por bajar del vehículo a hacer una foto —después, eso sí, de acudir presto al rescate— y se hartó de reír a mi costa preguntando a mis sobrinos, de aquella párvulos, sobre si habían notado algo raro en el comportamiento de su tío… Como la venganza es un plato que se sirve frío, no hace mucho que enseñé, a todo el que la quiso ver, la foto en la cual le sorprendí, con las manos entrelazadas y cara de seminarista, en actitud de sumisión y reverencia junto a la figura del Obispo —que había acudido a oficiar la misa en la fiesta del pueblo—.
En el fondo sabía bien que no le asistía la razón, que lo mejor con lo que la vida le había premiado era una forastera —a la que sólo Dios sabe cómo convenció para pasar de Gazoy para acá— y la hija que aquella le dio —ergo, de sangre medio gentil y no bardina vieja—.
Hace tiempo que estoy convencido que más allá ha de haber una especie de calecho de los que nos han dejado. Sin duda que se habrá incorporado del escaño, como en los viejos tiempos, para recriminar a mi mujer por haber traído al pueblo a uno con ideas tan disparatadas…
La noche antes de que nos dejara hubo calecho en aquella cocina. Apareció por allí el enojo y la venganza de don Juan cuando le metieron una oveja en la iglesia. Se habló de las mil y una cosas, cercanas y lejanas, que componen la charla espontánea que arma las veladas. Nada que ver con el improbable filandón de Luis Mateo Díez en Relato de Babia.
Como siempre, Manuel cumplió con el ritual de hacerme burla por oler el aguardiente y no catarlo. Antes de irse a la cama templó el estómago con unas sopas de leche. Maribel, Bri y un servidor nos retiramos aquella noche con la satisfacción de que, siquiera por un rato, Manuel había sido nuestro Manuel: ocurrente, siempre guasón, porfiado no pocas veces... Si a mayores de aquello evocamos la figura de un hombre honrado, emotivo y de lágrima fácil cuando tocaba, siempre hospitalario, familiar y amigo de sus amigos, compuesto está el retrato del hombre que quiero recordar.
Manuel Rodríguez Márquez, d.e.p.

3 comentarios:

MARTA PRIETO SARRO dijo...

Una semblanza preciosa, Nacho. Tiene que haber calecho allá donde haya ido

Unknown dijo...

BRAVO!fiel relato!

Unknown dijo...

Chapeau!